“Alrededor de las 10’45,
aparecieron dos automóviles en la Köningsallee desde Hundekehle. En el primero,
venía un caballero mayor, solo, en el asiento trasero. Pudimos verle con
claridad, porque la capota estaba
bajada. El segundo automóvil era más grande, descapotable, abierto, de
seis asientos. Siempre hay muchos autos en la Köningsallee, pero todos notamos
enseguida a éste debido a la curiosa indumentaria de cuero que vestían sus
ocupantes; el conductor iba delante, los otros dos atrás. Llevaban abrigo largo
y gorra, ambos de cuero, que sólo dejaban al descubierto la cara…”
El
relato de los albañiles continúa, pero creo que no hace falta. Erns von Salomon
lo cuenta de forma más patética; no en vano fue quien consiguió el coche y le
dio el último empujoncito. Unas ráfagas a bocajarro y, para rematar lo muerto,
una granada de mano.
¿Ven
Vds. cómo el hábito hace al monje?
Ya
les he dicho a Vds. que “Hegel”
procede de los Sudetes y quizás sea
por esta razón que siente predilección por la cosa alemana y tal, incluyendo
los “Lieders” naturalmente. Desde que
está conmigo, las visitas a Berlín, donde se encuentra como en casa, son más
frecuentes y su zona preferida son los “barrios”
occidentales, donde una tupida vegetación oculta vergonzosas mansiones, muchas
de las cuales, debido a los impuestos, supongo, han pasado a manos de siniestras corporaciones. Pues en uno de
nuestros paseos por la Köningsallee, justo en la curva en la que desemboca la
Edenerstrasse, descubrimos un pedrusco, siempre florecido, en memoria de Walter
Rathenau. Quiso la “razón efemerística”
que fuera exactamente el 24 de junio del
año pasado.
Yo sabía que en tal fecha habían acabado con la vida de ese
distinguido demócrata liberal, de ascendencia judía, medio homosexual, magnate
de la industria eléctrica, alto y calvo, ministro de exteriores de la recién
proclamada república de Weimar, firmante del pacto de Rapallo (¡con la URSS!), amigo de banqueros, defensor de la
supremacía de la raza blanca y, para más inri, ferviente nacionalista alemán.
Yo lo sabía… pero encontrarme con el monolito desencadenó toda una serie de rememoraciones.
“Hegel” aprovechó y meó
discretamente. Como no divisamos ni restaurante, ni bar, ni cantina, nos
sentamos en la hierba.
No
hacía mucho que habían asesinado a Erzberger, y casi a diario a anónimos
militantes revolucionarios. Los jueces hacían la vista gorda. El gobierno, de
centro izquierda, en su afán de ganarse
al centro (derecha), transigía con el estado de cosas. El punto simbólicamente
álgido fue el asesinato de Rathenau. Lean Vds. “Una princesa en Berlín”.
Se dirigía, como hacía diariamente, a la Wilhemstrasse.
Esa mañana no llegó.
No
crean Vds. que Erzberger y Rathenau pertenecían al PKD o al ala izquierda del
SPD… ni siquiera al ala más derechista del SPD. Eran demócratas, que se dice,
de centro, liberales; pero, y eso les perdió, partidarios de cumplir con las
exigencias de los aliados, con la intención de ir suavizando esas condiciones y
el segundo, además, firmante. El
entierro del ministro de exteriores fue la hostia. La inflación galopante dio
al acontecimiento visos de apocalipsis.
Todo
se evidenció con la eclosión revolucionaria del 9 de noviembre de 1918… Y volvió a evidenciarse con las sucesivas derrotas del 19, del 20, del 23… Y
hubo, además, un signo de la gravedad terminal de los tiempos. Mientras las
multitudes aclamaban en Berlín la caída del emperador Guillermo y el nacimiento
de la república soviética, en París, otras multitudes, al grito de “¡Abajo Guillaume!”, hacían la segunda
voz. Apollinaire, en las últimas, creyó que todo París deseaba su muerte: “¡Quiero vivir! ¡Tengo muchas cosas que
decir!”… y se calló para siempre. Bretón a Aragón:
“Pero
Guillaume
APOLLINAIRE
Acaba
de
Morir.”
Una
vulgar “gripe española” acabó el
trabajo que la esquirla de un obús había comenzado. Y en verdad que tenía
muchas cosas que decir, como, por ejemplo, aquel episodio morboso que alteró
sus glándulas mamarias y que le condujo a producir verdadera leche maternal
(así lo cuenta Derain) y que pudo haber sido la imagen incitadora del
drama: “Las mamellas de Tiresias (un drama surrealista”), cuyo contenido dejo a su curiosidad (o
falta de ella).
El término “surrealista” ya había aparecido en las
notas que el mismo Apollinaire había redactado para el programa de “Parade”, estrenada, con gran escándalo,
como es natural, el mes anterior al estreno de
”Las mamellas…” El éxito del
término está, sin embargo, unido a esta segunda obra, en cuyo Prefacio participó Breton (dijo… una vez
hubo muerto el polaco). El programa de
mano mostraba un dibujo de Picasso.
Bueno
pues, una radiante tarde de domingo, precisamente el 24 de junio del año 1917, se estrenaba, tras un provocador retraso,
“Las mamellas de Tiresias” en el
minúsculo Conservatoire Renée-Maubel de
la rue de l’Orient de Montmartre, actual theatre Galabru (Michel).
Otra pequeña multitud agitaba sus paraguas, pues el paraguas es inseparable del lechuguino y del crítico, incluso, como era el caso, en días hermosos. Los indignados ocupaban toda la calle, desde Lepic a Lepic… pues sepan Vds. que ese callejón es un brazo de la calle-río-Lepic y forma una isla frente a la cual se levanta el teatro. Breton, que curaba una apendicitis insidiosa (y eterna) en La Pitié, encontró un hueco para hacer acto de presencia. Allí lo esperaba Vaché vestido de militar de un ejército desconocido; agitaba una pistola al aire y amenazaba con vaciar el cargador de su pistola sobre la agriada multitud. El tumulto continuó dentro y poco faltó para que Apollinaire, de azul celeste-teniente de ejército, encontrara una muerte deshonrosa que le hubiera privado de la deshonra posterior. La obra pareció periclitada al antipatético Vaché; simplemente “divertida” al expectante Breton y una tomadura de pelo, al resto, que, de haberlo sabido, hubieran sacado billete para Fátima, envuelta en portentos intermitentes*.
Otra pequeña multitud agitaba sus paraguas, pues el paraguas es inseparable del lechuguino y del crítico, incluso, como era el caso, en días hermosos. Los indignados ocupaban toda la calle, desde Lepic a Lepic… pues sepan Vds. que ese callejón es un brazo de la calle-río-Lepic y forma una isla frente a la cual se levanta el teatro. Breton, que curaba una apendicitis insidiosa (y eterna) en La Pitié, encontró un hueco para hacer acto de presencia. Allí lo esperaba Vaché vestido de militar de un ejército desconocido; agitaba una pistola al aire y amenazaba con vaciar el cargador de su pistola sobre la agriada multitud. El tumulto continuó dentro y poco faltó para que Apollinaire, de azul celeste-teniente de ejército, encontrara una muerte deshonrosa que le hubiera privado de la deshonra posterior. La obra pareció periclitada al antipatético Vaché; simplemente “divertida” al expectante Breton y una tomadura de pelo, al resto, que, de haberlo sabido, hubieran sacado billete para Fátima, envuelta en portentos intermitentes*.
Breton
sacó en claro que una época, la de las provocaciones idiotas y aburridas, moría
y que Vaché (y Cravan) anunciaban el futuro. Como anunciador de futuro fue
Marsilio de Padua que en su “Defensor
pacis”, acabado tal día como hoy,
del año 1324, teorizó un nuevo ordenamiento de las relaciones entre el poder
papal y el terrenal, aunque lo cierto es que ese “nuevo orden” no acaba de imponerse…¡y estamos en el siglo XXI! (¿o
no?). Como también fue un punto final y un nuevo comienzo “La Fuente” de R. Mutt (¿Elsa von Freytag?) que Duchamp acababa de presentar en la
exposición de Artistas Independientes en Nueva York. O como lo fue la
Revolución Rusa que, por entonces, ya se quería PERMANENTE.
“Una princesa en Berlín” comienza, tras
la necesaria contextualización, de forma premonitoria, enfocando contrapicadamente la figura de Rathenau
que está pasando, junto a Max Liebermann, (pintor ligeramente inspirado por
Monet y los suyos) una agradable velada en la casa de recreo de los Waldstein,
en el Wansee (Berlín). Helena Waldstein, “la
bella Helena”, no disimula la admiración que le profesa. Parecían conformar
un grupo pictórico.
De
más está decir la relación profesional existente entre los Waldstein y los
Rothschide, cuya sede parisina se encontraba por entonces en el 19 de rue
Laffitte, frente a uno de los tantos locales que poseía Vollard en esa calle,
templo de galeristas y marchantes de arte. El tal Vollard había abierto, en el
número 37, su primera galería (1893), que amplió con la compra (1895) del
número 39, convirtiendo la primitiva galería en un verdadero centro irradiador.
En el 96, compró el número 6 que, rápido, amplió con la compra de los números 2
y 6, de tal manera que rue Laffitte pudo, con todo derecho, haber cambiado su
nombre para adoptar el del famoso marchante, como antes había llevado el de
Artois, futuro rey Carlos X. Sin embargo siguió llamándose Laffitte. Y allí, en
la galería del número 37-39, Picasso hizo su primera exposición parisina. Fue
inaugurada tal día como hoy, del año 1901 y compartía
espacio con Iturrino. Picasso, fulminado por el espectacular e invernal suicidio
de Casagemas, iba abandonando el eclecticismo vanguardista de sus primeras
obras para sumergirse en azules melancólicos. La exposición fue un éxito de
proporciones adecuadas: vendió 15 cuadros ya antes de abrir la muestra. Y el protofauvista “Yo, Picasso”, gozó de cierto reconocimiento.
Offenbach
(”La Bella Helena”) vivió en el
número 11 y en el 45 había nacido Monet, que, por entonces, se asfixiaba entre ninfeas. Y para cerrar Laffitte, decir
que en el número 16 estaba la galería de Durand-Ruel, patrón de los
impresionistas en general y de Monet, en particular.
Se
me había ido el santo al cielo. Decía también que todo lo anterior lo pensé
sentado junto al pedrusco que recuerda el asesinato de Rathenau. Cuando se
acabó el filón, le puse el bozal al perro y tomamos el S-Bahn. En Berlín no hay
problema.
Bajamos por Kreuzber donde había sido invitado por un antiguo colega al que yo, a su vez, había invitado a mi pocilga de Conde Borrell. Era algo así como una contraprestación. Aún recuerdo la cara, entre el asco y la decepción, que puso no más pisar la primera baldosa. Él, como es natural, esperaba un apartamento coqueto, alegre, cómodo… y se encontró con un erial siniestro. La cocina no funcionaba desde hacía años, en la nevera guardaba la plancha y los zapatos, y los sillones, lo más noble, procedentes del Palacio de Pedralbes, pero “recuperados” por un equipo de jóvenes afectados, en mayor o menor medida, por enfermedades mentales y dirigidos por un inepto dependiente de Servicios Sociales del Ayuntamiento, los había dejado completamente inservibles. Pasó una semana inolvidable.
Bajamos por Kreuzber donde había sido invitado por un antiguo colega al que yo, a su vez, había invitado a mi pocilga de Conde Borrell. Era algo así como una contraprestación. Aún recuerdo la cara, entre el asco y la decepción, que puso no más pisar la primera baldosa. Él, como es natural, esperaba un apartamento coqueto, alegre, cómodo… y se encontró con un erial siniestro. La cocina no funcionaba desde hacía años, en la nevera guardaba la plancha y los zapatos, y los sillones, lo más noble, procedentes del Palacio de Pedralbes, pero “recuperados” por un equipo de jóvenes afectados, en mayor o menor medida, por enfermedades mentales y dirigidos por un inepto dependiente de Servicios Sociales del Ayuntamiento, los había dejado completamente inservibles. Pasó una semana inolvidable.
... Y
también les había dicho que guardaría secreto sobre el contenido de las “Mamellas…” Pero, miren, ya puestos,
cargo en el I-pod “Las mamellas…” y
otras canciones sobre textos de Apollinaire, de Poulenc, ato al perro y nos
largamos al chiringuito. Pido un tanque. El
camarero, que me conoce, me hace repetir el pedido. Repito: ¡un tanque!...que
vengo de Alemania. Me lo sirve con aprensión, acompañado de un platito de
quicos.
Muchas
cosas habían pasado en Francia y pocas buenas. Desde el imperdonable aplastamiento de la comuna (1871) entrado en
barrena (Alsacia-Lorena, Caso Dreyfus…). Y, por si fuera poco, la población no aumentaba
o, al menos, no lo hacía al mismo ritmo que lo hacían sus rivales y enemigos.
Las madres francesas ya no traían al mundo niños en número suficiente. Los
hombres franceses parecían haberse vuelto estériles. La cuestión de la
natalidad pasó a primer plano. Una sensación de acabamiento, como un espectro,
recorría las Galias. De nada servía la pócima de Asterix. La Tour Eiffel, (“pastora, el rebaño de los puentes muge esta mañana”) no conseguía excitar a
nadie. Ni tampoco la tremenda Parisienne que
se enseñoreaba sobre la puerta de entrada al recinto de la Exposición Universal
de 1900. Había sido diseñada como símbolo de fertilidad… pero ¡nada! la
natalidad seguía estancada.
Apollinaire no es que estuviera demasiado
preocupado, pero aprovechó el motivo para pergeñar un llamamiento chusco a la
procreación, al feminismo y al antimilitarismo (¡!)… Será el marido, ante la conversión de Thérese en Tiresias, un barbado varón, quien dé a luz a 40.049 niños en una
noche. En fin una tontería que puede salvarse si la puesta en escena es
convincente. Lo de las “Tetas”, pues
sí, Thérese se las arranca, vuelan… y
las abate como si de aves canoras se tratara.
Briten
sustituye la verdadera Zanzibar, lugar del “drama”,
por una Zanzibar imaginaria frente a las costas de Montecarlo: “suficiente tropical para un parisino como yo”,
dijo. Las dos primeras sopranos, atravesadas por la severidad de la orden
final: "Ô Français, faites des enfants!", quedaron
embarazadas antes del estreno y tuvieron que ser sustituidas. Y ya puestos en harina quiero expresar mi
rechazo intransigente al nuevo misticismo de la maternidad. No me refiero,
claro está, al uso comercial del tema, que también, sino a actitudes
fundamentalistas que observo entre mis iguales.
Traer un hijo al mundo, se mire como se mire, es un acto de irresponsabilidad, o como mínimo, irracional… ¡y no digo más! (ni menos).
Traer un hijo al mundo, se mire como se mire, es un acto de irresponsabilidad, o como mínimo, irracional… ¡y no digo más! (ni menos).
–¡Hala, Hegel! ¡A casa!... que veo
que van a interpretar, psicoanalistas ellos, tu compañía como una sustitución.
–Pero aún te queda medio “tanque”…
¡y se está tan bien aquí!
–Bueno… ¡pues tráeme el sudoku!
N.B.
“Ah, los hijos de la noche… pero
qué guarros son!”* (como dijo el poeta en un arranque de
romanticismo que se tornó en sinceridad en pleno hemistiquio).
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