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viernes, 21 de junio de 2013

Propuesta para hoy, día 21 de junio. Buenas acciones. Gol de Marcelino. Moby Dick. Dobvlátov.


Lo de ayer fue por aquellos que creen que Murcia solo produce limones, salazones y algunos brócolis… además de equipos de segunda B.  Murcia ha producido santos a puñados. Sin ir más lejos, mi compañero de pupitre en los tiempos del queso americano, se llamaba Santos: cuando fue mayor y padre, mató a su mujer y a su hija.

Hay mucha leyenda negra sobre Murcia. Inmerecida… de más está decirlo.

No podía pasar a otro tema sin mentar esta injusticia (o esta realidad).

En aquellos años, la atracción más importante de la semana era el “ciego” que nos cantaba los horrores que ocurrían a nuestro alrededor y, de los cuales, parecía que estábamos a salvo. Desplegaba su fridesca orla (“auca”) y nos cantaba, con una melodía primitiva e insidiosa, las puñaladas (lo que variaba era la cantidad) que alguien había propinado a un prójimo.  Recuerdo la melodía como si la hubiera oído ayer en el esputofaif. Acabada su actuación vendía la letra, ilustrada, por “la voluntad”. El dinero conseguido lo gastaba en salazones (¡si lo sabré yo!). La escena tenía lugar los sábados, día de mercado.




Mi padre era suscriptor de “El Caso”, así que a mí aquello no me hacía mucha impresión. Lo de mi padre se explicaba porque su oficio tenía que ver con la criminalidad y era su obligación, decía, estar al corriente de las tendencias. Mi madre, ajena a este deber paterno, anunció un día un “auto de fe” al que fueron a parar todos los ejemplares de “El Caso”, y de paso, todos los tebeos del “Jabato” y de “Hazañas Bélicas”, todos los carteles de cine y todas las “filminas” que guardaba (yo) como un tesoro, entre las cuales Silvana Mangano en “Arroz Amargo” y los relatos del ciego. 

Los “autos de fe” eran la chifladura de mi madre. Pasaban los años como si no pasara nada y de golpe y porrazo sacaba al patio toneladas de papeles y los prendía con una furia propia de quien se quema por dentro y no sabe cómo poner remedio.


Esa costumbre la “heredó” mi primera mujer, que me quemó, por el morro, una colección de naipes “de categoría”: había una baraja editada en conmemoración del décimo aniversario de la muerte de Stalin. Otra fabricada con ocasión de la llegada del hombre a la luna… Mi compañera actual, por suerte, no es incendiaria. Y por eso la quiero el doble.

Bueno, pues como les decía, en Murcia tenemos madera de santo. Yo mismo soy la prueba. En la edad “heroica”, en los años en que soñamos con hacer heroicidades y vivir aventuras extraordinarias, o sea sobre los 12-13 años, a mí me dio, como saben Vds., por ofrecerle al crucificado las heladas madrugadas de enero…a imitación de (Do)minguito Savio. Aquello acabó en urgencias. Una vez superada la incidencia el deseo de santidad se filtró por otras grietas y apareció disfrazado de “obras de caridad”. Y era con esa finalidad que guardaba la chocolatina diaria (roja y plana, de Nestlé que escondía un cromo dentro); con ese fin recorría como un vagabundo ansioso las calles de la Malvarrosa a la búsqueda de necesitados. Aquel 21 de marzo de 1964 fue rico en obras de caridad. Cayó en (Do)mingo. 

En Madrid estaba encapotado…acabaría lloviendo. En Valencia hacía el día típico de comienzo de verano: el día más largo en nuestro hemisferio.

“Había yo estado haciendo no sé qué travesura: creo que tratando de trepar por dentro de la chimenea, como había visto hacer a un pequeño deshollinador unos días antes, y mi madrastra que, por una razón o por otra, todo el tiempo estaba dándome azotes o mandándome a la cama sin cenar, mi madrastra digo, me arrastró por las piernas sacándome de la chimenea y me mandó derecho a la cama, aunque eran sólo las dos de la tarde del 21 de junio el día más largo de nuestro hemisferio…”



Si han leído Vds. “Moby Dick” recordarán el pasaje en el que el azar junta al “salvaje” arponero Quiqueg y a Ismael (“Llamadme Ismael…”). Fue en la “Posada del Chorro” de New Bedford, en ruta hacia Nantucket.

Moby Dick” es una novelita deliciosa (si todo acabara en el capítulo XXV).

Bueno, pues como decía, aquel domingo fue rico en “obras de caridad”.

Aunque les pueda parecer extraño, dada la época en que vivimos, regida por reglas que derivan del fondo putrefacto de la familia menguante, entonces se nos dejaba salir del centro escolar y hacer lo que nos diera la gana…teníamos 12 años. Y con esa tierna edad yo, con autorización, me iba solo a la playa, o, como digo, a recorrer la geografía de la miseria y de la desgracia para, en ellas, hacer brillar mis “buenas obras”.  Si me permiten la comparación, era como D. Quijote a la búsqueda de ocasiones en las que poner de manifiesto mi capacidad para el bien. Y así salía yo: armado con chocolatinas y deseos de ayudar al prójimo.



A este día, ya de por sí distinguido, nosotros añadíamos la celebración de la onomástica del padre rector, Luís Carrión, neurálgico y poeta. Así empezábamos el verano: bajo el manto tórrido de san Luís Gonzaga y de su encarnación en la tierra, el dolorido poeta que, a más de neurálgico, el hábito de fumar le había tintado los dedos índice y corazón de la mano izquierda de un amarillo ocre parecido al colorante culinario. Cuando, en contadas ocasiones, lo veíamos celebrar misa y elevar la hostia en el momento álgido (valga la redundancia) el contraste entre la blancura de la oblea y el amarillo intenso de sus dedos era alarmante y daba a la escena un aire sacrílego.

El domingo 21 de junio de 1964, por la razón expuesta, desayunamos una taza de chocolate y unos cuantos melindres. Además se nos ofrecieron caramelos y doble ración de chocolatinas. Yo me conformé con la taza de chocolate. El resto lo guardé como medio para expresar mi desespero por el bien. Acabado el refrigerio nos dirigían hacia la sala de música que hacía las veces de sala de actos y allí dábamos rienda suelta a nuestra inspiración artística en honor del homenajeado. Normalmente el encargo poético recaía  siempre sobre A. El tal, con la costumbre, dominaba a la perfección las rimas asonantes en a-a: “Gonzaga”, “alba”, “mañana”, “esperanza”, “vaga” (en la acepción de “vaporosa”, “indefinida”…Resaltar que evitaba los imperfectos en “aba”) que combinaba con rimas en ó- : “Carrión”, “amor”, “corazón”, “Señor”, “gorrión”, formando cuartetas de octosílabos inseguros. El poeta y fumador oía la voz del bardo habitual con los ojos cerrados y echando espesas fumarolas azul plomizo. Cuando acababa el recitado, el “padre rector” analizaba el “poema” desde el punto de vista técnico, que incluía métrica y acentos y desde el punto de vista más elevado del uso de las figuras literarias y tropos, acabado lo cual pasaba a recitarnos su producción última que normalmente ocupaba varios centenares de versos. Aquello se hacía insoportable de verdad. Siempre acabábamos diciéndonos que preferíamos el aguachirle cotidiana. Pero antes de llegar a esa inexorable conclusión teníamos aún que sufrir unas interpretaciones pianísticas a cargo de los más avanzados de la clase. Normalmente todo giraba en torno a Schumann.

Sólo después de estos puyazos nos dejaban libres hasta la hora de comer. Unos se iban a la playa, otros a seguir durmiendo, los había que preferían jugar al fútbol. Yo era de los del fútbol. Pero aquel día me dirigí, lleno de amor al prójimo, al campamento de gitanos de la Patacona. Recuerden que yo tenía 12 años. Entré en aquel laberinto de chabolas con la seguridad que me daba mi inocencia. Aún no había andado ni cincuenta metros cuando una pareja de “churumbeles” se me acercó y sin preguntar ni me quitaron la caja de las dádivas y se marcharon corriendo divertidos. Describir el estado en el que me quedé es inútil y como es inútil no lo intentaré. Me di la vuelta y me marché. Algo entendí: era preferible arrebatar que esperar a que un imbécil como yo apareciera con su cargamento de chocolatinas y melindros.

La paella siempre me producía un amargo dolor de estómago y la esperaba con consternación. No fue diferente. Así que, ese día, tuve algo más que ofrecer por el bien de la humanidad en su conjunto.

Fue dejar los curas y desaparecer la dolencia. Y para demostrárselo a Vds. me haré una paella de costijellas y verduras. Una botellita de verdejo y unas copitas de Master Jager (¿) Mike Jaeger (¿)…¡el del ciervo! que acaban de traerme de Tubinga.

La siesta era ineludible. Y a eso de las seis y media nos dieron otras dos horas de paseo libre. Estaba a punto de acabar el día y yo no había conseguido anotar nada en mi HABER, salvo ese asqueroso dolor de estómago. Salí decidido. Borracho de bien. En cuanto dejé la Senda de la Carrasca y desemboqué en la Avenida vi una mujer mayor que llevaba un pesado bulto sobre sus espaldas. Me acerqué, se lo cogí y cargué con el fardo detrás de ella. La mujer reaccionó mal; pensó que iba a robárselo y me arreó un bofetón que se oyó hasta en la ermita de Vera. Le expliqué mis intenciones. Se calmó y creo que pensó que estaba en presencia de un niño loco capaz de cualquier cosa, así que me dejó hacer. No vivía lejos. El bulto era pesado de verdad, como las obras completas de Pérez Galdós y Pardo Bazán juntas. Aguanté y cuando llegamos a la meta me sentí ligero como un jilguero (¡!) y feliz como una perdiz (¡!). Estaba claro que me había impregnado del espíritu poético de la mañana. 

No contento con la proeza que acababa de realizar me dirigí al Hospital Infantil de san Juan de Dios a “visitar a los enfermos”. Pensé que el Cotolengo me pillaba demasiado lejos. No llevaba chocolatinas ni caramelos, sólo mis ansias de bien y de ayudar al prójimo. Les digo que entonces todo era más fácil que ahora: nadie me preguntó nada.


Cuando entré en la sala de enfermos “menos graves”, justo cuando abrí la puerta de aquella sala como de primera guerra mundial, todos los reunidos (que eran multitud) y muchos de los pacientes infantiles saltaron de alegría, lanzando alaridos de puro júbilo. 
Las almohadas volaban por los aires, los sombreros recorrían el espacio como platillos volantes. Los que estaban de pie saltaban enloquecidos y los que estaban en las camas, también. Pensé que de repente dios (¿) me había otorgado poder taumatúrgico; que mi sola presencia hacía andar a los cojos y hablar a los mudos. Avancé un poco por entre las filas de camas metálicas, me imaginé como el Señor entrando en Jerusalén y giré sobre mí mismo para ver el espectáculo que mi mera presencia estaba produciendo.

Sobre la puerta de entrada una televisión retransmitía un partido de fútbol. Marcelino, a falta de 8 minutos, acababa de marcar el 2 a 1 contra la URSS. Centró Pereda (¡no fue Amancio!) y remató de forma inverosímil Marcelino. Así ganó la Copa de Europa la “roja” en el año 64: ¡contra los “rojos”.


Como no había moviola no pude ver la jugada hasta muchos años después.

Les supongo enterados de todas las circunstancias que envolvieron ese enfrentamiento, si no… ¡Infórmense Vds. Infórmense! (Merece la pena).

El día no fue fructífero.

Por si fuera poco, por la noche “Ardía Misisipi”. Tanto esfuerzo por hacer el bien y con qué facilidad se extendía el mal.




                                                                 Nueva York, 21 de junio de 1982.

“¡Querido Ígor! (Su patronímico se perdió por los recovecos de nuestro viaje).
Se acabó. Los frenos de las últimas elipsis chirriarán otros diez párrafos.
Experimento una sensación de ligereza y vacío. Al fin y al cabo, llevo diecisiete años preparando este original para su publicación. ¡Es “el final de algo”!, como diría el Sr. Heminway (…)
Nací con los instintos de un boxeador profesional. Para convertirme en un joven capaz de reflexión, fueron necesarios esfuerzos literalmente sobrehumanos. Hubo de formarse una cadena de acontecimientos inverosímiles…y por lo tanto lógicos y convincentes. Uno de ellos fue la prisión. Obviamente, alguien deseaba fervientemente hacer de mí un escritor (…).

Así acaba “La zona” de Serguey Dovlátov. El estalinismo hizo trizas cualquier intento serio de “novelar” el mundo. Puso al descubierto las mentiras que sostienen la vida ordinaria. No hubo más salida que la ironía consoladora y recuperación de lo grotesco (de larga tradición en Rusia). Hubo que escoger entre el anticomunismo de Solzhenitsyn o el vodka. Muchos escogieron el vodka… y su forma espasmódica, convulsiva y temblorosa de relatar “lo que es”. A costa de sus propias vidas.

“Recuerda, viejo. Donde hay vodka, allá está la patria”.

¿Qué les voy a contar que Vds. no sepan?

Sólo queda recomendar fervorosamente la lectura de la obra de Dovlátov.











RELATO VERAZ, EXENTO DE RETÓRICA, DE UN EPISODIO (EN MARCHA) DE CORONAVIRUS.

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