Lo
de ayer fue por aquellos que creen que Murcia solo produce limones, salazones y
algunos brócolis… además de equipos de segunda B. Murcia ha producido santos a puñados. Sin ir
más lejos, mi compañero de pupitre en los tiempos del queso americano, se
llamaba Santos: cuando fue mayor y padre, mató a su mujer y a su hija.
Hay
mucha leyenda negra sobre Murcia. Inmerecida… de más está decirlo.
No
podía pasar a otro tema sin mentar esta injusticia (o esta realidad).
En
aquellos años, la atracción más importante de la semana era el “ciego” que nos cantaba los horrores que
ocurrían a nuestro alrededor y, de los cuales, parecía que estábamos a salvo.
Desplegaba su fridesca orla (“auca”) y nos cantaba, con una melodía
primitiva e insidiosa, las puñaladas (lo que variaba era la cantidad) que
alguien había propinado a un prójimo.
Recuerdo la melodía como si la hubiera oído ayer en el esputofaif. Acabada su actuación vendía
la letra, ilustrada, por “la voluntad”. El dinero conseguido lo
gastaba en salazones (¡si lo sabré yo!). La escena tenía lugar los sábados, día
de mercado.
Mi
padre era suscriptor de “El Caso”,
así que a mí aquello no me hacía mucha impresión. Lo de mi padre se explicaba
porque su oficio tenía que ver con la criminalidad y era su obligación, decía,
estar al corriente de las tendencias. Mi madre, ajena a este deber paterno, anunció
un día un “auto de fe” al que fueron a parar todos los ejemplares de “El Caso”, y de paso, todos los tebeos
del “Jabato” y de “Hazañas Bélicas”, todos los carteles de
cine y todas las “filminas” que
guardaba (yo) como un tesoro, entre las cuales Silvana Mangano en “Arroz Amargo” y los relatos del ciego.
Los “autos
de fe” eran la chifladura de mi madre. Pasaban los años como si no pasara
nada y de golpe y porrazo sacaba al patio toneladas de papeles y los prendía
con una furia propia de quien se quema por dentro y no sabe cómo poner remedio.
Esa
costumbre la “heredó” mi primera
mujer, que me quemó, por el morro, una colección de naipes “de categoría”:
había una baraja editada en conmemoración del décimo aniversario de la muerte
de Stalin. Otra fabricada con ocasión de la llegada del hombre a la luna… Mi
compañera actual, por suerte, no es incendiaria. Y por eso la quiero el doble.
Bueno,
pues como les decía, en Murcia tenemos madera de santo. Yo mismo soy la prueba.
En la edad “heroica”, en los años en
que soñamos con hacer heroicidades y vivir aventuras extraordinarias, o sea
sobre los 12-13 años, a mí me dio, como saben Vds., por ofrecerle al
crucificado las heladas madrugadas de enero…a imitación de (Do)minguito Savio.
Aquello acabó en urgencias. Una vez superada la incidencia el deseo de santidad
se filtró por otras grietas y apareció disfrazado de “obras de caridad”. Y era
con esa finalidad que guardaba la chocolatina diaria (roja y plana, de Nestlé
que escondía un cromo dentro); con ese fin recorría como un vagabundo ansioso
las calles de la Malvarrosa a la búsqueda de necesitados. Aquel 21 de marzo de
1964 fue rico en obras de caridad. Cayó en (Do)mingo.
En Madrid estaba
encapotado…acabaría lloviendo. En Valencia hacía el día típico de comienzo de
verano: el día más largo en nuestro hemisferio.
“Había yo estado haciendo no sé qué
travesura: creo que tratando de trepar por dentro de la chimenea, como había
visto hacer a un pequeño deshollinador unos días antes, y mi madrastra que, por
una razón o por otra, todo el tiempo estaba dándome azotes o mandándome a la
cama sin cenar, mi madrastra digo, me arrastró por las piernas sacándome de la
chimenea y me mandó derecho a la cama, aunque eran sólo las dos de la tarde del
21 de junio el día más largo
de nuestro hemisferio…”
Si
han leído Vds. “Moby Dick” recordarán
el pasaje en el que el azar junta al “salvaje”
arponero Quiqueg y a Ismael (“Llamadme
Ismael…”). Fue en la “Posada del
Chorro” de New Bedford, en ruta hacia Nantucket.
“Moby Dick” es una novelita deliciosa (si
todo acabara en el capítulo XXV).
Bueno,
pues como decía, aquel domingo fue rico en “obras
de caridad”.
Aunque
les pueda parecer extraño, dada la época en que vivimos, regida por reglas que
derivan del fondo putrefacto de la familia menguante, entonces se nos dejaba
salir del centro escolar y hacer lo que nos diera la gana…teníamos 12 años. Y
con esa tierna edad yo, con autorización, me iba solo a la playa, o, como digo,
a recorrer la geografía de la miseria y de la desgracia para, en ellas, hacer
brillar mis “buenas obras”. Si me permiten la comparación, era como D.
Quijote a la búsqueda de ocasiones en las que poner de manifiesto mi capacidad
para el bien. Y así salía yo: armado con chocolatinas y deseos de ayudar al
prójimo.
A
este día, ya de por sí distinguido, nosotros añadíamos la celebración de la
onomástica del padre rector, Luís Carrión, neurálgico y poeta. Así empezábamos
el verano: bajo el manto tórrido de san Luís Gonzaga y de su encarnación en la
tierra, el dolorido poeta que, a más de neurálgico, el hábito de fumar le había
tintado los dedos índice y corazón de la mano izquierda de un amarillo ocre
parecido al colorante culinario. Cuando, en contadas ocasiones, lo veíamos
celebrar misa y elevar la hostia en el momento álgido (valga la redundancia) el
contraste entre la blancura de la oblea y el amarillo intenso de sus dedos era
alarmante y daba a la escena un aire sacrílego.
El
domingo 21 de junio de 1964, por la razón expuesta, desayunamos una taza de
chocolate y unos cuantos melindres. Además se nos ofrecieron caramelos y doble
ración de chocolatinas. Yo me conformé con la taza de chocolate. El resto lo
guardé como medio para expresar mi desespero por el bien. Acabado el refrigerio
nos dirigían hacia la sala de música que hacía las veces de sala de actos y
allí dábamos rienda suelta a nuestra inspiración artística en honor del
homenajeado. Normalmente el encargo poético recaía siempre sobre A. El tal, con la costumbre,
dominaba a la perfección las rimas asonantes en a-a: “Gonzaga”, “alba”, “mañana”, “esperanza”, “vaga” (en la acepción de “vaporosa”,
“indefinida”…Resaltar que evitaba los imperfectos en “aba”) que combinaba con rimas en ó- : “Carrión”, “amor”, “corazón”, “Señor”, “gorrión”, formando cuartetas de
octosílabos inseguros. El poeta y fumador oía la voz del bardo habitual con los
ojos cerrados y echando espesas fumarolas azul plomizo. Cuando acababa el
recitado, el “padre rector” analizaba
el “poema” desde el punto de vista
técnico, que incluía métrica y acentos y desde el punto de vista más elevado
del uso de las figuras literarias y tropos, acabado lo cual pasaba a recitarnos
su producción última que normalmente ocupaba varios centenares de versos.
Aquello se hacía insoportable de verdad. Siempre acabábamos diciéndonos que
preferíamos el aguachirle cotidiana.
Pero antes de llegar a esa inexorable conclusión teníamos aún que sufrir unas
interpretaciones pianísticas a cargo de los más avanzados de la clase.
Normalmente todo giraba en torno a Schumann.
Sólo
después de estos puyazos nos dejaban libres hasta la hora de comer. Unos se iban
a la playa, otros a seguir durmiendo, los había que preferían jugar al fútbol. Yo
era de los del fútbol. Pero aquel día me dirigí, lleno de amor al prójimo, al
campamento de gitanos de la Patacona.
Recuerden que yo tenía 12 años. Entré en aquel laberinto de chabolas con la
seguridad que me daba mi inocencia. Aún no había andado ni cincuenta metros cuando
una pareja de “churumbeles” se me
acercó y sin preguntar ni mú me
quitaron la caja de las dádivas y se marcharon corriendo divertidos. Describir
el estado en el que me quedé es inútil y como es inútil no lo intentaré. Me di
la vuelta y me marché. Algo entendí: era preferible arrebatar que esperar a que
un imbécil como yo apareciera con su cargamento de chocolatinas y melindros.
La
paella siempre me producía un amargo dolor de estómago y la esperaba con
consternación. No fue diferente. Así que, ese día, tuve algo más que ofrecer
por el bien de la humanidad en su conjunto.
Fue
dejar los curas y desaparecer la dolencia. Y para demostrárselo a Vds. me haré
una paella de costijellas y verduras.
Una botellita de verdejo y unas copitas de Master Jager (¿) Mike Jaeger (¿)…¡el
del ciervo! que acaban de traerme de Tubinga.
La
siesta era ineludible. Y a eso de las seis y media nos dieron otras dos horas
de paseo libre. Estaba a punto de acabar el día y yo no había conseguido anotar
nada en mi HABER, salvo ese asqueroso dolor de estómago. Salí decidido.
Borracho de bien. En cuanto dejé la Senda de la Carrasca y desemboqué en la
Avenida vi una mujer mayor que llevaba un pesado bulto sobre sus espaldas. Me
acerqué, se lo cogí y cargué con el fardo detrás de ella. La mujer reaccionó
mal; pensó que iba a robárselo y me arreó un bofetón que se oyó hasta en la
ermita de Vera. Le expliqué mis intenciones. Se calmó y creo que pensó que
estaba en presencia de un niño loco capaz de cualquier cosa, así que me dejó
hacer. No vivía lejos. El bulto era pesado de verdad, como las obras completas
de Pérez Galdós y Pardo Bazán juntas. Aguanté y cuando llegamos a la meta me
sentí ligero como un jilguero (¡!) y feliz como una perdiz (¡!). Estaba claro
que me había impregnado del espíritu poético de la mañana.
No contento con la
proeza que acababa de realizar me dirigí al Hospital Infantil de san Juan de
Dios a “visitar a los enfermos”.
Pensé que el Cotolengo me pillaba
demasiado lejos. No llevaba chocolatinas ni caramelos, sólo mis ansias de bien
y de ayudar al prójimo. Les digo que entonces todo era más fácil que ahora:
nadie me preguntó nada.
Cuando
entré en la sala de enfermos “menos
graves”, justo cuando abrí la puerta de aquella sala como de primera guerra
mundial, todos los reunidos (que eran multitud) y muchos de los pacientes
infantiles saltaron de alegría, lanzando alaridos de puro júbilo.
Las almohadas
volaban por los aires, los sombreros recorrían el espacio como platillos
volantes. Los que estaban de pie saltaban enloquecidos y los que estaban en las
camas, también. Pensé que de repente dios (¿) me había otorgado poder
taumatúrgico; que mi sola presencia hacía andar a los cojos y hablar a los
mudos. Avancé un poco por entre las filas de camas metálicas, me imaginé como
el Señor entrando en Jerusalén y giré sobre mí mismo para ver el espectáculo
que mi mera presencia estaba produciendo.
Sobre la puerta de entrada una
televisión retransmitía un partido de fútbol. Marcelino, a falta de 8 minutos,
acababa de marcar el 2 a 1 contra la URSS. Centró Pereda (¡no fue Amancio!) y
remató de forma inverosímil Marcelino. Así ganó la Copa de Europa la “roja” en el año 64: ¡contra los “rojos”.
Como
no había moviola no pude ver la
jugada hasta muchos años después.
Les
supongo enterados de todas las circunstancias que envolvieron ese
enfrentamiento, si no… ¡Infórmense Vds. Infórmense! (Merece la pena).
El
día no fue fructífero.
Por
si fuera poco, por la noche “Ardía
Misisipi”. Tanto esfuerzo por hacer el bien y con qué facilidad se extendía
el mal.
Nueva York, 21 de junio de
1982.
“¡Querido Ígor! (Su patronímico se
perdió por los recovecos de nuestro viaje).
Se acabó. Los frenos de las últimas
elipsis chirriarán otros diez párrafos.
Experimento una sensación de
ligereza y vacío. Al fin y al cabo, llevo diecisiete años preparando este
original para su publicación. ¡Es “el final de algo”!, como diría el Sr.
Heminway (…)
Nací con los instintos de un
boxeador profesional. Para convertirme en un joven capaz de reflexión, fueron
necesarios esfuerzos literalmente sobrehumanos. Hubo de formarse una cadena de
acontecimientos inverosímiles…y por lo tanto lógicos y convincentes. Uno de
ellos fue la prisión. Obviamente, alguien deseaba fervientemente hacer de mí un
escritor (…).
Así
acaba “La zona” de Serguey Dovlátov.
El estalinismo hizo trizas cualquier intento serio de “novelar” el mundo. Puso al descubierto las mentiras que sostienen
la vida ordinaria. No hubo más salida que la ironía consoladora y recuperación
de lo grotesco (de larga tradición en Rusia). Hubo que escoger entre el
anticomunismo de Solzhenitsyn o el vodka. Muchos escogieron el vodka… y su
forma espasmódica, convulsiva y temblorosa de relatar “lo que es”. A costa de sus propias vidas.
“Recuerda, viejo. Donde hay vodka,
allá está la patria”.
¿Qué
les voy a contar que Vds. no sepan?
Sólo
queda recomendar fervorosamente la lectura de la obra de Dovlátov.