1º de vendimiario. Día de la uva…
¡como es natural!
Introducción
El
calendario revolucionario empezaba el 22 de septiembre, equinoccio de otoño,
dedicándolo, naturalmente, a la vid y su fruto. Los años bisiestos, sin
embargo, tal día como hoy se añadía a los cinco días Sans-Culottides (o complementarios) y era dedicado a la Revolución.
1816 fue bisiesto, así que el día que nos ocupa estuvo dedicado a tan magno y metafísico acontecimiento.
Goethe,
admirador de Napoleón, con quien compartía su pasión por el eau de
Cologne, no lo era de la Revolución… y no porque fuera insensible o
desconocedor de las injusticias…etc…etc… sino porque había abierto la caja de
Pandora, entre cuyos males estaba la irrupción pasional de las masas en la
política. Siempre fue partidario de un despotismo ilustrado, por así decir.
Empiecen, si quieren,
con esta propuesta:
1.
Tal
día como hoy del año 1816 amaneció un tanto cubierto. El barómetro marcaba 722
milímetros y el termómetro Reaumur estaba estancado en los 13 grados que, como
Vdes. saben, corresponden a los 16 y
pico en la escala usual. La humedad fastidiaba el brazo del Olímpico. Había
cúmulos alargados, aglomeraciones nebulosas en la región inferior, y más arriba,
delicados cirros. El viento superior soplaba del oeste y “si el viento inferior sigue viniendo del oeste, los cúmulos se desharán
poco a poco al ir avanzando, y en su lugar habrá los más bellos vellones en
estrías y en hileras. Es posible que el cielo se aclare al medio día, aunque se
vuelva a ensombrecer en seguida. Un día incierto, dudoso, de tendencias
contradictorias”, profetizó el Magnífico.
Podría
haber sido muuucho peor, pues aquel 1816, “el
año sin verano”, produjo estragos y escalofríos en todos los reinos naturales.
Eran
las siete de la mañana del día 22 de septiembre del año 1816. A las 8 tres
mujeres llegarán en la diligencia ordinaria procedente de Gotha y se apearán en
la plaza del mercado delante del famoso hotel Elephant de Weimar. Una de las tres gracias es Car(lotta), la
segunda en importancia es la hija y la tercera Clarita, la doncella, también
llamada sirvienta o, directamente, criada.
…Y
a mí me acaban de depositar mis Custodios en medio de los puestos de verduras
de temporada:
–Achtung! ¡Que no os confundan con
patos salvajes y os cacen al vuelo!
–No te preocupes por nosotras y
preocúpate por ti, no sea que acabes como siempre: debajo de una mesa,
balbuciendo disculpas.
Y
diciendo lo dicho, se alejan, dejando tras de sí una delicado perfume de cadera
de ángel. Giro sobre mi eje vertical y localizo la terraza, no se me escapa ni
una, del Elephant. Con el chubasquero
y la bufanda blaugrana parezco el ángel de la desgracia. En el ojal, un lacito rosa.
Tomo asiento a una mesita y, antes de que complete la acción, un camarero me
trae un platito que acoge una cuña de Zwibelkuchen.
–Pero, oiga, permítame un respiro
antes de enfrentarme a este puyazo.
–Ha tenido suerte, caballero: A los
impares les toca un codillo.
–Tenga la bondad, por lo menos, de
acompañarlo con una botellita de vino blanco del terruño.
Los
clientes de “Los osos negros” se
pelean con una salchicha de 20 centímetros, detalle de bienvenida. No lejos
está “El cisne blanco”. Tanto emblema
animal se explica por el analfabetismo de la época. Esos hermosos nombres y
emblemas han desaparecido con el avance de la ilustración del personal.
¿Qué
no saben Vdes. quién fue Carlota Kestner, nacida Buff? Pero bueno ¿con quién me
las veo? ¿No saben Vdes. de los amores desgraciados (y ridículos) de Werther?
¡Carlota, de bellos ojos negros… aunque ahora los presente azules! …
¡En
fin, infórmense Vds. Infórmense!
Goethe
había recuperado un poco la línea: Ya no era aquel gordo fofo que se paseaba
por la soleada Italia veinte años atrás. Era un viejo huraño, de voz de
barítono y ojos profundos. Imperaba (chinamente) en la desproporcionada casa de
Frauenplan…y en toda Alemania. El ácido úrico ponía una gota de desequilibrio
en su magna figura. Schiller había muerto y no encontraba igual. Había roto con
la Stein. Se había enamorado (mariposa en jardines ajenos) de Minna y de ¡Mariana!
(Suleika) con la que (a cuatro manos)
había escrito “Divan…”. Acababa de
morir su “tesoro de cama”
(Christiane) por quien había puesto su prestigio en juego. Mientras agonizaba
la vulgar y simpática Volpius, Byron,
en Villa Diodati, proponía un juego del que saldría el Frankenstein de M. Shelley. Lean Vds (sin quieren) la siguiente
propuesta
…
y un oportuno accidente de tráfico, recién
salido de Weimar hacia Frankfurt, puso fin definitivo a su relación con la
infeliz Suleika que se mustió junto
al banquero Willemer...
(¿Que tendrán las mujeres de los banqueros que suscitan pasiones en las almas románticas (o no): Holderlin-Diótima; Goethe-Suleika; Wagner-Isolda? ¿Qué no-tendrán esos románticos en casa para ir revoloteando en jardines ajenos (que se dice)?
... jamás volvió a verla, como jamás había vuelto a ver a Carlota… hasta que tras 44 años de ama de casa, doce partos y viuda, se presentó en Weimar con la intención evidente de visitar a su hermana Amalia, esposa del consejero Ridel y con la escondida esperanza de volver a encontrarse con Goethe, su enamorado juvenil, que, a esas alturas de la vida, había renegado de su época salvaje y se había instalado en un prosaico clasicismo (Novalis que, por lo demás, lo admiraba). De la juventud sólo conservaba su devoción por Napoleón y el recuerdo de la imperecedera entrevista que le fue concedida en Erfurt, acompañada de una certera crítica a las veleidades del joven Werther. Sólo le faltaban las segundas partes del “Meister” y del “Fausto”, así como el “Viaje a Italia”… y la desgracia… la infelicidad… y el ridículo. Lo primero, por la muerte de su hijo; la segunda, por los sucesos de Marienbad, y el último, por el asunto aquel del perro de Montargis. Caso aparte es el gato de Hoffmann.
(¿Que tendrán las mujeres de los banqueros que suscitan pasiones en las almas románticas (o no): Holderlin-Diótima; Goethe-Suleika; Wagner-Isolda? ¿Qué no-tendrán esos románticos en casa para ir revoloteando en jardines ajenos (que se dice)?
... jamás volvió a verla, como jamás había vuelto a ver a Carlota… hasta que tras 44 años de ama de casa, doce partos y viuda, se presentó en Weimar con la intención evidente de visitar a su hermana Amalia, esposa del consejero Ridel y con la escondida esperanza de volver a encontrarse con Goethe, su enamorado juvenil, que, a esas alturas de la vida, había renegado de su época salvaje y se había instalado en un prosaico clasicismo (Novalis que, por lo demás, lo admiraba). De la juventud sólo conservaba su devoción por Napoleón y el recuerdo de la imperecedera entrevista que le fue concedida en Erfurt, acompañada de una certera crítica a las veleidades del joven Werther. Sólo le faltaban las segundas partes del “Meister” y del “Fausto”, así como el “Viaje a Italia”… y la desgracia… la infelicidad… y el ridículo. Lo primero, por la muerte de su hijo; la segunda, por los sucesos de Marienbad, y el último, por el asunto aquel del perro de Montargis. Caso aparte es el gato de Hoffmann.
Aún
no se había puesto cómoda y ya una multitud de curiosos abarrotaba la plaza del
mercado, tal cual si Madonna fuera a comprar al condis del Cul d’Ocata. La edad
era la misma: sesenta, bien contados (¿).
La
esperan para almorzar (que se dice); así que no puede entretenerse mucho. Envía
una nota a Goethe comunicando su presencia en la ciudad y elige, con
premeditación y alevosía, para el posible encuentro, el vestido blanco al que
le falta un lacito rosa, precisamente aquel que un 28 de agosto de hacía
décadas, había regalado a su entrometido cortejante.
¿Se daría cuenta el
jupiterino de esa ausencia deliberada? ¿Sabría apreciar en su justa medida
(guiño tierno y, a su manera, cariñoso) el detallito, tan impropio, por lo
demás, de una sesentona que, aunque recatadamente coqueta era una sesentona,
como de forma agria le recuerda su hija? ¿No es consciente del bamboleo
inquietante y monótono de su cabeza?
Pero
“también la belleza tiene que morir”…
(Schiller)
–Kellner! Digo yo que, como la cosa
va para largo… ¿no podría ir preparándome la comida?
–Intuyo que, por el lacito, me va a
pedir una sopa de albondiguillas de tuétano y un guiso de pescado gratinado…
¿me equivoco?
–Y no olvide, querido mesonero, los
champiñones: Póngame dos: quiero que me sobre uno. Lo de las frambuesas
perfumadas, acompañadas de bizcochos de Offenbach, lo dejaremos para mis
Custodios que han ido a refrescarse las alas al Ilm. Y vino, naturalmente.
–Sofort, Herr.
–¡¡De Burdeos para el primero y oro
del Rin* para el pescado!! ¡¡Ahórrese
el agua de Eger!!
Los
clientes de los Osos Negros se
vuelven como girasoles hacia el origen del estruendo.
2
Thomas
Mann escribió “Carlota en Weimar”
entre el 36 y el 39, en una época especialmente difícil.
Su interés por Goethe
venía de antiguo (1905), pero nunca se atrevió a enfrentarse con el Olímpico.
Pensó convertirlo en el personaje de “Muerte
en Venecia” que podría haberse llamado, de no estar pillado el título, “El año pasado en Marienbad”. Desistió,
sin embargo. Desde el 33 vagaba por Centroeuropa, pivotando sobre Suiza. Se
hizo ciudadano checo, así que cuando se le despojó de la ciudadanía alemana, él
pudo sonreír por lo bajini. Más le dolió que le tacharan de la lista de
Doctores Honorarios de la Universidad de Bonn. Acabado el tercer tomo de “José en Egipto” (1936) y antes de enfrentar el cuarto, se
centró en lo que debía ser un “hermoso
librito” sobre Goethe y su
reencuentro con Carlota. La cosa avanzaba con dificultad y con interrupciones.
Sólo se enderezó cuando se exilió definitivamente en USA (1938) y pudo contar
con su majestuosa mesa de despacho de su casa de Munich. La navidad del 38
regaló a su familia la lectura de fragmentos del enrevesado y fascinante capítulo
siete de la novela. La familia no se quejó.
Pacto
de Munich. Nuevas oleadas de exilados. Suicidio de Toller. La epidemia de
matrimonios que sacudió a sus hijos. Síndrome del nido vacío.
A finales de junio del 39, cautivas y desarmadas las fuerzas
republicanas españolas, Mann, su mujer y su hija menor se instalaron para lo
que suponían un largo veraneo en Noordwijk, en la costa holandesa: “Ahora paso todas las mañanas escribiendo Carlota
en Weimar en mi casucha de la playa”.
Estaba
ocupado con el capítulo octavo, el de la comida, y sólo le faltaba el
fantasmagórico epílogo final. En Estocolmo todo estaba preparado para la
edición de la obra.
Zurich.
Londres. Suecia. Invasión de Polonia: Comienza la guerra. Regreso precipitado y
arriesgado. La obra fue concluida en Princeton, en otoño. En diciembre aparecía
el libro en Estocolmo y él pudo reanudar la historia de José.
El
Goethe de Mann, dibujado en claroscuro, es consciente de la vileza, servilismo
y picardía del pueblo alemán. Es
consciente de lo que ya estaba en el orden del día. Su repudio del romanticismo
lo fue, sobretodo, por la exacerbación emocional y la justificación del
sentimiento que supuso. Goethe debería
haber sido el Maestro de Alemania.
Lo
que relato en la presente entrada supone, aunque no lo diga, este recelo anti-alemán del de Weimar.
3
La
ilusionada Lota, deseosa de cumplir con su cometido, es continuamente
interrumpida por visitas no esperadas, aunque, de ninguna manera carentes de
interés: El parlanchín Mager (“Ganimedes
con patillas”) que se limita a elogiar al Consejero y a engrandecer la
presencia del amor de juventud; la periodista y dibujante inglesa miss Cuzzle,
una paparazzi al uso de la época; Riemer, el sagaz secretario de Goethe, que ha
abandonado su carrera profesional por servirlo; Adele “destroyer” Schopenhauer que, a decir verdad, no se encontraba en
Weimar ni se encontró nunca con la inspiradora de Werther, aunque conocía, gracias a las relaciones maternas,
perfectamente a Goethe a quien llamaba “Vater”
y se quedaba tan tranquila.
... y, finalmente, Augusto jr, humillado por el padre hasta el dobladillo de los pantalones, que le transmite la invitación paterna
Su
malhumorado y voluntarioso (cosa que se notaba en la aplicación con que se
volcaba sobre el papel, sacando la lengua y frunciendo el ceño) hermano, en
Dresde, iba dando fin a la obra de su vida: La
vida como voluntad y representación.
... y, finalmente, Augusto jr, humillado por el padre hasta el dobladillo de los pantalones, que le transmite la invitación paterna
Goethe
es visto a través de numerosas perspectivas con un denominador común: la sombra
de un Gran Hombre es más letal que la de la higuera. Su grandeza es mortífera:
Admiración y decepción; alegría y temor; orgullo y desilusión; seguridad y vacilación…
Una estructura que, si se me permite, comparo con la del Banquete platónico en que se haya sustituido el Eros por Goethe.
A
más, decir que han dado las uvas y la agotada señora Carlota llegará tarde y
con una excusa asombrosa e increíble.
4
Y,
anti-finalmente… el asombroso capítulo siete donde vemos y oímos al mismísimo
Olímpico desbarrar, sumido en un ejercicio impagable de introspección. Goethe
es consciente de que su grandeza, como el águila nietzscheana, exige
corderitos: más allá de toda moral, la grandeza destruye, es el “drama de la culpabilidad, cuyo juez sólo
puede ser el mismo culpable”.
Mann
no ha pasado a la historia de la literatura como un vanguardista formal. Sin
embargo los medios técnicos utilizados en este capítulo, sin caer en
caprichosos destrozos sintácticos, merece compartir cartel con los más avanzados fragmentos vanguardistas. Si
lo leen saldrán de dudas y entenderán lo que yo no logro decir con claridad.
Aquí
nos enteramos de su pasión por el vino (sin despreciar el Madeira) que dejó en
herencia a su hijo, con el consejo, bien es cierto, de que no se fiara de esa
bebida tan, aparentemente, inocua. Pero, oigan, ¡cómo, un hijo destrozado puede
comprender un consejo semejante! Nos
enteramos de su pasión, compartida con Napoleón, por el agua de colonia… la auténtica, la que inventó Farina a orillas del Rhin un siglo antes… no la imitación “4711”. Y es que entonces (como ahora)
hasta los ricos apestaban.
Nos
enteramos de su gusto por el café, despenalizado por Federico de Prusia no
hacía tanto y aún visto por recelo por ciertas comunidades protestantes del
norte y de centroeuropa. Los católicos lo arreglaron antes: Bastó con que
Clemente VIII, cautivado por su sabor, lo bautizara. Y naturalmente de su apego
senil a los bizcochos de Offenbach.
En
fin, un capítulo digno de figurar entre los mejores fragmentos de la literatura
universal… y de la psicología pre-científica.
5
Veo
que llega el camarero con una fuente de huesos como de perro grande en una mano
y una jarra humeante en la otra.
–Aquí tiene, señor, sus tuétanos y
el caldito.
–Por lo menos podría Vd. traerme
una piedra o un ganchito como para caracoles.
–Y dé gracias… ¡podrían haberle
servido el esqueleto entero!
–Gracias.
Mis
intentos de sacar el tuétano son inútiles, ridículos y peligrosos. Intento
soplando con todas mis fuerzas por los extremos de las tibias, como en una
ópera de Mozart. Inútil. Absorbiendo hasta que las mejillas se juntan y los
ojos se salen de sus órbitas. Ridículo. Meto el dedo meñique y se me queda
atascado. Peligroso. Todo un repertorio digno de Macel Marceau*. A punto estoy
de pasar la gorra.
–¡¡¡El
vino!!!
6
Por
fin llegó el 25 de septiembre, día de la recepción en Frauenplan. (Precisamente
el día en que Mann y familia llegaron a USA en su viaje definitivo. 1938).
A
las dos y media un coche de alquiler se detuvo a la puerta de los Ridel.
Carlota y su hermana ocuparon los asientos del fondo y el Consejero Ridel y su
sobrina los duros asientos delanteros. Todos de etiqueta. Amenazaba lluvia. La
media docena de curiosos se abrieron como las aguas bíblicas para dejar paso al
tiro. Como saben Vds. hoy es el día internacional sin automóviles, así que se
conformaron con un par de caballos de dudoso pelaje.
En
palacio, Goethe se despojaba de su bata blanca, tipo Tino Casal* (¡Ay, los
automóviles, los automóviles!), y se embutía en un ligero y sedoso frac oscuro.
Cubrió las arrugas de su cuello con un pañuelo blanco que sujetó con el broche
que Napoleón le había concedido hacía ya ocho años.
Cuando
estuvieron frente a la casa del jupiterino, Carlota se estremeció hasta el
borde de la enagua y su bamboleo de cabeza se hizo más notorio, resignada,
definitivamente, ante la fatalidad del destino. Esperaban, tal como había
descrito Mann, una pequeña multitud de invitados, 16 para ser exactos, pero se
encontraron solos. Ni siquiera Riemer se sentó a la mesa.
“Volveremos a vernos!-exclamé-
volveremos a encontrarnos; sea como sea nos reconoceremos…”.
En la confusión Goethe no supo quién era quién. Le costó reconocer en aquellas
ajadas mejillas y en aquellos labios resecos los antiguos rojos labios y aquellas otrora mejillas tan frescas y
animadas. A ella le pasó otro tanto: Ante ella, como escribió a su hijo,
vio a “un anciano que, si no hubiera
sabido que era Goethe, y aun habiéndolo sabido, no me habría dejado una
impresión muy agradable”. Goethe le correspondió en su Diario: “Almuerzo con el matrimonio Ridel y madame Kestner de
Hannover”.
Pasado
el inicial estupor tomaron una copita en el salón de Juno.
–Ay, por dios!
Goethe
se la pimpló. Y repitió sin miramientos. Era champán de su querida Francia. Pasaron al Salón Amarillo, presidido
por una copia “Amor Sacro” (¿quién lo
diría?) de Tiziano.
Un majestuoso Júpiter le disputaba la presidencia y un
busto del melancólico Antinous rememoraba:
“… ¡Oh, querida!, muchas veces se
había insinuado una idea furiosa en este corazón destrozado… ¡matar a tu
marido…! A ti… a mí… Sea, pues, como te he dicho… Y cuando subas a la montaña,
un bello atardecer de verano, acuérdate de mí y piensa en las veces que pasaba
por este valle. Mira, después, hacia el cementerio y que tu mirada vea cómo el
viento mueve la hierba sobre mi tumba, a la roja luz del anochecer…”
Y
mientras el frío mármol rememoraba, su Excelencia sumergió la cuchara en la
espesa y humeante sopa de albóndigas de tuétano, se la llevó a la boca y se dio
por iniciado el convite. Carlota, a su derecha, aspiró con repugnancia los
efluvios de Farina que, mezclados con
la médula de cordero y con otros olores íntimos del Olímpico, estuvieron a
punto de echar a perder la reunión que, poco a poco, se iba transformando en
velada; Holderling nunca tuvo posibles para rociarse de Eau de Cologne... ¡y se notaba a una legua! Aunque, a decir verdad, ahora, ya no importaba demasiado.
Goethe,
puesto que los invitados no bebían, dio buena cuenta del Piesport, Reisling de
1811 y del Lafite de la majestuosa cosecha del 98.
Carlota
se limitó a mojar los labios en nombre de
la amistad. Antinous rememoró a cuenta del dueño y siempre melancólico, el
pajarito que picoteaba los sabrosos labios de Lota. Goethe ya no estaba para romanticismos.
–¿Saben Vds. que las vendimias aún
no han empezado ni siquiera en el sur de Francia?
–No, no lo sabía- contestó
el cuñado de Carlota- lo cierto es que
está haciendo un tiempo de perros.
La
conversación se animó a costa de la meteorología. Y todos estuvieron de acuerdo
en que ese año ¡1816! no tuvo, en realidad, verano… Y además, lo de la “Medusa”.
Con
los postres se pimpló un Tinto Rosso
y un Madeira. Si Hegel no dejaba
pasar ningún 14 de julio sin beber un vasito de vino, Goethe no dejaba pasar ni
un día sin pimplarse dos frascas.
Pasaron
a la sala Urbino y allí martirizó a los invitados con sus colecciones, tal como
Gorky con Ajmátova. Y entre ellas, una carpeta descuajeringada donde descansaban
en paz las siluetas de Carlota y familia, antiguo regalo afectuoso en memoria
de un amor imposible y trágico (¡!).
Fue
una verdadera y humilde representación
de la voluntad de impresionar.
7
Se
acerca el camarero con un plato de algo que reconozco como siluro y con dos
botellas de vino bajo el brazo. Ante tal ignominia, agarro un trozo de húmero,
relleno de tuétano y golpeo, fuera de mí, la mesa. Es entonces cuando la
grasosa fibra medular asoma la cabeza como una babosa tras la lluvia.
–Veo que ha aprendido el truco,
estimado turista.
8
Carlota
permaneció algunos días más en Weimar. Recibió una invitación de Goethe para
asistir (sola) al teatro (su teatro). Nada más se sabe. Mann, sin embargo,
añade un epílogo irreal y, como he dicho, fantasmagórico. Goethe la espera en
el vehículo (sin motor) que la conducirá a casa y las cosas se pondrán en
claro: el lacito rosa, los diferentes destinos, la naturaleza desconsiderada
del jupiterino, el miedo del viejo… que aún tendrá que pasar por un infierno
terrenal antes de pisar aquel al que todos estamos destinados.
Y
cada cual siguió su camino: Una, a continuar su anónima vida de ama de casa y
el Magnífico, como he dicho, a la espera de la puntilla.
Y ya entrados en harina, recordar que tal día como hoy, del año 1835, tres años después de la muerte de Goethe y mientras Wagner vive su romance con Minna en la ciudad kantiana, Poe (nacido el año de la muerte de Goethe) se dirige, como un "peregrinito" a Baltimore a pedir licencia matrimonial que le permita unirse a su prima Virginia. La luna de miel la pasarán en Peterburg... mientras, en San Peterburgo, nacía la dulcísima (y dovstoieskana) Sonia Semiónovna Marmeládov.
Y ya entrados en harina, recordar que tal día como hoy, del año 1835, tres años después de la muerte de Goethe y mientras Wagner vive su romance con Minna en la ciudad kantiana, Poe (nacido el año de la muerte de Goethe) se dirige, como un "peregrinito" a Baltimore a pedir licencia matrimonial que le permita unirse a su prima Virginia. La luna de miel la pasarán en Peterburg... mientras, en San Peterburgo, nacía la dulcísima (y dovstoieskana) Sonia Semiónovna Marmeládov.
9
El
sol acaba de lanzarme el rayo verde. La
comida sin tocar y las botellas vacías. Pido aguardiente de trigo. Me lo trae
junto con la dolorosa. Me arranco un
riñón. Los de la terraza vecina, esperan ansiosos el momento para lanzarse como
osos sobre comida tan distinguida
que, al carecer de chucrut la
convierte, además, en una rareza. Por la parte del Elephant aparecen mis Custodios. Una brisa perfumada de Farina. Revuelo de servilletas y un
perro que rastroja en el mercado, detiene su actividad y husmea el aire. Mueve
la cola de contento. Silleta de la reina y… ¡a casa!
Desde
arriba veo el destrozo.