(Asteriscos* remiten a razones
efemerísitcas)
Ivrea, lo que es Ivrea, no es un sitio envidiable, a
menos que sea Vd. un loco del esquí suicida, de las escaladas sin sentido, un
amante de las máquinas de escribir periclitadas o un nostálgico degenerado de
la “tomatina” de Bunyol, en cualquiera de sus variantes.
Poco que hacer en esta
ciudad regada por el Dora Baltea. De hecho no habríamos venido (vengo, como es
natural, con mis Custodios, que se
han largado volando a la cima del
monte Rosa…) a no ser por mi querido
Stendhal. No puede decirse que haga frío, pero, vamos, yo me he colocado debajo
de una chimenea petroquímica, sentadito en una gélida silla de aluminio que no
sé si pertenece al Intimissim de la
esquina o al churrero.
A lo lejos, pues la plaza permite esas magníficas
panorámicas, veo que alguien se aproxima con un trapo colgado en su brazo
izquierdo. Viene hacia mí, no hay duda. La plaza está vacía. Se para ante mí y,
como un gendarme malcarado, me pregunta qué quiero. Parece el comienzo de una
parábola. Querer, querer… ¡tantas cosas querría!
–Me conformo con un cuartillo de
grappa, de la buena.
Y
lo veo alejarse como un peón desganado por el ajedrezado piso de la explanada.
Su vuelta causa tristeza.
Stendhal,
que, en Génova, se ha librado de una salvaje y definitiva caída de caballo, que
lo hubiera convertido en miembro de tan selecto grupo, acompaña al ejército
napoleónico. Por fín (¡gracias a las matemáticas!... y a los Daru) ha podido
abandonar su odiada Grenoble y enrolarse, más o menos, en el ejército. Tiene el
aspecto, dice, de una niña de catorce años y con un cabezón importante y unos
kilos de más, añado yo.
Su infancia, tras la muerte de su madre, ha sido una
desgracia, sólo mitigada por el abuelo paterno y el españolismo de la tía abuela. Y, cuando pudo elegir, por las
espinacas. Y aquí lo tenemos, defraudado por el mismísimo san Bernardo y haciéndose el valiente ante los cañonazos que desde
el fuerte de Barda barren el sinuoso camino por donde avanzan soldados,
caballos, mosquitos, carromatos, prostitutas, perros… El fondo del barranco
está cubierto por los caballos que han tenido mala suerte. Napoleón, a lomos de
un asno duro y guiado por un guía fiel y experto, cruzó, helado hasta los
huesos, como lo haría Aníbal, el terrible puerto de san Bernardo. David lo imaginó sobre un hermoso corcel (Stendhal me aborrecería por no
utilizar “caballo”). Y así lo
reprodujo hasta la saciedad para lustre de las múltiples residencias imperiales. Se olvidó de homenajear a los hermosos perros que libraron a muchos de la "muerte blanca".
Aquí quiero hacer un inciso de interés, mientras, con un palillo, extraigo las
últimas gotas de grappa.
Ningún
caballo de los que llevaba Napoleón se llamaba Marengo (¡que no!). Marengo,
bautizado así por la batalla que estamos a punto de mencionar (¡y que aún no ha tenido lugar!) había sido
“importado” de Egipto ese mismo año, tenía 7 años, por lo que no creo que el
Primer Cónsul, le hiciera pasar por ese trago. O, si me apuran, cosa que no sé,
aún no había llegado a tierras galas. Marengo,
el más famoso de los 130 caballos que componían la cuadra de Napoleón, fue
herido ocho veces. Era de baja estatura, como su jinete, pero veloz y
resistente. Participó en Austerlitz, en Jena, en Wagram y, al galope, recorrió
¡en cinco horas! los 130 kilómetros (tantos como caballos tenía el Cónsul) que
separan Valladolid de Burgos. Sobrevivió al desastre ruso y fue capturado por
los ingleses en Waterloo cuando ya tenía 22 años.
Aún le quedaban 16 años de
vida apacible, como semental. Su esqueleto, si quieren admirarlo, se encuentra
en el museo del ejército de Sadhurst, aunque dense prisa porque los irlandeses
lo reclaman. Verán que le faltan dos pezuñas: una, convertida en
cajita-relicario, está en el museo, la otra, convertida en cajita-relicario,
dando tumbos por olvidados cajones de cocina.
Stendhal,
sujeto a la cola de su caballo, hace lo que puede. Está, tempranamente, imbuido
por el espíritu romántico y a un paso… ¡pero qué paso!... de Italia. Era el sábado
17 de mayo del año 1800.
El
valle se va ensanchando: “Todavía estoy
viendo el primer aspecto de Ivrea, vislumbrada a tres cuartos de legua, un poco
a la derecha, y a la izquierda unas montañas distantes, quizás el Monte Rosa y
los montes de Bielle…”
Imaginen
Vds. a la soldadesca, pues para Stendhal nunca fueron otra cosa, matándose por
una habitación, una loncha de tocino o por unas contraventanas que alimentaran
las fogatas que surgían por toda la ciudad. Stendhal, liberal, republicano,
anticlerical furibundo, amante de la felicidad del pueblo, se hubiera dejado
matar antes que compartir una semana con lo que he llamado, para simplificar, pueblo.
Más
listo que otros, encontró (y defendió) posada
para él y el capitán a quien servía.
Amaneció
el domingo 18 de mayo del año 1800.
En el teatro de Ivrea daban la aclamada ópera bufa “El matrimonio secreto” de Cimarosa, una divertida
sucesión de arias y recitativos según norma, y con un arrojo impropio de sus
diecisiete años, pero con una inconsciencia adecuada y ¡vestido de civil!, lo
que añadía peligro al asunto, fue al encuentro de lo que sería uno de los objetos más amados en toda su vida. Era
domingo y noche de boca de lobo. No le importó que a Carolina le faltara el colmillo derecho ni que fuera un poco bizca,
cuando entonó el “Io ti lascio perché
uniti…” y, sobre todo, con “dejadme respirar” del II acto, Henry, pues
aún no era Stendhal, lloró… y es que el contexto pesa mucho.
El
amor por Carolina duró meses. Añadió
Cimarosa a Mozart y a las espinacas. Stendhal nunca quiso apreciar la ópera seria ni la tragedia, ni el pathos… sobre todo si esos elevados
sentimientos estaban encerrados en marmóreos versos. Su ideal era el Código
Civil como forma y un comedido epicureísmo como fondo. Siempre pensó que la Carolina le había dirigido algunas
miradas interesantes… de nada sirvió que le recordaran que era bisoja.
Y
aquí es necesario otro inciso.
¿En qué teatro vio
Henry la obra de Cimarosa? El Teatro
Giacosa, el oficial, el orgullo del municipio, y que nada tiene que envidiar
a la Escala, dicen, se construyó después, más o menos cuando nuestro autor
ejercía, desdichado, de cónsul en Trieste, alegoría del limbo. La conversión de
la iglesia de Gesú en teatro no se
realizó hasta abril de 1802, cuando estaba con las tropas en Brescia y Bérgamo.
O sea que nos quedamos sin saber dónde tuvo lugar esa importante representación
del Matrimonio segreto. Sebad habla
del Emporeum…pero, oigan.... ¡ni
rastro!
Con
un grito… que ni Tarzán… llamo al camarero. Los tres costados de la plaza, pues
está abierta a Via Palestro, crean un eco que hace fluctuar la llama de la
lanza petroquímica. La plaza sigue vacía. Vuelvo a ver, lejísimos, la triste
figura del trabajador de hostelería. Con el brazo derecho y la mano, de la que
sobresale un flácido índice, hago el gesto universal de ¡¡otraaaa!! Me lo agradece con una mueca que, a esta distancia,
parece una sonrisa. Acompaña la grappa
con un triángulo de pizza cuatro
estaciones.
El
mes anterior acababa de estrenarse en Viena la Primera de Beethoven. Haydn, tras La Creación,
así en general, se ocupa de los pormenores en Las Estaciones. Balzac
tiene un año de vida. Fabrizio del Dongo, dos. Al año
siguiente Napoleón firmará el
concordato con el Vaticano y el ultramonárquico y meapilas Chateaubriand se acercará a Napoleón: “Mientras yo tuve poder, fue uno de mis más viles aduladores. Es un
fanfarrón sin carácter, que posee el furor de componer libros...”, anotó el
inminente emperador.
Goya
estaba sumido, ahogado, diría yo, pues la ausencia de aire es notable: “dejadme respirar”… en La Familia de
Carlos IV. La primera maja había
sido expedida y ya pensaba en la segunda. Los Desastres de la guerra se están fraguando de camino a Milán.
A
la mañana siguiente, al despuntar el alba, el Monte Rosa lanzó un guiño juguetón (¡!).
Henry y su capitán,
confundidos entre la multitud que se encamina a arreglar cuentas a los
austriacos, discuten sobre lo vivido la noche anterior. Antes de hacer su
entrada en Milán tuvieron que pelear en el Ticino, que separa el Piamonte de
Lombardía. Stendhal participó, a su manera, en la batalla: no se enteró de
nada. Siempre anduvo por los márgenes… viendo el humo de la cañonería. Sólo en
la posterior campaña de Austria pudo conocer, ora avanzando, ora retrocediendo,
los inconvenientes, por llamarlos así, de la guerra.
¡¡Milano!! …¡¡Voglio una donna!!
Se sentía como un Valmont y quería más pruebas de fuego. Adiós Delfinado, adiós
París… ¡Bienvenida Italia! Diecisiete años y medio… y sin mojar… pero rebosando
españolismo. Y digo yo, que por tal
concepto entendería una mezcla de orgullo, obstinación, valentía, adustez,
honor, fidelidad… ¡Si nuestro héroe levantara la cabeza!
Entraron,
saltándose Marengo, en Milán por la Puerta Nueva, hoy dedicada a Manzoni. Y
en Corsia del Giardino, pasada Bigli,
se encontró con el mayor de los Daru jrs. Dijo adiós a su capitán y se dejó
conducir por Martial. La magnífica casa
daba a la Corsia. No estaba lejos, al
contrario, de La Scala, que nada tiene que envidiar al Teatro de la Giacosa de
Ivrea, dicen.
Cenaron, como es natural, chuletas empanadas… y añade Henry: “Durante varios años este plato me recordaba
a Milán”… nos ha jodio… ¡a ti y a
todo el universo-mundo! Aunque, en puridad, nada se sepa sobre su origen.
El Wiener Schnitzel, además de raza canina,
es la adaptación, así quiero pensar, de la milanesa, llevada, a marcha rápìda,
a Viena por el fiel Radeztky como botín de guerra tras la batalla de Novara, en
la que también cayó Brescia… donde, dentro de un momento, encontraremos a
nuestro héroe, que, por ahora, pasea su grandeza soñada, y una erección de
caballo, por el Corso y por las arcadas de la Scala, soñando con la Nueva Eloisa.
Napoleón
había puesto fin a los taciturnos “tredici
mesi”… ¡Milan era una fiesta!
Acabada
la grappa, tiro una silla al suelo.
El camarero se asoma en la lontananza. Levanto el brazo derecho y froto
suavemente el pulgar con el dedo corazón. El hostelero me contesta alzando las
manos, por dos veces y con los diez dedos extendidos. Dejo el riñón derecho y
llamo a mis Arcángeles. Aterrizan en la explanada. Sus plumas me parecen
rosadas. Un perfume de cadera de ángel se desperdicia por este desierto urbano.
–¡A Milán!
Y
aquí estamos, en lo que ha quedado de la Corsia
del Giardino, un local estúpido y carente de toda gracia. Cuando les he
pedido una costilla a la milanesa, me han contestado: “Aquí no gastamos d’eso” (sic). Pues,
póngame una bola de caprese de búfala y
un cuartillo de grapa, es por no mezclar…, les he respondido. Mis Custodios se han largado a hacer
acrobacias entre las agujas del Duomo.
En
septiembre “es asignado al Sexto
Regimiento de Dragones, con el cargo de subteniente.” (W.G.S.)… y empezó
todo. Le “Chinois” se ve guapo. El
uniforme lo ha transformado. Irresistible… si no fuera por lo que es: feo,
chaparro y con cuello de toro. Los uniformes, sin embargo, todo lo pueden.
Pierde su virginidad a cambio de una sífilis, que ya en diciembre empieza a
señalarle moratones: Una noche con
Afrodita y toda una vida con Mercurio, que se dice. Y así, cargado y cebado, se dispone a conquistar corazones femeninos.
El
primero, el de Angela Pietragrua (Gina), “la
meretriz de su compañero Joinville”. Lo de meretriz lo descubrió,
desalentado, más tarde. Ahora, lo califica de celestial, apasionado, capaz de
transportarlo al país de las quimeras, loco, delicioso, arrebatador, pasional…
va acumulando vocabulario para su “Del
Amor”… y nombres para sus novelas posteriores. Gina borra, de momento, el
recuerdo de la pueblerina Victorine, su amor de adolescencia…
La vida le parece un sueño (*). Sólo roto por
su lúgubre visita al campo de batalla de Marengo. Hacía un año. Aquello era
como la resurrección, interrumpida, de los muertos. Un halo funesto cubría los
campos entre Alessandria y Tortona. Allí presintió el final del Imperio y su glorioso
destino que, por ahora, era bien miserable. También yo podría decir algo en
contra de Tortona, ciudad que me vio casi morir de congelación en mi ridícula,
como Vds. saben, campaña de Trento.
…Sin
embargo…ese amor (por Gina) “no llegó a lo que llaman la felicidad hasta
1811… Bueno, once años no de fidelidad, sino de una especie de constancia.”
Y es que entonces que una mujer apoyara su brazo en tu hombro, que rozara con
su mano la tuya, que te mirara un segundo más que al comensal de al lado… abría
todo un mundo e, incluso, lo colmaba. Tener unos dientes bonitos, cuando lo
normal sería la encía desnuda; unos pies delicados; una piel aterciopelada;
exhalar un sugestivo perfume… eran cualidades exclusivas de la nobleza y sus
satélites, por llamarlos de alguna manera.
En
noviembre (todo esto tiene la exactitud inexacta que el mismo Stendhal propone)
es destinado a Brescia y Bérgamo. Acude con frecuencia a Milán. Empieza el
nuevo año con una representación del “Matrimonio
Secreto” que, a esas alturas, digo yo, sería de conocimiento público. (¿Fue
entonces su encuentro con su paisano Laclos?) Carolina es muy hermosa, pero no lo bastante para borrar de su
mente la imagen de la bizca y desdentada de Ivrea. Para colmo de melancolía,
Cimarosa muere ese mismo mes y Gina no parece acordarse de él. En realidad no
se acordaba. Meses de insania y excitación. La enfermedad se muestra más
descarada. Vuelve a París. Se publica El genio del cristianismo de su malquerido Chateaubriand. Beethoven
se interna en el romanticismo con el Claro
de luna.
Pasemos
por alto el renacer de su pasión por Victorina, la aventura marsellesa con
Mélanie, la conversión del Cónsul en Emperador y el agostamiento de los árboles
de la libertad; sus lecturas de Rousseau, Shakespeare, los “sensacionalistas” ingleses y franceses;
su visita a Grenoble, su vuelta a París y su años de servicio en Brunswick
(Alemania), donde, además de enamorarse de Minna, de llegar a aborrecer la
caza, atragantarse con las salchichas, vomitar con el “champagne rose”… es “testigo” de la batalla de Jena y de la entrada
de Napoleón en Berlín. Pasaremos también por alto su regreso a París (noviembre
1808) y la campaña de Viena, donde “presenciará”
la batalla de Wagram y aún
tendrá tiempo de asistir al funeral de Haydn y escuchar el “ruidoso y aburrido”
(¡!) Réquiem de Mozart, (aunque no en
ese orden).
Ese mismo año aparece Las afinidades electivas.
Un
tercer inciso se hace necesario. Gall, médico, como Vds. saben, inventó la
frenología. En Viena, por consideraciones teológicas que tenía que ver con el
libre albedrío y tal, le pusieron las cosas difíciles. Así que se largó a
París. Tampoco en París las cosas le fueron rodadas… y es que se atrevió a
decir que, en base a la morfología del cráneo del Emperador, no se podía
esperar grandes cosas de él… ¡A estas alturas!
Gall
tuvo la oportunidad de tratar a nuestro Henry el verano del 13, cuando el
intendente, en Alemania, sufría de agotamiento y de una influenza de cierta
entidad.
A
lo que iba. Haydn, vuelto de Inglaterra, residía en Viena cuando Napoleón, que
había colocado un guardia de honor en la puerta del músico, empezó a bombardear
la ciudad (12 mayo, 1809). A pesar de su extrema confianza, Haydn dejó este
mundo el último día de mayo. Los funerales regios
se realizaron el 15 de junio…Sonó el Réquiem
de Mozart y allí estaba, como he dicho, nuestro héroe.
Esterházy, a cuyo
servicio había estado, el difunto, media vida, consiguió el permiso para exhumar
los restos; pero se olvidó de hacerlo… ¡y así pasaron 11 años! Cuando se abrió
la tumba encontraron el cuerpo y el pelucón, apoyado directamente sobre los
omoplatos. Había perdido la cabeza. Y es que Carl y Peter, discípulos avanzados
y avezados del frenólogo, la habían robado para estudiar “en vivo”, la zona 17,
de las 27 zonas funcionales del cerebro: en efecto, en Haydn había alcanzado la
plenitud. Peter, coleccionista, cuando se cansó de tantos restos, se la regaló
a Carl. Estenházy, mientras tanto había soltado los perros que dieron con la
pista. Carl la escondió con malísimas artes.
El príncipe anunció una pública
recompensa que surtió efecto inmediato. Carl entregó un cráneo diferente y el
príncipe no pagó, de tal manera que las astucias quedaron compensadas. El
cráneo equivocado fue reintegrado a su lugar natural. A la muerte de Carl, el
cráneo fue entregado al hospital y… sólo en la Hungría comunista se cerró el
círculo. Depositaron el cráneo verdadero en el sepulcro sin desprenderse de la
primera. De tal manera que en la Bergkirche de Eisenstadt, existe una tumba con
dos calaveras dentro.
Lo
retomamos en 1811 en París, imprudentemente enamorado de la mujer de su “protector”
y nombrado, quizás por eso, Auditor de
Estado e Inspector general del mobiliario de la Corona. Y es en este
momento cuando se le ocurre un viajecito a Italia, previo a la campaña de Rusia
de 1912.
Balzac
está interno en Vendôme, lamentándose del poco amor materno y Goya va gestando
los “desastres de la guerra”.
Septiembre.
Milan. La Scala… ¡Gina!
Antes
del asalto final se preparó a conciencia. Se instaló principescamente, alquiló
un carruaje, compró un magnífico (y resistente) bastón, se acicaló de arriba
abajo y compro unos pintorescos, pero serios, tirantes. Paseó su dicha y su
ansiedad por las galerías de arte (dando forma a su famoso síndrome) por las
arterias principales, por los palcos de la Scala… Por fin se decidió a hacer
una visita a su amante. No me extenderé en detalles (F.C. Green,
Martineau…). “Gina capituló en las
primeras horas de la mañana del 22 de septiembre, una horas antes de la partida
de Stendhal para Bolonia”, condición impuesta.
Sebald:
“Sea como fuere, consigue obtener de él
la promesa de que, una vez concedidos sus favores, se alejará de Milán. Beyle
acepta esta condición sin protestar y el mismo día abandona Milán, la ciudad
añorada durante tanto tiempo, no sin antes haber apuntado en los tirantes de su
pantalón (los mismos, por cierto, con los que se había declarado a madame
Daru) la fecha y el momento de su
conquista, el 21 de septiembre, a las once y media de la mañana.”
Alguien
se equivoca, pero… ¿qué importa? La revolución había dedicado ese día complementaire (21 ó 22 de septiembre,
según si el año fuera, o no, bisiesto) a la opinión.
Once
años esperó Stendhal para escribir la primera frase de su obra propiamente literaria…
y dejar de ser un inteligente y sensible plagiador.
–¿Podría poner punto y final con
una melisa?
–Bien veo, caballero, que está
impuesto en el calendario revolucionario.
–Échele un chorrico de grappa. Y
cóbrese–digo sacándome el ojo derecho.
A
este paso llegaré a Barcelona sin órganos.
Al
perfume de la melisa, laxante, como siempre, acuden mis Ángles. La cristalería
parece interpretar un aria de Cimarosa. Silencio absoluto… ¡pasa un ángel!...No,
perdón, cuatro.
–¡Hostia...! ¡El perro!