Adriano
IV, Nicolás Breakspeare de soltera, papa número 169 de la Iglesia Católica, fue
destinado por el azar a dar renombre imperecedero a la villa de Agnani cuya
grandeza se vería incrementada por la histórica bofetada pre-cismática, con
guantelete de hierro, que un Colonna, espoleado por Felipe el Hermoso (el francés), le arreó al
avaricioso Bonifacio VIII que, de bondad, sólo tenía lo que se reflejaba en su
nombre impropio. Fue el simbólico
final de la edad media. Como la espuria patada en el trasero de Mozart lo fue
del Antiguo Régimen… Y de paso para mostrarnos que no somos nadie y que otros
aún son menos.
Añadir la mítica bofetada que le arreó Breton a Erheburg poco antes del Congreso de Escritores; la más discreta de Toscanini a R. Strauss por su veleidades y la cinematográfica... que encajó a la perfección nuestra Rita H.
Añadir la mítica bofetada que le arreó Breton a Erheburg poco antes del Congreso de Escritores; la más discreta de Toscanini a R. Strauss por su veleidades y la cinematográfica... que encajó a la perfección nuestra Rita H.
El 1 de septiembre
del año 1159 amaneció, que no es poco. Nicolás, dadas ya las nueve, pidió que
le trajeran el salto de cama. Las
moscas estaban pesadas, septembrinas.
Desayunó
huevos, jamón, panceta y ajos y cebollas… acompañado de un vaso de vino del
terruño. Finiquitó con una infusión de algarroba, a la espera del
descubrimiento de América y los adelantos en la destilación. Evacuó en el
pestilente agujero en la vertical exacta del pozo ciego. Las moscas se
arremolinaban. Como de costumbre, no se lavó. Pidió, ¡siempre pidiendo! que le
vistieran y se ató a la cintura una bolsita con flores secas de lavanda… La
comitiva, ni eso. Dispuestos para el paseo matutino parecían un grupo de
cuervos ahítos, gaviotas del odio, o
un desordenado fardo de ropa arte povera…
Y, así, envueltos en tremendas telas color cárdeno y tocados por sombreros
dispares, salieron, entrecerrando los ojos, mostrando la encía, a la luz zaratustriana de la hora del ángelus… y dejando a rebufo el acostumbrado rastro de
mierda humana. Los atribulados vecinos de Agnani cerraron las ventanas.
La
panceta y la cebolla empezaron a surtir efecto y el interior de los hábitos a
llenarse de gases putrefactos. Se cogieron de la mano, asiento del neblí, para no elevarse como globos aerostáticos. En
realidad en eso consistía la levitación, pero no estaban, aquella mañana tan
calurosa y predestinada, para milagros baratos.
Al
pasar por la placeta del pueblo, el ruido cantarín y alegre de la fuente les
atrajo como a las moscas un panal de miel. Adriano IV, papa, fue el primero en
amocharse. Con delicadeza para que ni una gota de agua salpicara su piel, abrió
la boca desdentada y la colocó en la vertical del chorrito, como antes había
colocado cuidadosamente el culo en la vertical del pozo ciego. El agua limpia,
fresquita llenó su oquedad. Cuando iba a dar el segundo trago, una mosca entró
ligera y curiosa en esa lóbrega cueva. Revoloteó y decidió investigar los
interiores de la tráquea, o faringe o laringe…. que nunca sé que es exactamente
qué. Quiso gritar que se ahogaba pero sólo pudo articular las vocales abiertas.
El séquito miraba pasmado cómo el santo padre se cogía la garganta con las
manos, cómo la lengua, espada de la boca,
se tornaba negra, cómo los ojos, piedras
de la cara, pugnaban por salirse de las órbitas y cómo finalmente la misma
cara se tornaba cárdena. El séquito lo consideró reflejo, pero Nicolás,
abandonando por un momento la garganta se aferró al pecho, casa del aliento, y cayó redondo al suelo produciendo un ruido
amortiguado por la excesiva acumulación de textil. La mosca logró escapar con
el último suspiro.
Así
fue como murió Adriano IV que había sucedido a Anastasio IV.