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domingo, 27 de octubre de 2013

Propuesta para hoy, día 27 de octubre. SEGUNDA SERIE. Livinstone, supongo. Canal de Soez (perdón, Suez). Leopoldo II asoma el morro.







De entre los muchos pecados que pesan sobre la cabeza de Bruselas, dos son imperdonables: El genocidio congoleño y la abandonada muerte de Sor Sonrisa. Sobre lo segundo he dicho lo que tenía que decir. Sobre lo primero, algo he dicho y más que diré; ahora una pequeña introducción.

1


–Bonjour, monsieur Courbet.
–Bonjour, Monsieur Bruyas. Bonjour, Monsieur Calas et bonjour beau chiot.
Esto es un saludo educado, gentil. Lo otro fue un abrupto y prepotente encuentro con un diálogo propio de guionistas macarras:
–Livingstone, supongo.
–Elemental, querido Stanley.
Courbet se encontraba en la cárcel acusado de derruir la columna de Vendôme, mientras esos dos siniestros payasos vagaban por Africa, bajo el seguro escudo de la bacinilla y los pantalones cortos, abriendo caminos a la religión y al comercio; el primero predicando enloquecido la palabra de dios y el segundo, sin escudarse en dios, iba directamente al grano. 

Hoy mismo, hace unas horas, cientos de subsaharianos, amparados bajo chándales y sudaderas de mercadillo, han embestido contra la valla de Melilla. Doscientos han conseguido entrar. Un muerto y varios heridos. Las correrías de aquella pareja, y las de otros inmisericordes, deberían de ser un salvoconducto.

2
–Hegel, supongo.
–¿Supones qué?
–Que eres Hegel, ¿no?
–¿Quién voy a ser, imbécil? Las efemerísticas te van a idiotizar, si es que no lo estás ya.
Así, con ese buen humor y amigable talante, salimos al alba del mediodía hacia la cantina del Día. Hegel tiene cancha libre. Entra y se acuesta, apoyando el espinazo contra la barra.
–Señor cantinero, supongo.
–No me vengas con tus majaderías. ¿Qué queréis? ¿Lo de siempre?
–Sí, supongo.
Un carajillo perrero para mí y un mini bocadillo de jamón para el perro.
–Dé Ud. gracias a que no estoy de humor, de lo contrario no habría venido y estaría tomándome este brebaje en Ujiji, en Tanzania.
–Allí estarías bien, mastuerzo, en el Tanganica… aunque mejor estarías en el Titicaca.

3
En 1869, Leopoldo II, tenía 34 años, hacía 4 que era rey de los belgas, 16 de su boda con María Enriqueta y 10 ó 12 desde que había repudiado a la infeliz. La mujer se instaló en Spa, famosa por sus aguas termales y, precisamente, por ser el refugio de María Enriqueta. Allí se agostó jugando a la ruleta y al bacarrá.  Un viernes de agosto moría Blas de Cubas; Monet y Renoir, anticomomuneros,  ponían las bases, en Les Granouillers, del impresionismo… y en los recién creados Estados Unidos de América se patentaba la parafina endulzada masticable.

Stanley, huyendo continuamente de su infeliz infancia, lleva años corresponsaleando e intentando convertirse de malo en peor. Su fama se ha hecho sólida y elástica, como el caucho o el chicle, sin ir más lejos. El New York Herald le propone ir a la búsqueda de Livinstone, teólogo y explo (t)rador, que tras haber descubierto (ante el asombro indulgente de los habitantes del lugar y de algunos de sus colegas que ya estaban de vuelta) los lagos Victoria y Alberto, las fuentes del Nilo y la cabecera del río Congo, así como el lago Nyassa y el río Zambezee con sus cataratas (que también ofreció a la reina Victoria), se había sumido en un misterioso silencio. Recorría, solitario viudo melancólico, las orillas del Tanganica, que confundía con el Tiberíades, declamando bíblicos versículos iracundos (bonitos y rubenianos endecasílabos). El bochorno continuado amenazaba con licuarle el cerebro y los mosquitos le producían fiebres vaticinadoras. Conminaba a los peces al arrepentimiento ante su próximo exterminio a manos (¿) de las carpas. ¡Arrepentíos!, les gritaba, y los pececitos asomaban sus cabeza, neciamente,  bisbiseantes. Se creía, estaba claro, continuador de la obra evangelizadora en los reinos acuáticos. En la India el agua de quinina estaba siendo mezclada con Ginebra. Tampoco pudo catar el opio chino. ¡Mala suerte la suya!...

Europa, refundada en Viena, tiene que encontrar-crear nuevos mercados y, sobre todo, materias primas, entre las cuales, la más preciada, la mano de obra (bueno esto se presta a un umor excesivo, dada la compulsión por amputar que se impuso…). 


La incipiente revolución industrial…etc, etc… La acumulación (“primitiva”) capitalista tiene que exportarse. Los viajes exploratorios-explotatorios se ponen de moda y los exploradores-explotadores-aventureros-descubridores-misioneros, se convierten en mitos-timos vivientes. Hasta el monstruo de Frankenstein es conducido por las erinias a las ditescas soledades del Ártico. Allí es encontrado por el capitán Walton que busca el paso del norte que facilite las rutas de navegación… y comienza, así, un magnífico flash back. Mucho podría decirse de la suerte del monstruo sin nombre y el destino del incipiente proletariado industrial. 

El trasiego de mercancías impulsó la construcción de canales marítimos. Se abría, así, en canal, la época más negra del universo mundo. 

Hay que decir, con Rendueles, que el esclavismo no es un residuo del mundo antiguo, sino un elemento central del desarrollo capitalista… Fue la economía industrial la que produjo una expansión sin precedentes del comercio de seres humanos.

4
Como decía, en 1869 le fue encomendada a Stanley la misión de encontrar a Livingstone. A ese objetivo final se le fueron sumando otros, accesorios… pero no menos efectistas; entre los últimos: cubrir la inauguración del Canal de Suez. Tras Suez, viajó por Constantinopla, Jerusalén, Crimea, India… donde los soldados británicos, cansados del amargor de la quinina, empezaban a rociarla con ginebra, hasta recalar en Zanzibar. Wagner componía El oro del Rhin y Tchaikovski Un sueño sobre el Volga. Está claro como el agua que los ríos tenían su momento de gloria.




Bueno, pues, como decía, vuelvo a decir, Stanley aceptó el encargo. Decir, que Stanley se encontraba, según él, en Madrid, en una pensión de la calle de la Cruz, y en Valencia, según la verdad, siguiendo las vicisitudes de la política española, incluyendo las vicisitudes de la malquerida y bienfollada Isabel II… Vean como ejemplo las acuarelas de Bécquer, que entre cuadro y cuadro iba lanzando Rimas y Leyendas

Salió para París tal día como hoy del año 1869. Y allí recibió instrucciones. Su maleta, a causa del salacot, parecía la boa del principito. Exactamente dos años después alcanzaría su objetivo.


El proyecto de unir un brazo del Nilo con el mar rojo era antiguo. Sólo ahora su conveniencia se hizo necesidad. Los saintsimonianos, apoyados en las virtudes fusionantes del comercio y de la industria, se convirtieron en adalides precursores de estas obras de ingeniería. Enfantin, sin ir más lejos, veía en el Canal de Suez el matrimonio entre Oriente y Occidente. Ismail Pashá, conocedor de las pocas simpatías que Enfantin profesaban por el matrimonio, y de no haber sido por Lesseps, lo hubiera martirizado por su ligereza.
Las obras habían empezado en el 59 y la inauguración tuvo lugar el 17 de noviembre de 1869. Y allí estaba Stanley, Eugenia de Montijo (sin Isabel II), saludando al futuro y despidiéndose de la grandeza de Francia… y todos aquellos que constituían la pútrida espumilla, también llamada crême de la crême. Aida no se representó. En su lugar se había representado unas semanas antes, en el Khedivial opera house, construido e inaugurado para los fastos acuáticos, Rigoletto. No era la primera vez que Rigoletto hacía tal papel. 


Las delegaciones oficiales viajaron a Port Said en buques de guerra y el resto de las luminosas personalidades embarcaron en Marsella en barcos de menos empaque. Otros fletaron navíos charters. De Valencia, según anunciaba El Imparcial desde septiembre, zarparía un crucero rumbo a Port Said. Las 1.700 pesetas exigidas fueron el obstáculo definitivo, aparte de la renuencia a lo extranjero que es propia del lugar. El Pelayo, más económico, no sólo consiguió llegar a Egipto sino que fue uno de los 120 barcos comerciales que honraban al Aigle, encabezado por Eugenia de Montijo, como mascarón de proa y el mismo Lesseps. 



 La Berenguela, fragata de hélice del glorioso ejército español, superviviente de la campaña de México, tuvo que dar la nota: Su calado era excesivo para las poco profundas aguas del canal y no tuvieron más remedio que desartillarla, que se dice, cargar el carbón a lomos de camellos y animales humanos que, a su paciente paso, a través del desierto, lo transportaron a Suez... y acomodar parte de la oficialidad en el Pelayo. El ingenio español no tiene límite… Ni su inquebrantable voluntad de hacer el ridículo. Y así fue cómo los bravos oficiales españoles atravesaron el canal: Haciendo de tripas corazón y como vulgares comerciantes de higos secos.
Antes de iniciar tan egregia travesía, y para mostrar el amor que profesaban a la granadina, por nacimiento, emperatriz y al folklore inolvidable de la tierra (a pesar


de los 45 días de travesía), le habían cantado unas inoportunas coplas:

Con las bombas que tiran
 los fanfarrones
 se hacen las gaditanas
tirabuzones





Gran problema es en las Cortes
Averiguar si el consorte
Cuando acude al excusado
Mea de pie o mea sentado…




Isabelona
Tan frescachona
y don Paquita
tan mariquita…

Eugenia a punto estuvo de cañonear el Pelayo y la Berenguela.

Suez abrió la veda: Corinto, Panamá, Kiel… hasta llegar al abyecto Canal del Mar Blanco. Decenas de miles de muertos arrojados como combustible en las calderas de la acumulación capitalista. Y siempre estuvo presente la crême de la crême

5
Sin el Canal, Phileas Fogg, no hubiera podido ganar su apuesta. Tal día como hoy del año 1872, Fogg y Picaporte, seguidos de cerca por el inspector Fix, van rumbo a Hong-Kong. Parece evidente que si la novela se publicó por entregas en noviembre y diciembre del 72, fuera ideada en 1871.


Y así nos plantamos en 1971. Sultanato de Zanzibar, centro ya de distribución de esclavos. El sultán Majid había afianzado el papel de la isla en el asunto.
Y allí estaba Stanley. 

Las últimas noticias de Livingstone lo situaban por allá o por las orillas del Tanganica. No encontrándolo en ninguna taberna del lugar ni en ninguna iglesia, se dirigió, a desgana, hacia el continente, a la recientemente bautizada Dar es Salam (“Refugio de Paz”) por el casi difunto sultán Majid.

Mientras Stanley y los suyos atravesaban selvas y tomaba buena nota de todo, Chicago ardía por los cuatro costados. Sobre sus ruinas, y con el acicate de la especulación del suelo, se levantaron edificios nunca vistos (Escuela de Chicago): ¡Edificios de más de diez plantas! Qué digo diez… ¡más de quince!... sobre pilares de hormigón; estructuras metálicas, ventanas corridas, e, incluso, eliminación de los muros de carga. Predominio de la ortogonalidad, la simplicidad ornamental y la limpieza de líneas: Inicio del futuro. New York.



 En Viena, en el Ring, el movimiento de tierras es incesante: Es el canto de cisne de la arquitectura historicista.
En París, Hausmann, ha simplificado la cosa y ha introducido un nuevo modelo de gestión del espacio urbano. La Comuna pagará las consecuencias.

Stanley, mascando, displicente, savia de manilkara, tomaba nota: elefantes por aquí, bosques de caucho por allá, minerales preciosos por acullá…
–¡Ah, y babuinos!– y anotó el sonoro nombre para donárselo a uno de sus descendientes, precisamente al más tonto: Balduino, granaíno por muerte. 



 La comitiva parecía un circo ambulante… o un hospital de campaña en marcha… o la corte errante de un reyezuelo… o la oficina rodante de un agrimensor sin escrúpulos. Avanzaba dejando una estela de destrucción y muerte.
Sin embargo, a Stanley lo que más le martirizaba era el seco, poco delicado, traqueteo de su carromato. Las ruedas de madera escueta, o recubierta de caucho macizo aunque ya vulcanizado, eran un suplicio. 

Cuando, mermada, la troupe llegó a Ujiji, cesó el zarandeo y la risa floja se le desató. Los habitantes del lugar, que aún no tenían práctica, en vez de una cruz sobre el rostro, pergeñaron, entre gritos de espanto, la silueta de un reptil. Livinstone, puesto en aviso, se encasquetó el salacot y fue a su encuentro. Stanley esperaba a la sombra de un magnífico mango.



 Livingstone, supongo–aulló (con una media sonrisa de asco que le producía masticar la goma) para dejar constancia; y le tendió la mano.
 
–¿Quién voy a ser, si no?– contestó el residente, cogiendo la mano que se le tendía– ¡Oh, Stanley, Stanley, aquí está el manantial de la fuerza y del poder que transforman!». Stanley creyó entender que se refería a las fuentes del Nilo. Y así era. 

De la comitiva sólo sobrevivió el 10 %.

Era el 27 de octubre del año 1871. Acaba de publicarse Rimas y leyendas de G.A. Bécquer. Bruselas se llena de comuneros y Leopoldo II afila las garras con una educación y elegancia superlativas.

En marzo del 72 se separaron. Stanley volvió a Londres vía Zanzibar y Livingstone se quedó. La malaria y la disentería se lo llevaron palante. La pestilencia inundó todo el lago Banweulu. Comenzaba mayo del año 1873. Su cuerpo fue conservado en sal, como en un episodio de La sinagoga de los iconoclastas, hasta su traslado a la abadía de Westminster. Su corazón, sin embargo se quedó, literalmente, en África. El club de los corazones solitarios tiene más miembros que rutas del vino existen. De entre todos me quedo con el Chopin, sumergido en coñac. 


Stanley volvería para completar lo iniciado y facilitar la misión humanitaria de Leopoldo II.

6
Ya los incas y los aztecas conocían el caucho y sus amables aplicaciones.
Los españoles, asombrados por los grandes saltos que daban las pelotitas aztecas, llevaron una muestra del material a la corte. El grandísimo ingenio hispano utilizó el material como goma de borrar las letras escritas con grafito. En Inglaterra la cosa se convirtió en negocio y vendían los, recientemente mejorados, lápices con su pedacito de goma-caucho incorporado. 



 Al mismo tiempo se empezó a utilizar para fabricar moldes y recubrir, ya vulcanizado, ruedas de carros y carruajes. Se ganó en resistencia, pero no en comodidad. Stanley tenía toda la razón del mundo. Su maldad inefable estuvo justificada.

La industria del caucho tenía futuro… pero no mucho.

Desconozco la razón que impulsa al género humano a masticar y a masticar… desde el neolítico, sino antes. Los aztecas, los incas… Ya los griegos masticaban la benéfica mastija desde los tiempos homéricos y por estos lares, la almáciga de lentisco ha curado tremendas diarreas. En este terreno tuvo oportunidad el ingenio hispano de dar otra muestra de su amplitud y profundidad. El que fuera presidente de México, Antonio López de Santa Ana, exilado en Nueva York, llevó consigo una muestra de chicle (savia el árbol homónimo) que entregó a Thomas Adams, su secretario, con el fin de que mirara a ver qué se podía hacer para convertirlo en sustituto del caucho y hacer de México una potencia industrial. 

Mira a ver qué se puede hacer–le dijo.


 Adams, con una visión anglosajona del negocio, lo patentó como goma de mascar dando, así, origen al primer chicle moderno. Era el año 1871. En El Cairo se estrenaba Aida (la guerra franco-prusiana retrasó el acontecimiento). La parafina quedó relegada y la heterodoxa  fecundia hispana quedó nuevamente de manifiesto.

Dos años después de que la Conferencia de Berlín reconociera el Estado Libre del Congo como propiedad personal de Leopoldo II, en Belfast, Dunlop, un padre afectuoso y atento, a más de barbudo impenitente, aceleraría la historia. Con el fin de hacerle a su hijo más llevadero el camino a la escuela, se imaginó una cámara de aire que separara el caucho y las llantas de su velocípedo. Así se (re)inventó el neumático.
Y así empezó una carrera descontrolada por el control de las plantaciones.
Leopoldo II ya había tomado posiciones.



Por cierto el velocípedo fue inventado por los días en que Frankenstein y su criatura desaparecen en los hielos del Ártico.




RELATO VERAZ, EXENTO DE RETÓRICA, DE UN EPISODIO (EN MARCHA) DE CORONAVIRUS.

Quizás pueda ayudar a alguien. Seguiré contando el desarrollo y desenlace... CONTACTO CON PERSONA INFECTADA. Se supone que el...