Cuando uno se jubila es como
si se quemaran las naves; no por acto de mítico coraje, sino como
resultado de un banal acto administrativo, combinado, como es
natural, con la fatalidad del tiempo. Pero eso no quita sensación de
corte definitivo: Detrás queda la enmarañada espesura de la
juventud; delante, la pulimentada vertiente definitiva. En medio,
uno, como una marca divisoria... o una muesca en el revólver de la
vida.
Lo primero que hice fue
comprarme un chándal en el Decathlon. Lo segundo, a la semana
siguiente, completar el kit con unas zapatillas adecuadas para
recorrer las calles y los campos. Lo tercero, habiendo copletado el
utillaje, ir a la búsqueda de terrenos fértiles en espárragos,
setas o cualquier otra cosa que pudiera ser arrasada. Cuando comprobé
que todos los sitios estaban pillados y que mis iguales madrugaban
más que yo por el placer de humillar al perezoso; que todas las
calles y todos los campos, sin excepción, habían sido ocupados
hasta límites para mí, y hasta entonces, insospechados; que andar
sin propósito y vestido de forma extravagante o, cuanto menos,
desacostrumbrada, era una neta excentricidad y nada tenía que ver
con la vida, sino que, por el contrario, pulimentaba aún más la
vertiente definitiva, cuando comprobé, como digo, todo lo anterior,
paré en seco con el propósito de buscar objetivos que fueran más
allá de lo dicho y más allá, incluso, de la participación (el
chándal lo tenía) en marchas de la dignidad o
manifestaciones de domingo, engrosando la escuadra de los
yayoflautas.
Toda mi vida había estado
enfocada a la transmisión del saber, en alguna de las acepciones de
la expresión. Cuaquier nuevo aprendizaje carecía, pues, de
transitividad y, en consecuencia, era inútil, cuando no perjudicial.
Aunque de colesterol siempre he andado bien, no me atraían los
viajes del Imserso, ni la permanencia, por breve que fuera, en los
centros de jubilados, ni, mucho menos, participar en sus mezquinos
juegos de mesa. Podría decirse que me encontraba en el punto cero de
mi existencia, si es que alguna vez mi existencia había pasado del
cero patatero.
Tras noches insomne, esbocé
un plan grandioso y que se avenía con ciertas aficciones propias
durante años relegadas: Oir toda la música llamada clásica y
completar esa formación con el estudio del serbio o, en su defecto,
el ruso. Lo primero me ocuparía las mañanas y lo segundo, las
tardes. Cuando ya me veía abocado de por vida a la polifonía, pues
no había forma de pasar de Palestrina y su Misa del Papa Marcello,
me vino la idea de las "efemerísticas razones": ¡Y
ya van cuatro años de insensatez!
No voy a repetir lo dicho en
conmemoraciones anteriores. Añadir, sin embargo, que el proyecto
sigue engordando de forma rizomática. Sus ecos llegan hasta los
confines más insospechados y de allá me llegan comentarios
incomprensibles: bien porque quien los escribe no sabe escribir, bien
porque el escoliasta me atribuye la intenciones que me son del todo
ajenas o bien, directamente, porque están escritos en lenguas que me
son desconocidas.
Quiero desvelar el decálogo
que, en general, guía mi ingente trabajo:
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No atacar temas de neta actualidad.
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Evitar en lo posible temas de índole militante, que tienen sus propios espacios.
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Si no puedo encontrar una veta (h)umorística, dejar la cosa.
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Importa más el final que el principio.
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La ausencia de citas explícitas no se debe a una impostura sino a que el apartado de citas ocuparía un espacio decomunal. Es evidente que la informacion la saco de algún sitio. Si alguien se siente expoliado no tiene más que decirlo. Las imágenes las cojo directamente de internet. Las hay blindadas y las hay a disposición de cuaquiera, creo.
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Evitar lo que es evidente y esperado.
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Improvisar y no retocar los textos.
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No escribir burdas fasedades.
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Tomo el Condis en representación del resto de porquerizas.
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"Gorrión" y "Hegel" son auténticos. Así como sus intervenciones. A mi compañera la dejo al margen del ridículo, así como los lances amorosos que no le importan a nadie más que a mí y a las personas implicadas.
Estos diez mandamientos se
cierran en dos: Escribir por placer y gozar para seguir escribiendo.