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jueves, 11 de abril de 2013

Propuesta para hoy, día 11 de abril. “Comuna libre de Montmartre”.



Alguien fue mi amigo durante varios años. Las circunstancias, y un poco que puse de mi parte, convirtieron la amistad en recuerdo. El tal tuvo sus buenos 15 minutos de fama. Era un tío seguro, asertivo y, como tal, ignorante. Pero el muy cabrón siempre me hacía caer en ese juego idiota de que te tocan la camisa, tú miras para abajo y él te da un golpecito en la nariz. Cuando entraba a Zeleste raro era el día que no me esperaba junto a la barra para indicarme la inexistente mancha en la camiseta y castigarme  con su humor perrero. Yo intentaba devolverle la jugada pero él, avispado, nunca picaba. Estuve semanas ideando la manera de hacerle agachar la testuz, pues de eso se trataba, y arrearle un golpe de carnicero de oficio que lo dejara tirado y convertido en objeto de rechifla de los modernos de Barcelona. 

 
Por fin llegó la noche ansiada. Entré. Él me esperaba (o no), pero allí estaba y vino hacia mí con la sonrisa y seguridad acostumbradas. Me adelanté:

–¿Sabes?  Ha nacido un niño en una de las islas de la Polinesia con un solo ojo: ¡en el parietal! ¡Un caso único!

El tipo se quedó en silencio, como pillado en falta. Se repuso y contestó con soltura y gracejo:

Y…entonces ¿cómo leerá?– y agachó la testuz para ilustrar la suposición.

En ese momento, cuando miraba el incesante desfile de zapatos, le arreé un golpe (con el puño cerrado) justo donde la columna vertebral se fusiona con las estructuras encerradas en el cráneo, que lo tumbó. Un grupo de jovencitos pasó por encima de su cadáver. Desde ese momento se acabaron las bromitas y la amistad.

Más adelante entenderán  Vds. el por qué de esta “parábola”.

Aquella misma noche, animado por mi victoria (y por su humillación), estuve simpatiquísimo y cuando uno desprende simpatía las cosas van rodadas. Allí estaba P. tomando gintonics a pares y acompañado de una canaria pelirroja, casi amarilla. Sólo le faltaba piar para que no pudiera ocultar su procedencia. Les señalé con mi mano dolorida el bulto yacente y me bebí un gintónic. El “amigo” se recuperó con dificultad y desapareció.

A lo que voy. En un momento dado se me ocurrió que podríamos coger el coche e irnos a París. Era el 10 de abril de 1980. Por no sé qué razón yo no trabajaba al día siguiente. P. tenía horario flexible y la amarillo-canario estaba de vacaciones o algo así. A las dos del medio día del 11 de abril estábamos en la Place Republique. No me pidan explicaciones detalladas. Tampoco a grandes rasgos. Sólo puedo decir que a las dos del medio día del 11 de abril estábamos en la Place de la Republique de París en casa de mi amigo B.

No era la primera vez (ni fue la última) que daba rienda suelta a mi naturaleza lunática. Los viajes a Andorra, de madrugada, atravesando los altos de Tossa, eran frecuentes: cada vez que tenía una pequeña desavenencia, siempre en plenilunio, con mi novia de entonces, cogía el “dos caballos” y desaparecía en la noche rumbo al paraíso fiscal. Volvía con un cargamento de alcohol, tabaco y algunos quesos…y con la rabia petrificada. Desde entonces Andorra ha sido para mí el paraíso de los amantes desgraciados. Porque, oigan, ¡qué poca gracia tiene Andorra la Vella!



 En otra ocasión, verano del 92, habiendo decidido huir de los fastos olímpicos, me refugié en la “Magdalena”, Santander. Acompañé a una amiga que daba unos cursos de traductología en la afamada Universidad de Verano. Tras una semana vacía, la cosa se puso tan espesa que, antes de una cena que se presentaba especialmente miserable, cogí el coche y me lancé a la carretera rumbo a las montañas de Palencia, como huyendo de las Euménides. Ya sé que el 2 cv. falla en las subidas y que se defiende muy bien en el llano…pero en las bajadas…¡se comportaba como los electrones!: ubicuamente excitado. Así que a las doce ya estaba  saliendo de Palencia hacia Quintanilla de Onésimo. Como eran las fiestas de San Roque, el del perro, la alegría  reinaba por doquier. Me comí unas chistorras con unos calimochos que me hicieron olvidar los sinsabores. Seguí hasta Peñafiel…. Allí seguía el bullicio dedicado a San Roque, así que volví a zamparme un par de chistorras y a pimplarme unos calimochos. Salí de Peñafiel a las 2 de la mañana. Había luna llena y decidí que no estaría mal visitar Belchite a la luz plateada de la luna de agosto. En Calatayud seguían los últimos estertores dedicados a San Roque y unos desnortados me hicieron parar y me lanzaron por la ventanilla del vehículo una botella. Pensé que era un cóctel molotov y me encomendé al santo. Era calimocho. Aquella zona, como habrán comprobado, es el feudo de San Roque. El santo y su perro Melampo eran naturales de Montpellier, rica en vinos y en vendimias; puede que esta sea la causa de la gran devoción que se le profesa por estas tierras. La explicación, a todas luces, se queda MUY corta: su patronazgo debería ser universal.


 
En Cariñena ya se olía a vino nuevo. 

En Belchite, a las cinco y media de la mañana, empezaba a clarear por la parte de Fraga y la luna se hacía traslúcida por la parte de, precisamente, Cariñena. Entre dos luces dispares: dorada, la una; de mortecina plata, la otra, se recortaba la silueta inconfundible de las ruinas de Belchite. El desierto exhalaba un olor salobre y mineral. Recorrí las calles dando tumbos y cuando me pareció bien me acomodé en la parte trasera del 2 cv. como un pavo se acomoda en una bandeja de horno. A las 10 de la mañana ya estaba rustido y me puse en marcha hacia Barcelona. Recordé que era mi santo que, por entonces, coincidía con el santo del Languedoc.



 Y es que la luna llena siempre ha ejercido sobre mí un efecto anfetamínico, licantrópico, diría.

Otra luna llena cogí el “Samba” (había cambiado de coche) y me planté en Florencia, tan sólo por el placer de recorrer la ciudad del Arno y sus plazas…en coche. Entonces se podía. Entré en la plaza de la República por el arco; seguí hacia Santa María del Fiore; por via Calzaiuoli llegué a la plaza de la Signoria; por la via dei Gondi  y Borgo dei Greci entré en Santa Croce. La luna estaba en todo su esplendor. Florencia se me entregaba como se entregaría un pobre indefenso ante una pistola en las sienes. Fue una violación en toda regla. Crucé el Arno por el Ponte alle Grazie. Giré a la derecha y decidido a una victoria sin contemplaciones, me dirigí a la “Piazza del Carmine”.

Antes de que amaneciera salí bordeando el río a coger la autopista de Pisa.
Después de 30 horas frenéticas estaba de vuelta en Barcelona.
No paré en Génova, donde vivía mi novia de entonces.
Cuando me desperté había sobre la mesa un poético envoltorio azul de “Bacci” y un paquete de espaguetis negros.

Pero, señores, es que hay más. Mi agitación, mi desasosiego, cuando la luna entra en su fase plena, no se calma si no es con el movimiento y el ruido monótono del motor de cuatro tiempos. No entraré en los viajes extemporáneos y desesperados debidos a otras razones diferentes a las astrales: esa es otra historia.

Yo he visto la luna llena de agosto brillar sobre la cima alba del Mont Blanc.
He visto temblar de emoción las columnas dóricas del Templo de Basses, inundadas por la luz mercurial de una inmensa luna de Febrero. Fue antes de que convinieran en cubrirlo. La nieve tapaba por completo el Krepis y las columnas parecían surgir de  paradójicos cumulonimbos.
He visto el faro de Hércules jugando con los fantasmales y últimos reflejos de Selene.
He visto, desde el “Puente 25 de abril” reflejarse la luna  en las aguas del Tajo y desembocar en el Atlántico.

He visto… he visto… pero siempre precedido por ese hervor de la sangre que me hace recorrer kilómetros y kilómetros… ¡ese es el castigo!

Bueno, a lo que iba. Estábamos, día 11 de abril, en la Place de la Republique. París. B. propuso subir a Montmartre a cumplir con un rito. Así que subimos. Antes no había demasiados problemas con el aparcamiento. Aparcamos por los aledaños de la plaza del Tertre, ya, por entonces, ridícula. La mole inmisericorde nos amenazaba continuamente. 


 Si Andorra se había convertido en el paraíso de los amores desgraciados, el “Sagrado Corazón” ha llegado a ser el lívido monumento a los amores falsos y desvergonzados (por no hablar directamente de fascismo). Nos condujo a una taberna y pidió una botella de Clos. No me pregunten cómo se las apañó para conseguir un bien tan preciado. Si ha sido capaz de ser invisible al fisco y esquivar el trabajo asalariado durante decenas de años, conseguir una botella de vino se me presenta como un problema menor. Llegó la botella acompañada de cuatro  frágiles vasos. Escanciamos el vino y:

–¡Por la república libre de Montmartre!

Bebimos sin entender la trama. Cuando se acabó el Clos nos sirvieron algo de comer y vino, menos historiado, pero, sin duda, mucho mejor. Y aquí B. se explayó. Y lo que contó aquella tarde se lo cuento yo a Vds. este 11 de abril del 2013.

Montmartre siempre ha tenido una historia muy suya. En otras “propuestas” me he referido al barrio. Así que, ahora, me limitaré a la efeméride que me ocupa:

Tras la masacre de la Comuna y pasadas las inmediatas consecuencias, se desató una oleada de artística excentricidad cotidiana que multiplicó por varios enteros la tradicional singularidad de sus habitantes. Y es que ver París a tus pies, embutido en la bruma, debe de inculcar un sentimiento de ridículo del mundo y de liviandad. La Butte era el cielo donde iban a parar, en cuerpo y alma, los tocados por el ala del “ángel de la bondad y la libertad”, cuyo más señero representante en la tierra fue, sin duda, Depaquit.



 Cuesta arrancar la historia.

Al comienzo de la primavera del año 1920, acabada la guerra y puestos en evidencia los culpables, enterrados los muertos y sorprendidos los supervivientes, tuvo lugar en “Le Lapin Agile” una votación histórica: se decidía acerca de la declaración de Independencia de la Comuna de Montmartre. La votación fue multitudinaria y acaparadora la mayoría favorable a la secesión. El segundo paso, tras semanas de celebraciones, fue la elección de un alcalde. Se confeccionaron estrategias y listas electorales que las desarrollaran y se organizaron mítines a los que asistían miembros de todos los partidos “rivales”. Se simulaban discusiones con el único fin de ponerles fin en la barra de una bar. Los hubo que hoy defendían en público a unos y al día siguiente se manifestaba a favor de los otros.

En fin, aparte bromas, se presentaron (que yo sepa):

Los “cubistas” con Picasso y Max Jacob a la cabeza, cuyo grito de guerra era: "Un gratte-ciel, deux gratte-ciel, trois gratte-ciel!"  

Los “dadaístas”, encabezados por  Breton, Tzara y Picabia; su propuestas estrella era que la numeración de las casas y el nombre de las calles se rigiera por el más absoluto azar, y su aullido: “A dadá! A dadá! A dadá!”.

Los “salvajistas” que querían convertir “Le Sacre-coeur” en piscina municipal.

Y los “antirascacielistas” cuya alma mater era el mentado Depaquit, acompañado por Poulbot, Valadon (la madre de Utrillo) y otros: que se oponían por todos los medios a que Montmartre se convirtiera en un remedo de la 5ª avenida, además de hacer público el siguiente programa (tal como consta en el libro oficial de actas):

·        Construcción de toboganes para descender de la Butte.
·        Instalación de aceras rodantes para trasladarse de un bristró a otro.
·        Prohibición de morir en el territorio de la Comuna Libre de Montmartre, bajo pena de muerte.
·        Declaración de paz en caso de declaración de guerra.
·        Supresión de los meses de diciembre, enero y febrero. ¡Nunca el invierno!
·        Supresión del agua. Las fuentes deberán eyacular vino tinto, rosado o blanco, según el gusto de los habitantes.


 Todos coincidían en “hacer el bien de una forma alegre”.

La elección tuvo lugar tal día como hoy, del año 1920. Depaquit fue declarado alcalde y el resto constituyó una alegre y colaboradora oposición. Lo primero que hizo fue reafirmar la independencia respecto del Estado Francés. Lo segundo establecer la capital en la Place du Tertre. Lo tercero crear un comedor popular (“Soupe Populaire”). Lo cuarto uniformar a los funcionarios según la “moda” de Aristide Bruant. Lo quinto encargar un himno al músico-poeta de la Butte, Lucien…. Siguieron, de forma frenética, desfiles, ferias de arte, y otros eventos que consiguieron, no sólo, mantener el ánimo, sino elevarlo por encima de la “mala sombra” del “Sagrado Corazón”.

Estableció la sede oficial en la Place du Tertre, donde se encuentra actualmente la Oficina de Turismo de Montmartre. Y desde allí fue embelleciendo sus propuestas.

Depaquit no era un desconocido. Al contrario. Pueden informarse Vds. y se enterarán de sus relaciones, de sus actividades y de su natural desternillante. Describir esa tríada daría para un volumen del tamaño de la Biblia (en papel ídem).

Pero, en fin, algo hay que decir. Su fama se asentaba en su actividad de dibujante satírico y en su afirmación, fuera de toda verosimilitud, de que ÉL había sido el que había vengado a Ravachol destrozando el restaurante Véry del Boulevard Magenta. Esa primera fama fue aumentando como bola de nieve  y cuando lo enterraron, un 14 de julio, el sepelio sepultó los fastos del “Día nacional”.

Entre sus posesiones descubrieron una “obra de teatro” a la que Satie, su vecino, puso música. Fue representada por los mismísimos Ballets Rusos sobre un decorado de André Derain: “Jack in the box”.  Era el año 1926: Alguien cruzaba y volvía a cruzar el escenario con un gran reloj. Nadie sabía la función del aparato ni la intención del “actor”. Pasó el primer acto. Concluyó el segundo. El argumento seguía inamovible. El público aventuraba metafísicas bergsonianas o creía intuir la inminencia de la muerte. Sólo al final del tercer acto se desveló el secreto: ¡El “actor” era relojero!

Bueno, y ahora vuelvo a la “parábola” inicial: Había un tabernero renombrado por su estricta contabilidad y por su negativa absoluta a fiar a nadie, bajo ningún concepto. No había manera: “Hoy no se fía, mañana tampoco”. Un día Depaquit, que había pasado semanas ideando una artimaña, pasó por delante de la taberna, de forma evidente, con ganas de ser visto. Cargaba con una maleta fúnebre. Andaba cansino y resignado y con el abrigo sobre los hombros como sobre un muerto de la Gran Guerra. El tabernero no pudo evitar preguntarle por las, sin duda, graves circunstancias que se cernían sobre él. Mi padre se ha muerto, respondió el futuro alcalde, mientras se enjugaba una solitaria, pero gruesa, lágrima. El mesonero, conmovido, le invitó a entrar y sacó una botella de vino y dos vasos. Bebieron juntos por el alma del difunto. La segunda botella fue para que tuviera un buen viaje y la tercera para que volviera pronto. Cuando se despedían, el tabernero le preguntó por la fecha del entierro. Depaquit contestó:

–Mi padre se ha muerto, sí. ¡Pero hace 12 años!

¿Ven Vds.?

¿Y qué decir de Poulbot?  Amante de fiestas y desfiles, organizaba cada año un falso casamiento para consolar a la “novia” por no haber pasado todavía por el ayuntamiento. La algarabía y los “¡Viva la novia!” Se prolongaban hasta el amanecer. Se bebía, se bailaba, se comían perdices…y la “novia” se retiraba henchida de gozo y gratitud. Poulbot ha pasado a la historia del “arte” por sus reproducciones de los “titis parisinos” (“enfants de París”), imaginados según el modelo de “Gravoche” Thénardier de “Los Miserables”: niños alegres, astutos, atrevidos, inteligentes. Poulbot dedicó parte de su vida a atenderlos. Si van por allí acérquense a la “casa de los poulbots” y compren uno…puede que los beneficios sean destinados a la atención de la infancia.

Cierto conflicto surgido entre Poulbot y su casero fue resuelto por la tremenda: la tropa de Depaquit, con los uniformes de la Comuna del 71 y armados de verdaderos “chassepots”, lograron disolver el conflicto. Una unidad de la Guardia nacional, bayoneta montada, enviada desde Montparnasse, se unió, desorientada, a  los “insurrectos”, ante la estupefacción de los verdaderos agentes, que intentaban mantener la cosa en los límites de una típica broma de barrio. El desconcierto y las corredizas se prolongaron durante toda la noche y sólo se firmó la paz una vez que las tropas de Poulbot hubieron atacado “le Moulin de la Galette”.



 No es de extrañar que Montmartre se convirtiera rápidamente en un centro de interés turístico internacional.

Así eran las cosas: ANARTISMO en estado puro.

Ah! ¿Lo del vino! El “Clos de Montmartre” procede de las pocas viñas que se cultivan entre rue de Saint Vincent y la rue des Saules, junto a “Le Lapin Agile”. Se plantaron en 1930 por orden de la alcaldía de la “Comuna Libre de Montmartre”, destinadas al futuro como recuerdo. No se producen más de 1.000 botellas al año y su calidad no es excepcional, pero cada botella está tratada con mimo y, por supuesto, vendida de antemano. Las ganancias van a obra social, dicen.















RELATO VERAZ, EXENTO DE RETÓRICA, DE UN EPISODIO (EN MARCHA) DE CORONAVIRUS.

Quizás pueda ayudar a alguien. Seguiré contando el desarrollo y desenlace... CONTACTO CON PERSONA INFECTADA. Se supone que el...