(asteriscos
* remiten a “razones efemerísticas”)
1.
El 30 de abril
del año pasado me llegó un archivo de
una dirección desconocida. Lo abrí, con prevención.
Era una fotografía de tres arbolitos de esos que parecen pinos y que tan bien
soportan la arena de la playa. Parecía un cuadro de Dalí: primer plano arenoso
y un horizonte marino. Los árboles participaban de ambos mundos. Amplié la fotografía y observé que un retal
de tela violeta (¿terciopelo?) colgaba de una rama, en plan “objeto blando”. Parecía señalar una
piedra y que esta piedra escondía un secreto.
Al fondo podía distinguirse un ¿pescador? que más parecía estar
levantando la superficie de las aguas, intentando acercar el horizonte, contando
la serie infinita de las olas…u oteando defectuosos “vallentatos *”, que
haciendo celadas a las lubinas.
Estaba
claro que se me sugería alguna cosa. Primero, sin embargo, tendría que
averiguar dónde se encontraba este bonito conjunto arbóreo y, después, levantar
la piedra y escarbar…Bueno, les ahorro los detalles. Encontré el lugar: playa
de Ocata. Era, en efecto, un trozo de terciopelo azul y, a todas luces, estaba
colocado de tal manera que no había más remedio que dirigir la vista hacia la
piedra que había sobre la arena de la playa. Levanté la piedra y le dije a Hegel que escarbara… ¡no encontramos
nada! Bueno, sí… un trocito de ámbar*, que serviría para hacerle un
colgante al perro por su buen trabajo y que le evitara el mal de ojo.
Dejé
la escenografía tal y como estaba y me marché un tanto desilusionado.
Por
la tarde volví a recibir otro mensaje gráfico: una mesa de bar sobre la cual
había una botella, envuelta en un retal de lo que parecía terciopelo color
malva, y dos extrañas copas a medio llenar (o a medio vaciar… ¡a medio llenar!)
de un líquido que tenía toda la pinta de ser vino tinto. Dos sillas y en ellas…
¡nadie! Y un mensaje escrito: “¡idiota!”
Esta
vez la escena me recordó una incompleta obra de Cézanne. Amplié la fotografía y
descubrí que la botella había sido colocada sobre un papel en el que se podía
leer “…no mar”. No, no, en el mar no
encontré nada, eso estaba claro. Y también estaba claro para el desconocido
que, por eso, había cambiado el mensaje. El enigma se complicaba un poquito:
tendría que averiguar de qué bar se trataba y preguntar por el asunto. Amplié
más la fotografía, en plan “Blade Runner”,
y descubrí una servilleta de papel, arrugada, en el suelo del establecimiento.
Fijándome bien pude descifrar “…à de Mar”. La cosa estaba clara: se trataba
de un bar de Premià de Mar. Quedaba lo más fácil: recorrer todos los
establecimientos de la localidad. Lo hice con gusto… Empecé por lo bares del
Barri Cotet y, como es normal, después de ocho carajillos, mi inteligencia no
daba mucho de sí y no hablemos ya de mi capacidad de observación. Fui bajando
hasta la Gran Vía, y más abajo; les ahorro, sin embargo, los detalles y el
ridículo… y voy directamente al desenlace.
Iba
dando tumbos por la acera de una calle de bajada, rebotando en los coches y en
la pared, como la bolita del “tennis for
two”, o como un electrón
expulsado de su órbita y uno de esos rebotes me envió directamente a un bar que estaba (y está) a la altura de la plaza de la sardana. Entré dando el
famoso traspiés familiar. No había nadie a excepción del camarero que, detrás
de la barra, sacaba brillo a una copa extraña y que, sin embargo, me pareció
familiar y digo extraña por la misma razón por lo que tenía que haberlo dicho
antes, cuando me referí a las dos copas que descansaban sobre el papelito de
marras: por su color azul oscuro, casi negro, que pone de manifiesto que cuando
arriba dije que las copas contenían vino tinto, lo dije llevado por la
costumbre, y por su forma, excesivamente barroca (dejémoslo así).
Ya
que estaba dentro, me senté a una mesa y pedí un vino. El camarero acabó lo que
estaba haciendo, dejó la copa en la barra y echó vino hasta la mitad. Me la
trajo y después me trajo unos quicos.
La cosa me parecía familiar. Le pedí al camarero que me trajera otra copa. El
camarero obedeció con desconfianza y dispuesto a todo. Y, creo, que para estar
más seguro, llamó a Ramón (¿), que
respondió desde la cocina con una voz atronadora…pero no apareció. ¿Ramón…
Ramón? ¿Qué me recordaba ese nombre? ¿Ramón?...Ramón, Ramón, Ramón… y me acordé
de “…no, mar” ¡¡ram on!! Vaya parecía que había dado con la clave. Envalentonado
por mi descubrimiento, rogué al camarero que pidiera al tal Ramón que se sentara a mi vera y
aceptara una copa de vino. Bueno, les ahorro los detalles.
Tras
beberse la copa de vino, se levantó y me trajo un paquetito envuelto en un
retal de terciopelo lila. Lo abrí. Era “Océano,
mar” de Alessandro Baricco, editorial Anagrama. Un papel en octavo marcaba
la página 223:
“Adams fue ahorcado, en la playa de
Saint Amand, al amanecer del último día
de abril. Llovía copiosamente, pero fueron muchos los que salieron de casa
para disfrutar del espectáculo. Lo enterraron ese mismo día. Nadie sabe dónde!”
En
la octavilla podía leerse:
“Un gall canta l’amor d’un mas perdut
-llunyà- a mig aire de la serra.
Arribada-aneu a saber d’on-,
Porta el ram de muguet una doncella.
Som al darrer
dia d’abril;
Del cel transpua un llum tènue. (…)”
En este punto acababa
el poema y continuaba así: (Esteve Albert. “Invitacion
al Retrobament”). Y concluía con un nombre: ¡¡¡ Velvet Stefi !!!
¿Cómo pude no adivinarlo?...¡¡Idiota!!
2.
“Recuerde el alma dormida, avive el seso y
despierte”… pues tal día como hoy,
del año 1497 (¿por razones estratégicas?), los rayos catódicos… ¡Uy!
¡Perdón!...Los ¡reyes católicos! se lanzaron a la toma de la abandonada villa
de Melilla. Y ahí empezó una grandiosa página de la historia de España, cuyo
colofón fue la arriesgada “toma de
Perejil”. Cuatrocientos años después, exactamente cuatrocientos años, J.J.
Thomson ofrece al mundo la prueba de que la naturaleza del “á-tomo” no es tal como pretende reflejar
su nombre. Sus experimentos con reyes católicos… ¡Uy! ¿Pedón!...con rayos
catódicos en tubos de vacío pusieron de manifiesto la existencia de “corpúsculos” (¿elementales?) con masa
insignificante y carga negativa, que se encontraban en una “esfera de electrificación uniforme positiva que produce una fuerza atractiva
radial en cada corpúsculo proporcional a su distancia al centro de la esfera”…
Ahí empezó la gloriosa historia de la Física de partículas moderna, cuyo
colofón ha sido el descubrimiento de las “ondas
gravitacionales” (o como se les llame). Si la toma de Perejil hubiera
presentado una resistencia más fiera, Aznar no hubiera dudado en utilizar armas
descendientes de aquel descubrimiento fundacional: “España es un á-tomo con
destino universal”, diría.
Los
griegos conocían las cualidades “magnéticas”
de lo que ellos llamaban “elektrón” y
nosotros, “ámbar”. En 1894, Stoney
tomó el nombre para referirse al fenómeno de la electricidad que, como saben
Vds., ya estaba siendo utilizada. Thomson no se esforzó demasiado y tomó
prestado el nombre para referirlo a esos “corpúsculos”.
3.
“Beatriz, Beatriz Elena, Beatriz
Elena Viterbo, Beatriz querida, Beatriz perdida para siempre, soy yo, soy
Borges”… Letanía insólita, de un devoto de las letanías,
como insólito sentir enamorado a ese ciego, más cerebral, ensimismado y estático
que Péllas y Melisenda * en la versión de Debussy. Él pensó: Estos momentos de
rapto ante la fotografía de la difunta Beatriz, bien vale las tediosas misas, ampulosamente poéticas, que me
endosará su primo. Las visitas regulares habían empezado el año de la muerte de
Beatriz:
“Muerta yo podía consagrarme a
su memoria, sin esperanza, pero también sin humillación. Consideré que el 30 de
abril era su cumpleaños; visitar ese día la casa d la calle Garay para saludar
a su padre y a Carlos Argentino Danieri, su primo hermano, era un acto cortés,
irreprochable, tal vez ineludible.”
Señores,
leer a Borges es uno de los pocos placeres que quedan en la vida, porque, ya
sabrán que, con la edad, lo que antes aparecía como placer, ahora aparece como
rutina, cuando no fastidio. No se trata, como piensan los inexpertos, de una
incapacidad, se trata, como llegarán a saber, de un sentido especial que sólo
se desarrolla, si lo hace, pasadas algunas décadas de nuestras vidas. Y,
aparecido, no hay placer que resista la comparación con, por ejemplo, la
desigual serie de “cosas” (la
simultánea totalidad el mundo) que el autor pudo contemplar, soterrado en el
minúsculo sótano del primo hermano: “Cerré
los ojos, los abrí. Entonces vi el
Aleph”. Beatriz, desde el marco ovalado reservado a los difuntos, había,
sin duda, guiado sus pasos. Como Beatrice,
sustituyendo al poeta, había conducido los pasos de Dante por el Paraíso.
4.
Orabile
Beatrice, de los Giaggiolo de Forli,
gibelinos, había contraído matrimonio de conveniencia con Paolo “el Bello”, de los Malatesta de Rímini,
güelfos. De esa unión brotó el linaje de los Malatesta de Giaggiolo. Paolo,
tenía tres hermanos: Giangiotto (por cojo), Malatestino y Maddalena. El primero
había sido, igualmente, objeto de transacción y fue casado con Francesca, hija
de Guido de Polenta, de Rábano…¡Uy!...¡Pedón!...de Rávena y también güelfo. Y
que, por cierto, nada tenía que ver con la creación y expansión de la “polenta”, a no ser su común etimología.
Sepan Vds., además, que la polenta
más común, la amarilla, se hace con harina de maíz que, por entonces, aún no
había sido introducido en Europa. La antigua es resultado de la cocción de
diferentes clases de harina procedente de trigos resistentes y agrestes. A mí déjenme
con mis “gachas” de almorta. Ya sé
que de la toxicidad de los “dientes de
muerto”, y también de su delicado sabor y untuosa textura.
Recuerdo que, en los otoños de la infancia
(pues también en la infancia transcurren los otoños), cuando, cosa rara, se
presentaba un día lluvioso, mi madre se aprestaba a las “migas” con uvas o a la “sémola”
de harina de almorta con longaniza y tajadas de tocino. Recuerdo los borbotones
y el ruido con el que se desvanecían en el aire. Recuerdo el aroma, amarillo, y
de cómo nadie de la familia osaba alejarse más de tres metros de la sartén,
pese al amor que nos profesábamos. Recuerdo cómo mirábamos hipnotizados el
bullir nutricio de las guijas… ¡que no me vengan con polentas! Bien es verdad que, por entonces, abundaban individuos
con graves dificultades motoras o con indisimulables dolores articulares. No
era la almorta… era hambre y pobreza, que, como la riqueza y el hartazgo
producen consecuencias.
O
sea que, de momento, tenemos dos grandes placeres: Borges y las gachas de “dientes de muerto”.
Francesca,
instalada en Rímini, bien por la “mala
pata” de su marido, bien por su natural, bien por el natural de Paolo o
bien fuera por un cúmulo de circunstancias, entre las cuales el gusto por Lancelot, cayó (¿) en brazos de su
cuñado y sus bocas se juntaron en un beso infinito que recorre los preámbulos
del Infierno como un lastimoso mascarón de proa… o una doliente (cuesta de
imaginar) y voladora pareja de Chagall, por debajo de la cual
fluyera el río del sufrimiento eterno.
La cojera, por razones
que se me escapan, no tiene muy buena prensa, opinión que, como es natural, no
es compartida por los que la sufren. Hablo de una cojera en regla, sea original
o sobrevenida, no de un balanceo vacilón. Hablo de la cojera de Edipo, de
Moravagine, de Lautrec, de Byron, de Sarah Bernhard, de Rimbaud, de Manet o la patéticamente
malsana de Putrificio. Hablo de la cojera de Akab, de Roberto Carlos, de
Martirio, de Tino Casal, de Ian Dury. Hablo del “cojo de Calanda”, de Hefestos, del “cojo Marchena”, hablo de Ignacio de Loyola, de Shakespeare, de
Quevedo, de Tayllerand, de Walter Scott, de Roosevelt, de los niños cojos de
Dikens o de Víctor Hugo…del inevitable cojo de Berlanga o del, a la postre
afortunado, cojito del “Flautista de Hamelin”.
No, los cojos no han sido bien tratados y la “sabiduría popular” lo proclama. Hablo del mismo demonio y de “el pirata cojo”.
“…
De hecho una pierna no es en sí una cosa tan hermosa, pero es infernal, sin
duda la cosa más indecente” (“Insaciabilidad”)… y siniestra: recuerden, sino la última escena de
“Fargo”.
Sin embargo, la
tartamudez, en su justa medida, ha sido proclamada como don divino. La ceguera,
de antesala de la sabiduría. Los mancos han sido asociados, de alguna manera, a
las letras… ¡los cojos, injustamente, han llevado las de perder!
El
caso es que Francesca se alejó de Giangiotto y juntó su boca, ¡ay!, con la boca
de su cuñado, “el Bello”. Y los
sorprendió el cojo. Y los atravesó allí mismo. Y desde ese preciso instante
ingresaron al segundo círculo del Infierno por la puerta grande del Canto V de
la “Comedia” (divina, según opinión de Bocaccio), donde penan
“Los pecadores carnales
que la razón al deseo sometieron
Semíramis, Dido, Cleopatra, Helena,
Aquiles, Paris, Tristán.”
Esta
triste historia daría para un hermoso vallenato. Y también para una ópera (o
varias)… y para otras manifestaciones
artísticas. Y así ha sido: la historia de Francesca y Paolo (a mí me sonaría mejor:
Francesco y Paola, pero…) ha dado mucho de sí.
Tal día como hoy, del año 1902,
se estrenó, después de un larguísimo embarazo, en la Ópera Cómica de París, “Pélleas y Mélisande” de Debussy sobre texto de Maeterlinck, adaptado, con
permiso, por el músico. Ya desde el ensayo general el público se dividió, como
el mar el rojo, entre los que la tachaban de “pobre” y los que veían en ella una indisimulada germanofilia cerebralis. A los pocos meses, sin embargo, acabados los últimos
coletazos de la “década (en realidad “décadas”)
malva”, o sea, cuando los retales
lila habían llegado al mercado de las pulgas y se puso de moda en los barrios
de N.E. de París, y ya, hablando de peinados, en plena retirada del
estilo-madre “pompadour”, cuyas variantes más exitosas fueron:
·
el “estilo francés”: amontónese el pelo
en la parte superior de la cabeza y déjense caer unos rizos (fáciles de
fabricar gracias a una plancha recién patentada) a los costados
·
y la más duradera manera “Gibson Girl” que añadía postizos (a
partir de cabellos cosechados de los peines, peinetas y cepillos domésticos) en
la parte frontal de la cabeza, de tal manera que la cabeza femenina llegó a
parecerse a una col Kale, también llamada “berza”,
empezó
a verse el cabello largo, lacio y suelto que tomó el nombre de “à la Mélisande”, moda que había imperado
desde la fundación de Lutecia en las colina del N.E. En realidad fue un renacer
tímido de la estética prerrafaelista y que debió su fugaz éxito al simbolismo de la época, canalizado en la
trágica figura de nuestra heroína.
Este hecho demuestra que la obra, saltando por encima de sus méritos
artísticos, tuvo repercusión y eco.
Con
Debussy, he de decirles, que siempre me he hecho un lío. Oigo el “Preludio” y me hago una idea; después
escucho “El Mar” y la impresión
anterior se disipa. Y es que en Debussy se distinguen, al menos, dos periodos,
dos maneras, dos intenciones… La primera (la segunda ya la veremos) que
concluye con “Pélleas” suele
calificarse de simbolista, impresionista (tal día como hoy del año 1883, murió
Manet) y “decadente”. Sus fuentes literarias de inspiración (Verlaine,
Baudelaire, Louÿs, Mallarmé…) refuerzan esta idea: Hacer de la música órgano de
lo “inexpresable”; hacer del silencio una estructura musical de importancia
semejante a la del sonido; incitar a “no discutir” a “sufrir” y no a la “acción
heroica” propia del comienzo del romanticismo; captar la atmósfera… Como
resultado pretende haber disuelto la solidez, la grandiosidad y lo pomposo del
posromanticismo alemán. Pretende haber roto la tensión wagneriana en la que
todo acorde tiende hacia otro que, frecuentemente, nunca llega y recuperar el
valor sonoro de cada acorde por sí mismo, aunque para ello tenga que arriesgar
transiciones bruscas donde el romanticismo echaba mano a acordes intermedios y
cadencias. Para ello se vale de “artificios” tonales y escalas de seis tonos
enteros o la conocida como “china”, resultado de su visita a la exposición
universal de 1889. Entre las multitudes se encontraba Gauguin pidiendo folletos
turísticos en las oficinas de la Polinesia… ¡no había tenido bastante con
Martinica!
Y
no se conformó con disolver la tensión armónica, sino que también arremetió
contra el sistema rítmico tradicional, para acomodarlo a la respiración
simbolista. En fin, un nuevo cálculo “artificial” de las relaciones entre las
duraciones.
Y
tras el ataque a la tensión armónica y al sistema rítmico tradicional, acometió
la modificación del sonido orquestal, dirigida, igualmente, a un aligeramiento
de la masa y el sonido… hacia el color puro.
En
fin, como ven Vds. toda una verdadera pelea.
Y
todo esto desde un aprecio verdadero por Wagner: inmediatamente después de
regresar de Roma (Prix de 1884) asistió al festival de Bayreuth en el 88 y en el 89, antes de
perderse en la bohemia parisina, en el desorden sentimental y en sociedades
esotéricas, periodo en el cual pudo conocer a Granados que, por entonces, se
ocupaba en la composición de la “Jota
para la miel de la Alcarria”. Debussy
tampoco le hizo ascos a ese nacionalismo
omnipresente, al ruso y al andaluz sobretodo.
De
Wagner toma la continuidad musical, el Leitmotive…
En Viena, mientras servía a la
rusa Madame Von Meck, mecenas y amante epistolar de Tchaikovsky, pudo
presenciar “Tristán” (que junto con
Francesca, purga su lujuria en el 2º Círculo) y “Parsifal”, hecho que recuerda como epifánico (y revelador) y
también como senda intransitable.
¿Puede
decirse, con algún fundamento, que la música de Wagner es molecular y que Debussy tiende hacia la liberación de las “corpúsculos”? Si fuera así, estaría à la page, pues por entonces se buceaba
profundamente en busca de los constituyentes últimos de lo existente… para
reunirlos según una nueva lógica decorativa
y placentera… ¡y que rabie Loos!
Pues
a lo que iba. Maeterlinck que, por cierto era amigo (y modelo) de Paul Fort,
nombrado por Valéry “príncipe de
los poetas” y estimado en lo más alto por el primo hermano de Beatriz,
Carlos Argentino Danieri, y que poco antes del estreno de la obra que nos ocupa
había escrito “Sor Beatriz”, era el
autor de una versión simbolista de la
historia alto renacentista recogida por Dante y que había titulado: “Pélleas y Mélisenda”. Debussy toma esta
prosa y la musicaliza palabra por palabra (como estaba haciendo Janácek con su
“Jenufa” y haría enseguida R. Strauus
con “Salomé”) “siguiendo su enigmática prosa adonde quiera que le llevase”. El
texto, lleno de vaguedad y misterio, de sentido alegórico, de personajes
indefinidos y de sentimientos igualmente poco definidos, a no ser que la flojera sea una definición, es recitado
de forma clara y poco expresiva, seguido, sin interrupción, por una música que
huye de la complejidad y turbiedad wagneriana. El drama ocurre para completar
el catálogo de motivos decadentes, e,
incluso, “el Cojo” mata sin mucho
convencimiento, sólo para aliñar la ensalada de “vagabundeo, espera, anhelo, temblor…”.
Se trata, a todas luces, de un tenebroso drama interior; de un estado de ánimo
más que de una página arrancada del libro de la historia.
La
ópera estructurada en cinco actos compuestos de múltiples escenas casi
independientes, quiere ser la respuesta de Debussy al “Tristán e Isolda” wagneriano.
Más
o menos puede resumirse así: Golaud, hijo de Geneviève, hija de Arkel, rey de Allemonde, encuentra a
Mélisande junto a un riachuelo en cuyo fondo descansa (¿) una corona. Golaud
recorre aquellos parajes en busca de jabalíes, pero ¿ella?; ¿qué hace ella
mirando embobada una corona que descansa en el fondo pedregoso del riachuelo?
Bueno, Golaud, hipnotizado por la fuerza de la escena y por la futilidad de la
muchacha, se casa con ella. El abuelo, rey, no tiene más remedio que aceptar
los hechos consumados y alegrarse, a escondidas, de eliminar de la familia a
alguien llamada Úrsula. A partir de aquí la cosa se espesa. Aparece Pélleas, el
hermanastro de Golaud, pidiendo permiso para ir a visitar a un amigo que está a
punto de morir. El abuelo le dice que también su padre está enfermo y que mejor
haría quedándose. Y a partir de aquí todo se precipita como una “gota fría”: Golaud se precipita del
caballo, el anillo de boda se precipita en la fuente de los ciegos (a la
mismísima hora del ángelus, la chiriciana hora, la de Zaratustra), la boca de
Melisande se precipita sobre la boca de Pélleas, la espada de Golaud se
precipita sobre el pecho de su desleal hermanastro, que dando la espalda a su
propio nombre yace salpicado por el agua ciega, y de su infiel esposa y hasta
el mismo telón se precipita sobre la tarima de la Ópera Cómica. Todo, de por
sí, es misterioso (incomprensible, diría), pero aún hay más: hay un rebaño de
corderos que se dirige al redil; hay una cueva inútil y misteriosa, una fuente
de los ciegos y un niño idiota; hay una recién nacida y, ya, huérfana; hay
noche, luna llena, lámparas, barcos que se alejan, precipicios amenazantes,
cabellos largos como meridianos, hay peticiones de verdad, hay muerte, hay
remordimiento, hay silencio, infelicidad…. “No
soy feliz” concluye Mélisande… “¡Nosotros
tampoco!”, contestaron desde la platea
Pues
bien, esta simpleza ha sido fertilísima (en todas las artes posibles): Legh
Hunt, D’Anunzio, Marcel Scwob, Ingres, Cabanel, los prerrafaelistas, Rodin,
Tchaikovsky, Rachmaninov, Eduard Náprarnik, Herman Goetz, Neruda…
Si
antes he afrentado a los cojos, ahora me referiré a los que fueron víctimas de
una caída de caballo, algunos se repiten, pues su cojera estuvo determinada por
la caída: El más cercano, el padre del citado Enrique Granados. El más
significativo, Pablo de Tarso. Otros: Moravagine. Nietzsche, Toulouse- Lautrec,
Géricault, el padre de Keats, Ivonne (la hija del “cónsul”), Erasmus, hermano
de Novalis, el ridículo arrastre de “El
día del Watusi” o el mismísimo arranque de “Guerra y Paz”… Y, naturalmente el desesperado (y mosqueado) Golaud.
Me
he referido al “Príncipe de los poetas”.
Ahora aparece el “Rey del vallenato”.
¿¡Que no saben a qué refiero con lo de vallenato?!
Pues sepan Vds. que es una música patrimonio inmaterial de la humanidad y que
ese honor le fue concedido en el mismo lote en el que iba las “falles” del Pirineo. Son
canciones-crónica resultado de combinar los ritmos del norte de Colombia,
elementos de métrica tomados de la poesía española, instrumentos de origen
europeo y la poética imaginación realista de los nativos. Su feudo, si puede
decirse así, es el sur de la Guajira, el S.E. del Magdalena, buena parte de
Bolívar y el Cesar, en cuya capital, Valledupar, se celebra el más importante
festival de Vallenatos. Vallenato es, podríamos decir, el género; se precisa concretar la especie
para saber de qué hablamos exactamente. Así como: Flamenco-bulerías. Y dentro
de la especie, la subespecie. Así como: Flamenco-
Bulerías- de Luís de la Pica. Dentro del
Vallenato se contemplan cinco estilos: paseo,
merengue, son, puya y tambora…además de “piquerías”, “parrandas” y
diferentes muestras de poesía campesina y otras tradiciones orales. Se acompaña
con un acordeón diatónico, como los que abundan por los Pirineos y que en el
País Vasco llaman trikitixa, un
tamborcito que, antes de que se fueran, se hacía con piel de caimán y la guacharaca,
que suena exactamente igual que el pájaro de ese nombre. Pensaron que era mejor
inventar un instrumento. Y ¡hala! con
estos conocimientos ya pueden Vds. departir e, incluso, dar una conferencia, en
la casa de cultura de Arsègel.
Bueno, pues tal día como hoy, del
año 1987, el negro Alejo Durán dio una lección de honradez y
de amor al oficio y al auditorio: “Pueblo,
¡me he descalificado a mí mismo!” dijo tras un inapreciable error. Y esto
lo dijo, y lo hizo, en el primer concurso de “Rey de Reyes del Vallenato” de Valledupar. A estos “Rey de Reyes”, que se realizan cada diez
años, sólo pueden presentarse los que han sido proclamados “Reyes” en el concurso anual que se
celebra a tal efecto. Y el magnético
Alejo Durán había sido proclamado “Rey”
en el primer concurso, el año 1968. Si se hubiera callado y hubiera disimulado
un poco, le hubieran otorgado la corona suprema, que le arrebató Nicolás
Mendoza. Y es que hasta en la misma frontera con Panamá (donde tal día como hoy del año 1887, llegará
Gauguin) existe gente honrada. Imaginen Vd. a Rajoy, por ejemplo, dimitiendo
por haber escrito “tuvo” (de tener) con “b”. O al Rey de España, llorando
desconsolado y pidiendo perdón al pueblo por haber tomado café levantando el
meñique de la mano derecha. Alejo, “el
rey”, dio una lección mundial a todas las casas reales del universo-mundo.
Y por eso, y por su arte, Alejo estará siempre en el altar de mis predilectos.
Como lo están Zuleta y Morales: de la Guajira, el primero y del Cesar, el
segundo.
La rivalidad era mítica y sus “piques”
sonados. Se buscaban por selvas y secarrales. Un día (siento en el alma (¿) no
saber la fecha) coincidieron en el poblado de Urumita, no lejos de Valledupar.
El duelo estaba servido. La gente se apelotonó en el descampado que había (y
que hay) entre la carretera diez y la
calle siete, se aprovisionó de cervezas en la cantina de la esquina y se dispuso
a gozar, a costa, sin duda, de la muerte artística de uno de los dos
contrincantes. Empezó Zuleta y lo hizo tan bien que el negro Morales
desapareció. Fue algo así como la primera prueba de fuego de Savonarola y los
franciscanos. Lió el petate y se largó. Zuleta aprovechó para componer “La gota fría”, ese magnífico vallenato
que, bien pudiera pasar por el compendio del género. Zuleta se pasó, no porque
convirtiera a Morales en víctima imaginada del martirio de moda, la “gota fría”, sino porque se metió con sus
orígenes y color de piel: “¿Qué cultura,
qué cultura va tener…si nació en los cafetales….?”
Fue una puñalada trapera, que el bueno de Morales sufrió en silencio. Pasado el
acontecimiento y sus ecos, Zuleta y Morales, convertido en “rey vitalicio”, devinieron en amigos tan
íntimos que, desde entonces, actuaron siempre juntos, vivieron juntos y juntos,
como es natural, se consolaron en la vejez, que fue larga por cierto. Espero
que algún buscador de asteroides, encuentre su correlato en el cielo:… Y Zuleta
y Morales, como estrellas binarias, surquen eternamente los cielos…
5.
Si
no han visto la hermosísima película “Érase
una vez en América”, ¡véanla!... aunque sólo sea como homenaje a Sergio
Leone (+ tal día como hoy del año 1989). Así empezó la gloriosa historia de los
Estados Unidos, cuyo colofón fue la invasión de Irak y el comienzo de la
tercera guerra mundial.
6.
“Clara*
rosa de Lima*
Poeta
en Rama *
Campo
claro de amor, rosa amorosa
…Campoamor…”