1
“Se acordó de Macondo. El coronel
esperó diez años a que se cumplieran las promesas de Neerlandia. En el sopor de
la siesta vio llegar un tren amarillo y polvoriento con hombres y mujeres y
animales asfixiándose de calor, amontonados hasta el techo de los vagones. Era
la fiebre del banano. En veinticuatro horas transformaron el pueblo. “Me voy”,
dijo entonces el coronel. “El olor del banano me descompone los intestinos.” Y
abandonó Macondo en el tren de regreso, el miércoles veintisiete de junio de mil
novecientos seis a las dos y
dieciocho minutos de la tarde.”
Fracasado
el intento de vender el reloj y el cuadro, se decide a vender el gallo a su
compadre médico (y diabético) Sabas.
2
Santa
Marta no tiene ni tren ni tranvía. Y la Zona ya no es lo que era. El banano
ha dejado lugar a la palma aceitera… siempre a disposición de los intereses
coloniales. Y el único tren que circula por Aracataca es un carbonero de
decenas de vagones que envuelve la ciudad en una humareda onírica y tóxica.
Décadas ya que los moradores tosen resignados y recuerdan cuando las cosas no
eran exactamente así.
Hubo
un tiempo en que Aracataca (zona vallenata) gracias al tren amarillo, llegó a ser cosmopolita con la misma fatalidad con
que Voltaire se hizo misántropo. El municipio se llenó de la “hojarasca humana” propia de las épocas
florecientes. De Cali, Bogotá, Medellín, y de la zona de Córdoba y Bolívar,
llegaron mujeres (supusieron) nunca vistas, a no ser en revistas de peluquería,
y hasta de Sierra Nevada bajaban hordas con escarcha aún en las pestañas a ver
el prodigio. Diríanse restos de la peregrinación de Buendía desde Rioacha…
Y,
claro está, llegaron porque había clientela.
Hasta
de Buenos Aires (Colombia) arribaron varones incrédulos… y se quedaron
extasiados ante tanta belleza y tanta banana como florecía en la Zona.
La
cosa no duró mucho y la naturaleza (del capitalismo) se cobró lo que era suyo.
Pero antes ocurrieron cosas dignas de cien
años de soledad, o de vallenato, como gusten.
El
dinero y la inteligencia no siempre van juntos, en realidad, raras veces. Los
adinerados propenden al milagro: su mera presencia, creen, pone las cosas en su
sitio. Joaquín de Mier (da) y Benítez, hijo de asturiano monárquico, es un
ejemplo insuperable de estulticia. Propietario de hectáreas y hectáreas de
banano, caña y cafetos en la Zona, se hizo además con la exclusiva de la
explotación del puerto de santa Marta y de una naviera. Todo estaba controlado.
Fue a París y compró un tren con locomotora y todo, como es natural. Embarcó el
convoy y lo desembarcó en santa Marta, su feudo. El negocio se avistaba
redondo: traer la banana y el azúcar desde la Zona y distribuirlo por el
universo-mundo. Faltaban las vías. Cuando llegaron, Joaquín, ya criaba malvas. Antes las crió
Bolívar, precisamente en una hacienda de Joaquín, quien, espabilado, se había
unido a las filas de la insurrección. Así que…
“Santa Marta, Santa Marta tiene
tren
Santa Marta tiene tren
pero no tiene Tranvía (¡Train-vía!)
si no fuera por la Zona, caramba
Santa Marta moriría.”
…
ha quedado como restos de la antigua bonanza y de la fecundia de M.M.M. (Manuel
Medina Moscote, de Punta de Piedra, hoy municipio de Zapayán, Magdalena),
aunque Francisco “Chico” Bolaños le
dispute la autoría. Lo cierto es que cuando Paco, guajiro, llegó a la Zona, la
canción ya era famosa en todo el Magdalena. Años antes del nacimiento de García
Márquez.
Enchufen
el esputofaif y óiganla en la primera
versión registrada: Orquesta de Eduardo Arman, Odeón 1945. O en la segunda, ya
cartagenera, por la orquesta del Caribe de Lucho Bermúdez (1946).
3
Cuando
García Márquez, con su madre, regresó al pueblo desde Barranquilla, en el tren
amarillo, con la intención de vender la casa familiar, pasó por una finca
llamada, creyó recordar, Macondo…, y de ahí el nombre. De eso hace ya más de 60
años. Volvió décadas más tarde a celebrar lo del Nobel y se puso en
funcionamiento, de forma coyuntural, “el
inocente tren amarillo que tantas incertidumbres y evidencias, y tantos halagos
y desventuras, y tantos cambios, calamidades y nostalgias, había de llevar a
Macondo.” La idea era hacerlo fijo como un atractivo turístico de primer
orden. Los forasteros visitarían la estación, melancólicamente cerrada; la casa
del telégrafo, donde ejerció su padre y, naturalmente, el hogar de los García
con más estancias que capítulos tiene la novela, sería “La ruta del tren amarillo”.
De
momento la cosa se haría en autobús.
Pero para que quedara constancia de una
voluntad inquebrantable, fabricaron una estructura metálica que sobrevolaba la
carretera de entrada: “Bienvenido al
mundo mágico de Macondo” con las imágenes de Gabo y del quisquilloso fotógrafo Matiz. Y allí
estuvo, soñoliento, a la espera de las hordas de los neo-bárbaros, durante
quinquenios… hasta que un camionero despiadado y ajeno al gálibo se lo llevó p’alante. Ignoro si el munícipe lo ha
hecho reponer o lo ha dejado en la cuneta como símbolo de los nuevos tiempos.
Este
mismo año, después de toscas declaraciones de intenciones, han presentado una
memoria completísima sobre el asunto y dentro de dos décadas sabremos, digo yo,
el resultado. Las cosas van lentas en el trópico. Sin embargo, no ha faltado, como
siempre, el discurso del munícipe que pretende mantener incorrupta la
perspectiva. Este año, coincidiendo con el 25 aniversario del “Cien años…”, ha añadido a las perennes promesas
de reactivación económica una extravagancia nunca vista por estas latitudes:
una explotación “ovinocaprina”.
El
acto, como siempre, y van 30 años, ha acabado con el denodado himno:
“…Adelante, adelante
Cataquero, siempre adelante.
Mirando al frente, henchido el pecho.
Viril orgullo siempre adelante…”
Cataquero, siempre adelante.
Mirando al frente, henchido el pecho.
Viril orgullo siempre adelante…”
La
marcha esforzada de los moradores se ve interrumpida por las peligrosas vías, y
sus valientes alaridos, amortiguados por los pitidos de la carbonera. Aunque
cantan lo que cantan, no dejan de mirar a derecha e izquierda, por si se
abalanza el mercancías.
4
Llegué
a Aracataca un medidodía lluvioso del mes de mayo. Había cogido el autobús en
Santa Marta, no antes de que se corriera por toda la población que un
gilipollas andaba buscando el tren
amarillo.
Después de casi dos horas de ver llover por las ventanillas, el
conductor, amable, me dejó en la misma puerta de la casa-museo, pues, sin duda,
pensó, nada tenía que hacer yo en Aracataca que no fuera ver la casa del
prohombre. Los otros cuatro viajeros habían ido despidiéndose con ceremonia en
diferentes asentamientos de la Ciénaga.
Una calle larga, ceñida por casas bajas y de
colores en algún tiempo deslumbrantes, pero que, en aquellos momentos, parecían
brotes de enfermedades desconocidas. Árboles de hoja perenne ocultaban los
tejados de uralita. Bien porque fuera plena campaña electoral o bien por la
universal desidia sobre el tema, los nombre de los candidatos a los diferentes
cargos de la nación resaltaban como marcas de tractores indestructibles.
Entre
la Mano de Dios, que no sabía qué era
y Delicias Paisa, me decidí por el
segundo, cuya carta-menú, debido a la lluvia, era ilegible. La casa-museo la
dejé para después. Frío no hacía; calor, tampoco. La humedad, sin embargo, te
destrozaba el ánimo. Entré y tomé asiento dispuesto a resarcirme con alguna bebida
estimulante. El amable mesonero me recitó la carta:
Café, chocolate, Aguapanela,
Cholao, Salpicón, Canelazo,
Lulada, Champús, Refajo,
Chicha, Masato, Chirrinchi…
Y
acabó esta primera estrofa con un pie quebrado sublime:
Aguardiente y ron.
Y
continuó:
Jugos de mango, Borojo, Zapote,
Feijoa y Curuba…
de Guayaga agria y de Maracuyá,
¡Ah!, y jugo costeño.
Los
nombres brotaban de su boca como la hierba de la boca de Flora del cuadro de Boticelli. Era un prodigio de dicción y
delicadeza, ateniéndose a las sílabas breves y largas, a la acentuación y al
perfume.
Mientras
me perdía en esa maraña, cuatro cataqueros golpeaban, mirando al frente y henchido el pecho, fichas de
hueso de muerto sobre la superficie de formica de una mesa vecina. Y es que el
dominó es religión, aunque no tanto como en el colindante Cesar que goza de
honores universitarios. No se trata de pisar
la ficha contraria o la de tu compañero, al buen tuntún, el dominó exige una
lógica, que es la lógica matemática, y un vocabulario expresivo con el
acompañar los extravagantes giros de muñeca.
Cuatro
cervezas señalaban los cuatro puntos cardinales.
-¿Qué tanta hambre tiene,
compañero?
-Normal
-¿Viene por lo del Nobel? ¿Se
quedará esta noche? ¿No trae equipaje? ¿Viene solo? ¿Es la primera vez que visita
el lugar? ¿Ha leído “El coronel no tiene quien le escriba”? ¿Sabe jugar al dominó? ¿Ya sabe que Santa
Marta no tiene tren? ¿Ha pasado por la hacienda Macondo? ¿Sabe quién fue el
fotógrafo Matiz?... ¿Ha visto la estación? ¿Y la casa del telegrafista?...
¿Qué tanta hambre tiene, compañero?
-Normal.
Una
nube espesa (y mojada) de carbón pasó de largo por la puerta de Delicias Paisa. Algunos jirones se
entretuvieron alrededor de la sonora partida de dominó.
Al
grito de ¡te has comido la caja de
gaseosas! un trueno restalló en la sala. La mesa de formica se tambaleó y
siguieron sonidos como de pedregada. Todo daba a entender que la partida
llegaba a su punto álgido. Y así fue. Guardaron los dientes de muerto en su feretrito
y, los cuatro, se concentraron en la cerveza. Los perdedores me lanzaron
miradas resentidas y estoy por decir que pensaron en que YO era el culpable de
su mala suerte, pues no era normal ver por aquel lugar a un individuo cubierto
con tan tremendo chubasquero, ni con una bufanda tan estrafalaria. Lo de la
gorra orejera lo habían visto por Sierra nevada de Santa Marta y en las
regiones andinas.
-Compadre, mientras le aparejo la
comida vaya mirando las fotografías. ¡Son de Matiz!
Rodeando
las mesas de batalla, como una traca de Candelaria, una serie de fotografías en
blanco y negro, decoraba las paredes. Me levanté y me puse a deambular por
entre las instantáneas. Me vino a las mientes los paseos (promenades) que
intercaló Mussorsky* (el más ruso y rompedor de los cinco) en su visita a los cuadros de su amigo Harmann, recientemente
fallecido. Esos paseos (interludios)
poco tienen que ver con los paseos
vallenatos, pero aquello fue una asociación libre y nada pude hacer para
sofocarla. Por cierto ¡vaya fotógrafo!
Al
poco volvió el Paisa. Transportaba
con esfuerzo una montaña en una bandeja de latón.
-Aquí tiene su sancocho trifásico.
Yo
no había pedido sancocho en ninguna
de sus variedades. Él pensó que me haría gracia esta especie de resumen
(ampliado) gastronómico: gallina, pescado y mondongo…y como guarnición una
muestra de todas la flora del lugar. Pudimos comer, hasta hartarnos, los cinco que estábamos presentes en esta
hecatombe culinaria (el mesonero se conformó con la alegría de vernos zampar). Se
retiró y volvió con otra bandeja en la que se enseñoreaba un recipiente tan
grande como un depósito municipal de aguas: Y
aquí su jugo costeño, dijo.
Otra
asociación libre se me impuso…es lo que tienen las asociaciones libres. Imaginé
a los marineros del Potemkin*
hurgando en los recovecos de la carne de rancho.
Aquello ocurrió un año exacto antes de que el coronel abandonara Macondo, pero sus repercusiones atravesaron el siglo. Lo nuestro repercutiría en una siesta inquieta, abrazados a las mesas de formica.
Aquello ocurrió un año exacto antes de que el coronel abandonara Macondo, pero sus repercusiones atravesaron el siglo. Lo nuestro repercutiría en una siesta inquieta, abrazados a las mesas de formica.
Cuando
salí, había (momentáneamente, como supe más tarde) dejado de llover. Bajo la
pizarrita del menú, distinguí, a la luz de la escueta bombilla de la entrada, un
charco de agua opalina en el que flotaban algunas letras desoladas. Crucé la
calle y me dirigí a la posada de Morelli que pilla justo detrás de la casa del maestro.
Me abrió el mismo Morelli:
Me abrió el mismo Morelli:
-“Cuando llueve en mayo es señal de
que habrá buenas aguas.” Sea bienvenido.
Me condujo a una
habitación (¡triple!) con vistas al patio y desde la ventana pude contemplar a Isabel viendo llover en Macondo, pues,
mientras tanto, la lluvia había vuelto
con el mismo lento y monótono y despiadado ritmo.
Al
día siguiente, lunes, seguía lloviendo y así siguió hasta el miércoles, día en
que tomé el autobús de vuelta a Santa Marta… sin visitar la casa del maestro,
ni la melancólica estación ni, mucho menos, la casa del telégrafo. En cambio me
marchaba convertido en especialista en sanconchos
y bebidas tropicales de la Zona.