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jueves, 27 de junio de 2013

Propuesta para hoy, 27 de junio. Macondo. El tren de Santa Marta.


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“Se acordó de Macondo. El coronel esperó diez años a que se cumplieran las promesas de Neerlandia. En el sopor de la siesta vio llegar un tren amarillo y polvoriento con hombres y mujeres y animales asfixiándose de calor, amontonados hasta el techo de los vagones. Era la fiebre del banano. En veinticuatro horas transformaron el pueblo. “Me voy”, dijo entonces el coronel. “El olor del banano me descompone los intestinos.” Y abandonó Macondo en el tren de regreso, el miércoles veintisiete de junio de mil novecientos seis a las dos y dieciocho minutos de la tarde.”

Fracasado el intento de vender el reloj y el cuadro, se decide a vender el gallo a su compadre médico (y diabético) Sabas.

2
Santa Marta no tiene ni tren ni tranvía. Y la Zona ya no es lo que era. El banano ha dejado lugar a la palma aceitera… siempre a disposición de los intereses coloniales. Y el único tren que circula por Aracataca es un carbonero de decenas de vagones que envuelve la ciudad en una humareda onírica y tóxica. Décadas ya que los moradores tosen resignados y recuerdan cuando las cosas no eran exactamente así.



Hubo un tiempo en que Aracataca (zona vallenata) gracias al tren amarillo, llegó a ser cosmopolita con la misma fatalidad con que Voltaire se hizo misántropo. El municipio se llenó de la “hojarasca humana” propia de las épocas florecientes. De Cali, Bogotá, Medellín, y de la zona de Córdoba y Bolívar, llegaron mujeres (supusieron) nunca vistas, a no ser en revistas de peluquería, y hasta de Sierra Nevada bajaban hordas con escarcha aún en las pestañas a ver el prodigio. Diríanse restos de la peregrinación de Buendía desde Rioacha…

Y, claro está, llegaron porque había clientela.
Hasta de Buenos Aires (Colombia) arribaron varones incrédulos… y se quedaron extasiados ante tanta belleza y tanta banana como florecía en la Zona.

La cosa no duró mucho y la naturaleza (del capitalismo) se cobró lo que era suyo. Pero antes ocurrieron cosas dignas de cien años de soledad, o de vallenato, como gusten.



El dinero y la inteligencia no siempre van juntos, en realidad, raras veces. Los adinerados propenden al milagro: su mera presencia, creen, pone las cosas en su sitio. Joaquín de Mier (da) y Benítez, hijo de asturiano monárquico, es un ejemplo insuperable de estulticia. Propietario de hectáreas y hectáreas de banano, caña y cafetos en la Zona, se hizo además con la exclusiva de la explotación del puerto de santa Marta y de una naviera. Todo estaba controlado. Fue a París y compró un tren con locomotora y todo, como es natural. Embarcó el convoy y lo desembarcó en santa Marta, su feudo. El negocio se avistaba redondo: traer la banana y el azúcar desde la Zona y distribuirlo por el universo-mundo. Faltaban las vías. Cuando llegaron,  Joaquín, ya criaba malvas. Antes las crió Bolívar, precisamente en una hacienda de Joaquín, quien, espabilado, se había unido a las filas de la insurrección. Así que…

“Santa Marta, Santa Marta tiene tren
Santa Marta tiene tren
pero no tiene Tranvía (¡Train-vía!)
si no fuera por la Zona, caramba
Santa Marta moriría.”

… ha quedado como restos de la antigua bonanza y de la fecundia de M.M.M. (Manuel Medina Moscote, de Punta de Piedra, hoy municipio de Zapayán, Magdalena), aunque Francisco “Chico” Bolaños le dispute la autoría. Lo cierto es que cuando Paco, guajiro, llegó a la Zona, la canción ya era famosa en todo el Magdalena. Años antes del nacimiento de García Márquez.

Enchufen el esputofaif y óiganla en la primera versión registrada: Orquesta de Eduardo Arman, Odeón 1945. O en la segunda, ya cartagenera, por la orquesta del Caribe de Lucho Bermúdez (1946).

3
Cuando García Márquez, con su madre, regresó al pueblo desde Barranquilla, en el tren amarillo, con la intención de vender la casa familiar, pasó por una finca llamada, creyó recordar, Macondo…, y de ahí el nombre. De eso hace ya más de 60 años. Volvió décadas más tarde a celebrar lo del Nobel y se puso en funcionamiento, de forma coyuntural, “el inocente tren amarillo que tantas incertidumbres y evidencias, y tantos halagos y desventuras, y tantos cambios, calamidades y nostalgias, había de llevar a Macondo.” La idea era hacerlo fijo como un atractivo turístico de primer orden. Los forasteros visitarían la estación, melancólicamente cerrada; la casa del telégrafo, donde ejerció su padre y, naturalmente, el hogar de los García con más estancias que capítulos tiene la novela, sería “La ruta del tren amarillo”. 

De momento la cosa se haría en autobús. 



Pero para que quedara constancia de una voluntad inquebrantable, fabricaron una estructura metálica que sobrevolaba la carretera de entrada: “Bienvenido al mundo mágico de Macondo” con las imágenes de Gabo y del quisquilloso fotógrafo Matiz. Y allí estuvo, soñoliento, a la espera de las hordas de los neo-bárbaros, durante quinquenios… hasta que un camionero despiadado y ajeno al gálibo se lo llevó p’alante. Ignoro si el munícipe lo ha hecho reponer o lo ha dejado en la cuneta como símbolo de los nuevos tiempos.

Este mismo año, después de toscas declaraciones de intenciones, han presentado una memoria completísima sobre el asunto y dentro de dos décadas sabremos, digo yo, el resultado. Las cosas van lentas en el trópico. Sin embargo, no ha faltado, como siempre, el discurso del munícipe que pretende mantener incorrupta la perspectiva. Este año, coincidiendo con el 25 aniversario del “Cien años…”, ha añadido a las perennes promesas de reactivación económica una extravagancia nunca vista por estas latitudes: una explotación “ovinocaprina”.

El acto, como siempre, y van 30 años, ha acabado con el denodado himno:

“…Adelante, adelante
Cataquero, siempre adelante.
Mirando al frente, henchido el pecho.
Viril orgullo siempre adelante…”

La marcha esforzada de los moradores se ve interrumpida por las peligrosas vías, y sus valientes alaridos, amortiguados por los pitidos de la carbonera. Aunque cantan lo que cantan, no dejan de mirar a derecha e izquierda, por si se abalanza el mercancías.

4
Llegué a Aracataca un medidodía lluvioso del mes de mayo. Había cogido el autobús en Santa Marta, no antes de que se corriera por toda la población que un gilipollas andaba buscando el tren amarillo


Después de casi dos horas de ver llover por las ventanillas, el conductor, amable, me dejó en la misma puerta de la casa-museo, pues, sin duda, pensó, nada tenía que hacer yo en Aracataca que no fuera ver la casa del prohombre. Los otros cuatro viajeros habían ido despidiéndose con ceremonia en diferentes asentamientos de la Ciénaga.

Una calle larga, ceñida por casas bajas y de colores en algún tiempo deslumbrantes, pero que, en aquellos momentos, parecían brotes de enfermedades desconocidas. Árboles de hoja perenne ocultaban los tejados de uralita. Bien porque fuera plena campaña electoral o bien por la universal desidia sobre el tema, los nombre de los candidatos a los diferentes cargos de la nación resaltaban como marcas de tractores indestructibles. 

Entre la Mano de Dios, que no sabía qué era y Delicias Paisa, me decidí por el segundo, cuya carta-menú, debido a la lluvia, era ilegible. La casa-museo la dejé para después. Frío no hacía; calor, tampoco. La humedad, sin embargo, te destrozaba el ánimo. Entré y tomé asiento dispuesto a resarcirme con alguna bebida estimulante. El amable mesonero me recitó la carta:

Café, chocolate, Aguapanela,
Cholao, Salpicón, Canelazo,
Lulada, Champús, Refajo,
Chicha, Masato, Chirrinchi…
Y acabó esta primera estrofa con un pie quebrado sublime:
Aguardiente y ron.

Y continuó:
Jugos  de mango, Borojo, Zapote,
Feijoa y Curuba…
de Guayaga agria y de Maracuyá,
¡Ah!, y jugo costeño.

Los nombres brotaban de su boca como la hierba de la boca de Flora del cuadro de Boticelli. Era un prodigio de dicción y delicadeza, ateniéndose a las sílabas breves y largas, a la acentuación y al perfume.

Mientras me perdía en esa maraña, cuatro cataqueros golpeaban, mirando al frente y henchido el pecho, fichas de hueso de muerto sobre la superficie de formica de una mesa vecina. Y es que el dominó es religión, aunque no tanto como en el colindante Cesar que goza de honores universitarios. No se trata de pisar la ficha contraria o la de tu compañero, al buen tuntún, el dominó exige una lógica, que es la lógica matemática, y un vocabulario expresivo con el acompañar los extravagantes giros de muñeca.

Cuatro cervezas señalaban los cuatro puntos cardinales.

-¿Qué tanta hambre tiene, compañero?

-Normal

-¿Viene por lo del Nobel? ¿Se quedará esta noche? ¿No trae equipaje? ¿Viene solo? ¿Es la primera vez que visita el lugar? ¿Ha leído “El coronel no tiene quien le escriba”? ¿Sabe jugar al dominó? ¿Ya sabe que Santa Marta no tiene tren? ¿Ha pasado por la hacienda Macondo? ¿Sabe quién fue el fotógrafo Matiz?... ¿Ha visto la estación? ¿Y la casa del telegrafista?...
¿Qué tanta hambre tiene, compañero?

-Normal.

Una nube espesa (y mojada) de carbón pasó de largo por la puerta de Delicias Paisa. Algunos jirones se entretuvieron alrededor de la sonora partida de dominó.

Al grito de ¡te has comido la caja de gaseosas! un trueno restalló en la sala. La mesa de formica se tambaleó y siguieron sonidos como de pedregada. Todo daba a entender que la partida llegaba a su punto álgido. Y así fue. Guardaron los dientes de muerto en su feretrito y, los cuatro, se concentraron en la cerveza. Los perdedores me lanzaron miradas resentidas y estoy por decir que pensaron en que YO era el culpable de su mala suerte, pues no era normal ver por aquel lugar a un individuo cubierto con tan tremendo chubasquero, ni con una bufanda tan estrafalaria. Lo de la gorra orejera lo habían visto por Sierra nevada de Santa Marta y en las regiones andinas.

-Compadre, mientras le aparejo la comida vaya mirando las fotografías. ¡Son de Matiz!

Rodeando las mesas de batalla, como una traca de Candelaria, una serie de fotografías en blanco y negro, decoraba las paredes. Me levanté y me puse a deambular por entre las instantáneas. Me vino a las mientes los paseos (promenades) que intercaló Mussorsky* (el más ruso y rompedor de los cinco) en su visita a los cuadros de su amigo Harmann, recientemente fallecido. Esos paseos (interludios) poco tienen que ver con los paseos vallenatos, pero aquello fue una asociación libre y nada pude hacer para sofocarla. Por cierto ¡vaya fotógrafo!

   



Al poco volvió el Paisa. Transportaba con esfuerzo una montaña en una bandeja de latón.

-Aquí tiene su sancocho trifásico.



Yo no había pedido sancocho en ninguna de sus variedades. Él pensó que me haría gracia esta especie de resumen (ampliado) gastronómico: gallina, pescado y mondongo…y como guarnición una muestra de todas la flora del lugar. Pudimos comer, hasta hartarnos, los cinco que estábamos presentes en esta hecatombe culinaria (el mesonero se conformó con la alegría de vernos zampar). Se retiró y volvió con otra bandeja en la que se enseñoreaba un recipiente tan grande como un depósito municipal de aguas: Y aquí su jugo costeño, dijo.

Otra asociación libre se me impuso…es lo que tienen las asociaciones libres. Imaginé a los marineros del Potemkin* hurgando en los recovecos de la carne de rancho.



Aquello ocurrió un año exacto antes de que el coronel abandonara Macondo, pero sus repercusiones atravesaron el siglo. Lo nuestro repercutiría en una siesta inquieta, abrazados a las mesas de formica.

Cuando salí, había (momentáneamente, como supe más tarde) dejado de llover. Bajo la pizarrita del menú, distinguí, a la luz de la escueta bombilla de la entrada, un charco de agua opalina en el que flotaban algunas letras desoladas. Crucé la calle y me dirigí a la posada de Morelli que pilla justo detrás de la casa del maestro. 



Me abrió el mismo Morelli:

-“Cuando llueve en mayo es señal de que habrá buenas aguas.” Sea bienvenido. 



Me condujo a una habitación (¡triple!) con vistas al patio y desde la ventana pude contemplar a Isabel viendo llover en Macondo, pues, mientras tanto, la lluvia había vuelto con el mismo lento y monótono y despiadado ritmo.



Al día siguiente, lunes, seguía lloviendo y así siguió hasta el miércoles, día en que tomé el autobús de vuelta a Santa Marta… sin visitar la casa del maestro, ni la melancólica estación ni, mucho menos, la casa del telégrafo. En cambio me marchaba convertido en especialista en sanconchos y bebidas tropicales de la Zona.














RELATO VERAZ, EXENTO DE RETÓRICA, DE UN EPISODIO (EN MARCHA) DE CORONAVIRUS.

Quizás pueda ayudar a alguien. Seguiré contando el desarrollo y desenlace... CONTACTO CON PERSONA INFECTADA. Se supone que el...