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sábado, 25 de mayo de 2013

Propuesta para hoy, 25 de mayo. SEGUNDA SERIE. Stendhal entra en Italia. Haydn.




(Asteriscos* remiten a razones efemerísitcas)




Ivrea,  lo que es Ivrea, no es un sitio envidiable, a menos que sea Vd. un loco del esquí suicida, de las escaladas sin sentido o un nostálgico degenerado de la “tomatina” de Bunyol, en cualquiera de sus variantes. Poco que hacer en esta ciudad regada por el Dora Baltea. De hecho no habríamos venido (vengo, como es natural, con mis Custodios, que se han largado volando a la cima del monte Rosa…) a no ser por mi querido Stendhal. No puede decirse que haga frío, pero, vamos, yo me he colocado debajo de una chimenea petroquímica, sentadito en una gélida silla de aluminio que no sé si pertenece al Intimissim de la esquina o al churrero. 


A lo lejos, pues la plaza permite esas magníficas panorámicas, veo que alguien se aproxima con un trapo colgado en su brazo izquierdo. Viene hacia mí, no hay duda. La plaza está vacía. Se para ante mí y, como un gendarme malcarado, me pregunta qué quiero. Parece el comienzo de una parábola. Querer, querer… ¡tantas cosas querría! 
 
–Me conformo con un cuartillo de grappa, de la buena.

Y lo veo alejarse como un peón desganado por el ajedrezado piso de la explanada. Su vuelta causa tristeza. 

Stendhal, que, en Génova, se ha librado de una salvaje y definitiva caída de caballo, acompaña al ejército napoleónico. Por fín (¡gracias a las matemáticas!... y a los Daru) ha podido abandonar su odiada Grenoble y enrolarse, más o menos, en el ejército. Tiene el aspecto, dice, de una niña de catorce años y con un cabezón importante y unos kilos de más, añado yo. Su infancia, tras la muerte de su madre, ha sido una desgracia, sólo mitigada por el abuelo paterno y el españolismo de la tía abuela. Y, cuando pudo elegir, por las espinacas. Y aquí lo tenemos, defraudado por el mismísimo san Bernardo y haciéndose el valiente ante los cañonazos que desde el fuerte de Barda barren el sinuoso camino por donde avanzan soldados, caballos, mosquitos (que bien hubiera venido una ramita de melisa), carromatos, prostitutas, perros… El fondo del barranco está cubierto por los caballos que han tenido mala suerte. 




Napoleón, a lomos de un asno duro y guiado por un guía fiel y experto, cruzó, helado hasta los huesos, como lo haría Aníbal, el terrible puerto de san Bernardo. David lo imaginó sobre un hermoso corcel (Stendhal me aborrecería por no utilizar “caballo”). Y así lo reprodujo hasta la saciedad para lustre de las múltiples residencias imperiales. Aquí quiero hacer un inciso de interés, mientras, con un palillo, extraigo las últimas gotas de grappa

Ningún caballo de los que llevaba Napoleón se llamaba Marengo (¡que no!). Marengo, bautizado así por la batalla que estamos a punto de mencionar, había sido “importado” de Egipto ese mismo año, tenía 7 años, por lo que no creo que el Primer Cónsul, le hiciera pasar por ese trago. O, si me apuran, cosa que no sé, aún no había llegado a tierras galas. Marengo, el más famoso de los 130 caballos que componían la cuadra de Napoleón, fue herido ocho veces. Era de baja estatura, como su jinete, pero veloz y resistente. Participó en Austerlitz, en Jena, en Wagram y, al galope, recorrió ¡en cinco horas! los 130 kilómetros (tantos como caballos tenía el Cónsul) que separan Valladolid de Burgos. Sobrevivió al desastre ruso y fue capturado por los ingleses en Waterloo cuando ya tenía 22 años. Aún le quedaban 16 años de vida apacible, como semental. Su esqueleto, si quieren admirarlo, se encuentra en el museo del ejército de Sadhurst, aunque dense prisa porque los irlandeses lo reclaman. Verán que le faltan dos pezuñas: una, convertida en cajita-relicario, está en el museo, la otra, convertida en cajita-relicario, dando tumbos por olvidados cajones de cocina.


Stendhal, sujeto a la cola de su caballo, hace lo que puede. Está, tempranamente, imbuido por el espíritu romántico y a un paso… ¡pero qué paso!, de Italia. 

El valle se va ensanchando: “Todavía estoy viendo el primer aspecto de Ivrea, vislumbrada a tres cuartos de legua, un poco a la derecha, y a la izquierda unas montañas distantes, quizás el Monte Rosa y los montes de Bielle…”

Imaginen Vds. a la soldadesca, pues para Stendhal nunca fueron otra cosa, matándose por una habitación, una loncha de tocino o unas contraventanas que alimentaran las fogatas que surgían por toda la ciudad. Stendhal, liberal, republicano, anticlerical furibundo, amante de la felicidad del pueblo, se hubiera dejado matar antes que compartir una semana con lo que he llamado, para simplificar, pueblo

Más listo que otros, encontró (y defendió) posada para él y el capitán a quien servía. 

Era, pongamos el 25 de mayo del año 1800. En el teatro de Ivrea daban la aclamada ópera bufaEl matrimonio secreto” de Cimarosa, una divertida sucesión de arias y recitativos según norma, y con un arrojo impropio de sus dieciseis y medio(los mismos que Fabrizio cuando empieza su aventura), pero con una inconsciencia adecuada y ¡vestido de civil!, lo que añadía peligro al asunto, fue al encuentro de lo que sería uno de los objetos más amados en toda su vida. Era domingo y noche de boca de lobo. 



 No le importó que a Carolina (Kubly), le faltara el colmillo derecho ni que fuera un poco bizca, cuando entonó el “Io ti lascio perché uniti…” y, sobre todo, con “dejadme respirar” del II acto, Henry, pues aún no era Stendhal, lloró.
El amor por Kubly duró meses. Añadió Cimarosa a Mozart y a las espinacas. Stendhal nunca quiso apreciar la ópera seria ni la tragedia, ni el pathos… sobre todo si esos elevados sentimientos estaban encerrados en marmóreos versos. Su ideal era el Código Civil como forma y un comedido epicureísmo como fondo. Siempre pensó que la Kubly le había dirigido algunas miradas interesantes… de nada sirvió que le recordaran que era bisoja.

Y aquí es necesario otro inciso.
 ¿En qué teatro vio Henry la obra de Cimarosa? El Teatro Giacosa, el oficial, el orgullo del municipio, y que nada tiene que envidiar a la Escala, dicen, se construyó después, más o menos cuando nuestro autor ejercía, desdichado, de cónsul en Trieste, alegoría del limbo. La conversión de la iglesia de Gesú en teatro no se realizó hasta abril de 1802, cuando estaba con las tropas en Brescia y Bérgamo. O sea que nos quedamos sin saber dónde tuvo lugar esa importante representación del Matrimonio segreto. Sebad habla del Emporeum…pero, ¡oigan...ni rastro!



 Con un grito… que ni Tarzán… llamo al camarero. Los tres costados de la plaza, pues está abierta a Via Palestro, crean un eco que hace fluctuar la llama de la lanza petroquímica. La plaza sigue vacía. Vuelvo a ver, lejísimos, la triste figura del trabajador de hostelería. Con el brazo derecho y la mano, de la que sobresale un flácido índice, hago el gesto universal de ¡¡otraaaa!! Me lo agradece con una mueca que, a esta distancia, parece una sonrisa. Acompaña la grappa con un triángulo de pizza cuatro estaciones.

El mes anterior acababa de estrenarse en Viena la Primera de Beethoven. Haydn, tras La Creación, así en general, se ocupa de los pormenores en Las Estaciones. Balzac tiene un año de vida. Fabrizio del Dongo, dos. Al año siguiente Napoleón firmará el concordato con el Vaticano y el ultramonárquico y meapilas Chateaubriand se acercará a Napoleón: “Mientras yo tuve poder, fue uno de mis más viles aduladores. Es un fanfarrón sin carácter, que posee el furor de componer libros...”, anotó el inminente emperador.
Goya estaba sumido, ahogado, diría yo, pues la ausencia de aire es notable: “dejadme respirar”… en La Familia de Carlos IV. La primera maja había sido expedida y ya pensaba en la segunda. Los Desastres de la guerra se están fraguando de camino a Milán.

A la mañana siguiente, al despuntar el alba, el Monte Rosa lanzó un guiño juguetón 


(¡!). Henry y su capitán, confundidos entre la multitud que se encamina a arreglar cuentas a los austriacos, discuten sobre lo vivido la noche anterior. Antes de hacer su entrada en Milán tuvieron que pelear en el Ticino, que separa el Piamonte de Lombardía. Stendhal participó, a su manera, en la batalla: no se enteró de nada. Siempre anduvo por los márgenes… viendo el humo de la cañonería. Sólo en la posterior campaña de Austria pudo conocer, ora avanzando, ora retrocediendo, los inconvenientes, por llamarlos así, de la guerra.

¡¡Milano!! …¡¡Voglio una donna!! Se sentía como un Valmont y quería más pruebas de fuego. Adiós Delfinado, adiós París… ¡Bienvenida Italia! Diecisiete años y medio… y sin mojar… pero rebosando españolismo. Y digo yo, que por tal concepto entendería una mezcla de orgullo, obstinación, valentía, adustez, honor, fidelidad… ¡Si nuestro héroe levantara la cabeza!

Entraron, saltándose Marengo, en Milán por la Puerta Nueva, hoy dedicada a Manzoni. Y en Corsia del Giardino, pasada Bigli, se encontró con el mayor de los Daru jrs. Dijo adiós a su capitán y se dejó conducir por Martial. La magnífica  casa daba a la Corsia. No estaba lejos, al contrario, de La Scala, que nada tiene que envidiar al Teatro de la Giacosa de Ivrea, dicen. Cenaron, como es natural, chuletas empanadas… y añade Henry: “Durante varios años este plato me recordaba a Milán”…nos ha jodio… ¡a ti y a todo el universo-mundo! Aunque, en puridad, nada se sepa sobre su origen. 


El Wiener Schnitzel, además de raza canina, es la adaptación, así quiero pensar, de la milanesa, llevada, a marcha rápìda, a Viena por el fiel Radeztky como botín de guerra tras la batalla de Novara, en la que también cayó Brescia… donde, dentro de un momento, encontraremos a nuestro héroe, que, de momento, pasea su grandeza soñada, y una erección de caballo, por el Corso y por las arcadas de la Scala, soñando con la Nueva Eloisa.

Napoleón había puesto fin a los taciturnos “tredici mesi”… ¡Milan era una fiesta!

Acabada la grappa, tiro una silla al suelo. El camarero se asoma en la lontananza. Levanto el brazo derecho y froto suavemente el pulgar con el dedo corazón. El hostelero me contesta alzando las manos, por dos veces y con los diez dedos extendidos. Dejo el riñón derecho y llamo a mis Arcángeles. Aterrizan en la explanada. Sus plumas me parecen rosadas. Un perfume de cadera de ángel se desperdicia por este desierto urbano.

–¡A Milán!


Y aquí estamos, en lo que ha quedado de la Corsia del Giardino, un local estúpido y carente de toda gracia. Cuando les he pedido una costilla a la milanesa, me han contestado: “Aquí no gastamos d’eso” (sic). Pues, póngame una bola de caprese de búfala y un cuartillo de grapa, es por no mezclar…, les he respondido. Mis Custodios se han largado a hacer acrobacias entre las agujas del Duomo.

 
En septiembre “es asignado al Sexto Regimiento de Dragones, con el cargo de subteniente.” (W.G.S.)… y empezó todo. Le “Chinois” se ve guapo. El uniforme lo ha transformado. Irresistible… si no fuera por lo que es: feo, chaparro y con cuello de toro. Los uniformes, sin embargo, todo lo pueden. Pierde su virginidad a cambio de una sífilis, que ya en diciembre empieza a señalarle moratones: Una noche con Afrodita y toda una vida con Mercurio, que se dice. Y así, cargado y cebado, se dispone a conquistar corazones femeninos. 
 
El primero, el de Angela Pietragrua (Gina), “la meretriz de su compañero Joinville”. Lo de meretriz lo descubrió, desalentado, más tarde. Ahora, lo califica de celestial, apasionado, capaz de transportarlo al país de las quimeras, loco, delicioso, arrebatador, pasional… va acumulando vocabulario para su “Del Amor”… y nombres para sus novelas posteriores. Gina borra, de momento, el recuerdo de la pueblerina Victorine, su amor de adolescencia…

 La vida le parece un sueño (*). Sólo roto por su lúgubre visita al campo de batalla de Marengo. Hacía un año. Aquello era como la resurrección, interrumpida, de los muertos. Un halo funesto cubría los campos entre Alessandria y Tortona. 


Allí presintió el final del Imperio y su glorioso destino que, de momento, era bien miserable. También yo podría decir algo en contra de Tortona, ciudad que me vio casi morir de congelación en mi ridícula, como Vds. saben, campaña de Trento.

…Sin embargo…ese amor (por Gina) “no llegó a lo que llaman la felicidad hasta 1811… Bueno, once años no de fidelidad, sino de una especie de constancia.” Y es que entonces que una mujer apoyara su brazo en tu hombro, que rozara con su mano la tuya, que te mirara un segundo más que al comensal de al lado… abría todo un mundo e, incluso, lo colmaba. Tener unos dientes bonitos, cuando lo normal sería la encía desnuda; unos pies delicados; una piel aterciopelada; exhalar un sugestivo perfume… eran cualidades exclusivas de la nobleza y sus satélites, por llamarlos de alguna manera. 

En noviembre (todo esto tiene la exactitud inexacta que el mismo Stendhal propone) es destinado a Brescia y Bérgamo. Acude con frecuencia a Milán. Empieza el nuevo año con una representación del “Matrimonio Secreto” que, a esas alturas, digo yo, sería de conocimiento público. (¿Fue entonces su encuentro con Laclos?) 


Carolina es muy hermosa, pero no lo bastante para borrar de su mente la imagen de la bizca y desdentada de Ivrea. Para colmo de melancolía, Cimarosa muere ese mismo mes y Gina no parece acordarse de él. En realidad no se acordaba. Meses de insania y excitación. La enfermedad se muestra más descarada. Vuelve a París. Se publica El genio del cristianismo de su malquerido Chateaubriand. Beethoven se interna en el romanticismo con el Claro de luna.

Pasemos por alto el renacer de su pasión por Victorina, la aventura marsellesa con Mélanie, la conversión del Cónsul en Emperador y el agostamiento de los árboles de la libertad; sus lecturas de Rousseau, Shakespeare, los “sensacionalistas” ingleses y franceses; su visita a Grenoble, su vuelta a París y su años de servicio en Brunswick (Alemania), donde, además de enamorarse de Minna, de llegar a aborrecer la caza, atragantarse con las salchichas, vomitar con el “champagne rose”… es “testigo” de la batalla de Jena y de la entrada de Napoleón en Berlín. Pasaremos también por alto su regreso a París (noviembre 1808) y la campaña de Viena,  donde “presenciará” la batalla de Wagram y aún tendrá tiempo de asistir al funeral de Haydn y escuchar el “ruidoso y aburrido” Réquiem de Mozart, (aunque no en ese orden). Ese mismo año aparece “Las afinidades electivas”.

Un tercer inciso se hace necesario. Gall, médico, como Vds. saben, inventó la frenología. En Viena, por consideraciones teológicas que tenía que ver con el libre albedrío y tal, le pusieron las cosas difíciles. Así que se largó a París; allí tuvo oportunidad de tratar, profesionalmente, a nuestro Henry. Tampoco en París las cosas le fueron rodadas… y es que se atrevió a decir que, en base a la morfología del cráneo del Emperador, no se podía esperar grandes cosas de él… ¡A estas alturas! 

A lo que iba. Haydn, vuelto de Inglaterra, residía en Viena cuando Napoleón, que había colocado un guardia de honor en la puerta del músico, empezó a bombardear la ciudad (12 mayo, 1809). A pesar de su extrema confianza, Haydn dejó este mundo el último día de mayo. Los funerales regios se realizaron el 15 de junio…Sonó el Réquiem de Mozart y allí estaba, como he dicho, nuestro héroe. Esterházy, a cuyo servicio había estado, el difunto, media vida, consiguió el permiso para exhumar los restos; pero se olvidó de hacerlo… ¡y así pasaron 11 años! Cuando se abrió la tumba encontraron el cuerpo y el pelucón, apoyado directamente sobre los omoplatos. Había perdido la cabeza. Y es que Carl y Peter, discípulos avanzados y avezados del frenólogo, la habían robado para estudiar “en vivo”, la zona 17, de las 27 zonas funcionales del cerebro: en efecto, en Haydn había alcanzado la plenitud. Peter, coleccionista, cuando se cansó de tantos restos, se la regaló a Carl. 

Estenházy, mientras tanto había soltado los perros que dieron con la pista. Carl la escondió con malísimas artes. El príncipe anunció una pública recompensa que surtió efecto inmediato. Carl entregó un cráneo diferente y el príncipe no pagó, de tal manera que las astucias quedaron compensadas. El cráneo equivocado fue reintegrado a su lugar natural. A la muerte de Carl, el cráneo fue entregado al hospital y… sólo en la Hungría comunista se cerró el círculo. Depositaron el cráneo verdadero en el sepulcro sin desprenderse de la primera. De tal manera que en la Bergkirche de Eisenstadt, existe una tumba con dos calaveras dentro.


Lo retomamos en 1811 en París, imprudentemente enamorado de la mujer de su “protector” y nombrado, quizás por eso, Auditor de Estado e Inspector general del mobiliario de la Corona. Y es en este momento cuando se le ocurre un viajecito a Italia, previo a la campaña de Rusia de 1912.

Balzac está interno en Vendôme, lamentándose del poco amor materno y Goya va gestando los “desastres de la guerra”.

Septiembre. Milan. La Scala… ¡Gina! 

Antes del asalto final se preparó a conciencia. Se instaló principescamente, alquiló un carruaje, compró un magnífico (y resistente) bastón, se acicaló de arriba abajo y compro unos pintorescos, pero serios, tirantes. Paseó su dicha y su ansiedad por las galerías de arte (dando forma a su famoso síndrome) por las arterias principales, por los palcos de la Scala… Por fin se decidió a hacer una visita a su amante. No  me extenderé en detalles (F.C. Green, Martineau…). “Gina capituló en las primeras horas de la mañana del 22 de septiembre, una horas antes de la partida de Stendhal para Bolonia”, condición impuesta.




Sebald: “Sea como fuere, consigue obtener de él la promesa de que, una vez concedidos sus favores, se alejará de Milán. Beyle acepta esta condición sin protestar y el mismo día abandona Milán, la ciudad añorada durante tanto tiempo, no sin antes haber apuntado en los tirantes de su pantalón (los mismos, por cierto, con los que se había declarado a madame Daru) la fecha y el momento de su conquista, el 21 de septiembre, a las once y media de la mañana.”

Alguien se equivoca, pero… ¿qué importa? La revolución había dedicado ese día complementaire (21 ó 22 de septiembre, según si el año fuera, o no, bisiesto) a la opinión.

Once años esperó Stendhal para escribir la primera frase de su amplia y desigual obra literaria. 


–¿Podría poner punto y final con una melisa?

–Bien veo, caballero, que está impuesto en el calendario revolucionario.

–Échele un chorrico de grappa. Y cóbrese–digo sacándome el ojo derecho. A este paso llegaré a Barcelona sin órganos, me digo.

Al perfume de la melisa, acuden mis Ángles. La cristalería parece interpretar un aria de Cimarosa. Silencio absoluto… ¡pasa un ángel!...No, perdón, cuatro.

–¡Hostia...! ¡El perro!

NOTA BENE.
 O. K. está retrando a K. K., que discute acaloradamente con Loos. La silla donde posa el satírico se rompe y O.K. anota en el reverso del cuadro: “Pro domo et mundo. El asiento que ocupó Karl Kraus durante la realización de este cuadro se quebró tras la última sesión, el 7 de febrero de 1925, y hubo que llamar al carpintero. Del naufragio del mundo de aquellos que nacieron con telarañas o barricadas ante los ojos, tú has salvado un tablón para hacerte un escritorio. OK”...
Algo así como el "Tiziano fecit, fecit".










viernes, 17 de mayo de 2013

Propuesta para hoy, 17 de mayo. SEGUNDA SERIE. Stendhal entra en Italia. Ivrea. Primera conquista amorosa.



(Asteriscos* remiten a razones efemerísitcas)
Ivrea,  lo que es Ivrea, no es un sitio envidiable, a menos que sea Vd. un loco del esquí suicida, de las escaladas sin sentido, un amante de las máquinas de escribir periclitadas o un nostálgico degenerado de la “tomatina” de Bunyol, en cualquiera de sus variantes.


 Poco que hacer en esta ciudad regada por el Dora Baltea. De hecho no habríamos venido (vengo, como es natural, con mis Custodios, que se han largado volando a la cima del monte Rosa…) a no ser por mi querido Stendhal. No puede decirse que haga frío, pero, vamos, yo me he colocado debajo de una chimenea petroquímica, sentadito en una gélida silla de aluminio que no sé si pertenece al Intimissim de la esquina o al churrero. 


A lo lejos, pues la plaza permite esas magníficas panorámicas, veo que alguien se aproxima con un trapo colgado en su brazo izquierdo. Viene hacia mí, no hay duda. La plaza está vacía. Se para ante mí y, como un gendarme malcarado, me pregunta qué quiero. Parece el comienzo de una parábola. Querer, querer… ¡tantas cosas querría! 

–Me conformo con un cuartillo de grappa, de la buena.

Y lo veo alejarse como un peón desganado por el ajedrezado piso de la explanada. Su vuelta causa tristeza. 

Stendhal, que, en Génova, se ha librado de una salvaje y definitiva caída de caballo, que lo hubiera convertido en miembro de tan selecto grupo, acompaña al ejército napoleónico. Por fín (¡gracias a las matemáticas!... y a los Daru) ha podido abandonar su odiada Grenoble y enrolarse, más o menos, en el ejército. Tiene el aspecto, dice, de una niña de catorce años y con un cabezón importante y unos kilos de más, añado yo.

Su infancia, tras la muerte de su madre, ha sido una desgracia, sólo mitigada por el abuelo paterno y el españolismo de la tía abuela. Y, cuando pudo elegir, por las espinacas. Y aquí lo tenemos, defraudado por el mismísimo san Bernardo y haciéndose el valiente ante los cañonazos que desde el fuerte de Barda barren el sinuoso camino por donde avanzan soldados, caballos, mosquitos, carromatos, prostitutas, perros… El fondo del barranco está cubierto por los caballos que han tenido mala suerte. Napoleón, a lomos de un asno duro y guiado por un guía fiel y experto, cruzó, helado hasta los huesos, como lo haría Aníbal, el terrible puerto de san Bernardo. David lo imaginó sobre un hermoso corcel (Stendhal me aborrecería por no utilizar “caballo”). Y así lo reprodujo hasta la saciedad para lustre de las múltiples residencias imperiales. Se olvidó de homenajear a los hermosos perros que libraron a muchos de la "muerte blanca".




Aquí quiero hacer un inciso de interés, mientras, con un palillo, extraigo las últimas gotas de grappa

Ningún caballo de los que llevaba Napoleón se llamaba Marengo (¡que no!). Marengo, bautizado así por la batalla que estamos a punto de mencionar (¡y que aún no ha tenido lugar!) había sido “importado” de Egipto ese mismo año, tenía 7 años, por lo que no creo que el Primer Cónsul, le hiciera pasar por ese trago. O, si me apuran, cosa que no sé, aún no había llegado a tierras galas. Marengo, el más famoso de los 130 caballos que componían la cuadra de Napoleón, fue herido ocho veces. Era de baja estatura, como su jinete, pero veloz y resistente. Participó en Austerlitz, en Jena, en Wagram y, al galope, recorrió ¡en cinco horas! los 130 kilómetros (tantos como caballos tenía el Cónsul) que separan Valladolid de Burgos. Sobrevivió al desastre ruso y fue capturado por los ingleses en Waterloo cuando ya tenía 22 años. 


Aún le quedaban 16 años de vida apacible, como semental. Su esqueleto, si quieren admirarlo, se encuentra en el museo del ejército de Sadhurst, aunque dense prisa porque los irlandeses lo reclaman. Verán que le faltan dos pezuñas: una, convertida en cajita-relicario, está en el museo, la otra, convertida en cajita-relicario, dando tumbos por olvidados cajones de cocina.

Stendhal, sujeto a la cola de su caballo, hace lo que puede. Está, tempranamente, imbuido por el espíritu romántico y a un paso… ¡pero qué paso!... de Italia. Era el sábado 17 de mayo del año 1800

El valle se va ensanchando: “Todavía estoy viendo el primer aspecto de Ivrea, vislumbrada a tres cuartos de legua, un poco a la derecha, y a la izquierda unas montañas distantes, quizás el Monte Rosa y los montes de Bielle…”

Imaginen Vds. a la soldadesca, pues para Stendhal nunca fueron otra cosa, matándose por una habitación, una loncha de tocino o por unas contraventanas que alimentaran las fogatas que surgían por toda la ciudad. Stendhal, liberal, republicano, anticlerical furibundo, amante de la felicidad del pueblo, se hubiera dejado matar antes que compartir una semana con lo que he llamado, para simplificar, pueblo

Más listo que otros, encontró (y defendió) posada para él y el capitán a quien servía.
Amaneció el domingo 18 de mayo del año 1800




En el teatro de Ivrea daban la aclamada ópera bufaEl matrimonio secreto” de Cimarosa, una divertida sucesión de arias y recitativos según norma, y con un arrojo impropio de sus diecisiete años, pero con una inconsciencia adecuada y ¡vestido de civil!, lo que añadía peligro al asunto, fue al encuentro de lo que sería uno de los objetos más amados en toda su vida. Era domingo y noche de boca de lobo. No le importó que a Carolina le faltara el colmillo derecho ni que fuera un poco bizca, cuando entonó el “Io ti lascio perché uniti…” y, sobre todo, con “dejadme respirar” del II acto, Henry, pues aún no era Stendhal, lloró… y es que el contexto pesa mucho.

El amor por Carolina duró meses. Añadió Cimarosa a Mozart y a las espinacas. Stendhal nunca quiso apreciar la ópera seria ni la tragedia, ni el pathos… sobre todo si esos elevados sentimientos estaban encerrados en marmóreos versos. Su ideal era el Código Civil como forma y un comedido epicureísmo como fondo. Siempre pensó que la Carolina le había dirigido algunas miradas interesantes… de nada sirvió que le recordaran que era bisoja.

Y aquí es necesario otro inciso.

 ¿En qué teatro vio Henry la obra de Cimarosa? El Teatro Giacosa, el oficial, el orgullo del municipio, y que nada tiene que envidiar a la Escala, dicen, se construyó después, más o menos cuando nuestro autor ejercía, desdichado, de cónsul en Trieste, alegoría del limbo. La conversión de la iglesia de Gesú en teatro no se realizó hasta abril de 1802, cuando estaba con las tropas en Brescia y Bérgamo. O sea que nos quedamos sin saber dónde tuvo lugar esa importante representación del Matrimonio segreto. Sebad habla del Emporeum…pero, oigan.... ¡ni rastro!

Con un grito… que ni Tarzán… llamo al camarero. Los tres costados de la plaza, pues está abierta a Via Palestro, crean un eco que hace fluctuar la llama de la lanza petroquímica. La plaza sigue vacía. Vuelvo a ver, lejísimos, la triste figura del trabajador de hostelería. Con el brazo derecho y la mano, de la que sobresale un flácido índice, hago el gesto universal de ¡¡otraaaa!! Me lo agradece con una mueca que, a esta distancia, parece una sonrisa. Acompaña la grappa con un triángulo de pizza cuatro estaciones.

El mes anterior acababa de estrenarse en Viena la Primera de Beethoven. Haydn, tras La Creación, así en general, se ocupa de los pormenores en Las Estaciones. Balzac tiene un año de vida. Fabrizio del Dongo, dos. Al año siguiente Napoleón firmará el concordato con el Vaticano y el ultramonárquico y meapilas Chateaubriand se acercará a Napoleón: “Mientras yo tuve poder, fue uno de mis más viles aduladores. Es un fanfarrón sin carácter, que posee el furor de componer libros...”, anotó el inminente emperador.
Goya estaba sumido, ahogado, diría yo, pues la ausencia de aire es notable: “dejadme respirar”… en La Familia de Carlos IV. La primera maja había sido expedida y ya pensaba en la segunda. Los Desastres de la guerra se están fraguando de camino a Milán. 

A la mañana siguiente, al despuntar el alba, el Monte Rosa lanzó un guiño juguetón (¡!). 


Henry y su capitán, confundidos entre la multitud que se encamina a arreglar cuentas a los austriacos, discuten sobre lo vivido la noche anterior. Antes de hacer su entrada en Milán tuvieron que pelear en el Ticino, que separa el Piamonte de Lombardía. Stendhal participó, a su manera, en la batalla: no se enteró de nada. Siempre anduvo por los márgenes… viendo el humo de la cañonería. Sólo en la posterior campaña de Austria pudo conocer, ora avanzando, ora retrocediendo, los inconvenientes, por llamarlos así, de la guerra.
¡¡Milano!! …¡¡Voglio una donna!! Se sentía como un Valmont y quería más pruebas de fuego. Adiós Delfinado, adiós París… ¡Bienvenida Italia! Diecisiete años y medio… y sin mojar… pero rebosando españolismo. Y digo yo, que por tal concepto entendería una mezcla de orgullo, obstinación, valentía, adustez, honor, fidelidad… ¡Si nuestro héroe levantara la cabeza!


Entraron, saltándose Marengo, en Milán por la Puerta Nueva, hoy dedicada a Manzoni. Y en Corsia del Giardino, pasada Bigli, se encontró con el mayor de los Daru jrs. Dijo adiós a su capitán y se dejó conducir por Martial. La magnífica  casa daba a la Corsia. No estaba lejos, al contrario, de La Scala, que nada tiene que envidiar al Teatro de la Giacosa de Ivrea, dicen. 




Cenaron, como es natural, chuletas empanadas… y añade Henry: “Durante varios años este plato me recordaba a Milán”… nos ha jodio… ¡a ti y a todo el universo-mundo! Aunque, en puridad, nada se sepa sobre su origen. 


El Wiener Schnitzel, además de raza canina, es la adaptación, así quiero pensar, de la milanesa, llevada, a marcha rápìda, a Viena por el fiel Radeztky como botín de guerra tras la batalla de Novara, en la que también cayó Brescia… donde, dentro de un momento, encontraremos a nuestro héroe, que, por ahora, pasea su grandeza soñada, y una erección de caballo, por el Corso y por las arcadas de la Scala, soñando con la Nueva Eloisa.

Napoleón había puesto fin a los taciturnos “tredici mesi”… ¡Milan era una fiesta!

Acabada la grappa, tiro una silla al suelo. El camarero se asoma en la lontananza. Levanto el brazo derecho y froto suavemente el pulgar con el dedo corazón. El hostelero me contesta alzando las manos, por dos veces y con los diez dedos extendidos. Dejo el riñón derecho y llamo a mis Arcángeles. Aterrizan en la explanada. Sus plumas me parecen rosadas. Un perfume de cadera de ángel se desperdicia por este desierto urbano.
–¡A Milán!



Y aquí estamos, en lo que ha quedado de la Corsia del Giardino, un local estúpido y carente de toda gracia. Cuando les he pedido una costilla a la milanesa, me han contestado: “Aquí no gastamos d’eso” (sic). Pues, póngame una bola de caprese de búfala y un cuartillo de grapa, es por no mezclar…, les he respondido. Mis Custodios se han largado a hacer acrobacias entre las agujas del Duomo.

En septiembre “es asignado al Sexto Regimiento de Dragones, con el cargo de subteniente.” (W.G.S.)… y empezó todo. Le “Chinois” se ve guapo. El uniforme lo ha transformado. Irresistible… si no fuera por lo que es: feo, chaparro y con cuello de toro. Los uniformes, sin embargo, todo lo pueden. Pierde su virginidad a cambio de una sífilis, que ya en diciembre empieza a señalarle moratones: Una noche con Afrodita y toda una vida con Mercurio, que se dice. Y así, cargado y cebado, se dispone a conquistar corazones femeninos. 

El primero, el de Angela Pietragrua (Gina), “la meretriz de su compañero Joinville”. Lo de meretriz lo descubrió, desalentado, más tarde. Ahora, lo califica de celestial, apasionado, capaz de transportarlo al país de las quimeras, loco, delicioso, arrebatador, pasional… va acumulando vocabulario para su “Del Amor”… y nombres para sus novelas posteriores. Gina borra, de momento, el recuerdo de la pueblerina Victorine, su amor de adolescencia…

 La vida le parece un sueño (*). Sólo roto por su lúgubre visita al campo de batalla de Marengo. Hacía un año. Aquello era como la resurrección, interrumpida, de los muertos. Un halo funesto cubría los campos entre Alessandria y Tortona. Allí presintió el final del Imperio y su glorioso destino que, por ahora, era bien miserable. También yo podría decir algo en contra de Tortona, ciudad que me vio casi morir de congelación en mi ridícula, como Vds. saben, campaña de Trento.

…Sin embargo…ese amor (por Gina) “no llegó a lo que llaman la felicidad hasta 1811… Bueno, once años no de fidelidad, sino de una especie de constancia.” Y es que entonces que una mujer apoyara su brazo en tu hombro, que rozara con su mano la tuya, que te mirara un segundo más que al comensal de al lado… abría todo un mundo e, incluso, lo colmaba. Tener unos dientes bonitos, cuando lo normal sería la encía desnuda; unos pies delicados; una piel aterciopelada; exhalar un sugestivo perfume… eran cualidades exclusivas de la nobleza y sus satélites, por llamarlos de alguna manera. 


En noviembre (todo esto tiene la exactitud inexacta que el mismo Stendhal propone) es destinado a Brescia y Bérgamo. Acude con frecuencia a Milán. Empieza el nuevo año con una representación del “Matrimonio Secreto” que, a esas alturas, digo yo, sería de conocimiento público. (¿Fue entonces su encuentro con su paisano Laclos?) Carolina es muy hermosa, pero no lo bastante para borrar de su mente la imagen de la bizca y desdentada de Ivrea. Para colmo de melancolía, Cimarosa muere ese mismo mes y Gina no parece acordarse de él. En realidad no se acordaba. Meses de insania y excitación. La enfermedad se muestra más descarada. Vuelve a París. Se publica El genio del cristianismo de su malquerido Chateaubriand. Beethoven se interna en el romanticismo con el Claro de luna

Pasemos por alto el renacer de su pasión por Victorina, la aventura marsellesa con Mélanie, la conversión del Cónsul en Emperador y el agostamiento de los árboles de la libertad; sus lecturas de Rousseau, Shakespeare, los “sensacionalistas” ingleses y franceses; su visita a Grenoble, su vuelta a París y su años de servicio en Brunswick (Alemania), donde, además de enamorarse de Minna, de llegar a aborrecer la caza, atragantarse con las salchichas, vomitar con el “champagne rose”… es “testigo” de la batalla de Jena y de la entrada de Napoleón en Berlín. Pasaremos también por alto su regreso a París (noviembre 1808) y la campaña de Viena,  donde “presenciará” la batalla de Wagram y aún tendrá tiempo de asistir al funeral de Haydn y escuchar el “ruidoso y aburrido” (¡!) Réquiem de Mozart, (aunque no en ese orden).  
Ese mismo año aparece Las afinidades electivas.

Un tercer inciso se hace necesario. Gall, médico, como Vds. saben, inventó la frenología. En Viena, por consideraciones teológicas que tenía que ver con el libre albedrío y tal, le pusieron las cosas difíciles. Así que se largó a París. Tampoco en París las cosas le fueron rodadas… y es que se atrevió a decir que, en base a la morfología del cráneo del Emperador, no se podía esperar grandes cosas de él… ¡A estas alturas! 

Gall tuvo la oportunidad de tratar a nuestro Henry el verano del 13, cuando el intendente, en Alemania, sufría de agotamiento y de una influenza de cierta entidad.

A lo que iba. Haydn, vuelto de Inglaterra, residía en Viena cuando Napoleón, que había colocado un guardia de honor en la puerta del músico, empezó a bombardear la ciudad (12 mayo, 1809). A pesar de su extrema confianza, Haydn dejó este mundo el último día de mayo. Los funerales regios se realizaron el 15 de junio…Sonó el Réquiem de Mozart y allí estaba, como he dicho, nuestro héroe. 

Esterházy, a cuyo servicio había estado, el difunto, media vida, consiguió el permiso para exhumar los restos; pero se olvidó de hacerlo… ¡y así pasaron 11 años! Cuando se abrió la tumba encontraron el cuerpo y el pelucón, apoyado directamente sobre los omoplatos. Había perdido la cabeza. Y es que Carl y Peter, discípulos avanzados y avezados del frenólogo, la habían robado para estudiar “en vivo”, la zona 17, de las 27 zonas funcionales del cerebro: en efecto, en Haydn había alcanzado la plenitud. Peter, coleccionista, cuando se cansó de tantos restos, se la regaló a Carl. Estenházy, mientras tanto había soltado los perros que dieron con la pista. Carl la escondió con malísimas artes. 



El príncipe anunció una pública recompensa que surtió efecto inmediato. Carl entregó un cráneo diferente y el príncipe no pagó, de tal manera que las astucias quedaron compensadas. El cráneo equivocado fue reintegrado a su lugar natural. A la muerte de Carl, el cráneo fue entregado al hospital y… sólo en la Hungría comunista se cerró el círculo. Depositaron el cráneo verdadero en el sepulcro sin desprenderse de la primera. De tal manera que en la Bergkirche de Eisenstadt, existe una tumba con dos calaveras dentro.

Lo retomamos en 1811 en París, imprudentemente enamorado de la mujer de su “protector” y nombrado, quizás por eso, Auditor de Estado e Inspector general del mobiliario de la Corona. Y es en este momento cuando se le ocurre un viajecito a Italia, previo a la campaña de Rusia de 1912.

Balzac está interno en Vendôme, lamentándose del poco amor materno y Goya va gestando los “desastres de la guerra”.

Septiembre. Milan. La Scala… ¡Gina! 



Antes del asalto final se preparó a conciencia. Se instaló principescamente, alquiló un carruaje, compró un magnífico (y resistente) bastón, se acicaló de arriba abajo y compro unos pintorescos, pero serios, tirantes. Paseó su dicha y su ansiedad por las galerías de arte (dando forma a su famoso síndrome) por las arterias principales, por los palcos de la Scala… Por fin se decidió a hacer una visita a su amante. No  me extenderé en detalles (F.C. Green, Martineau…). “Gina capituló en las primeras horas de la mañana del 22 de septiembre, una horas antes de la partida de Stendhal para Bolonia”, condición impuesta.

Sebald: “Sea como fuere, consigue obtener de él la promesa de que, una vez concedidos sus favores, se alejará de Milán. Beyle acepta esta condición sin protestar y el mismo día abandona Milán, la ciudad añorada durante tanto tiempo, no sin antes haber apuntado en los tirantes de su pantalón (los mismos, por cierto, con los que se había declarado a madame Daru) la fecha y el momento de su conquista, el 21 de septiembre, a las once y media de la mañana.”


Alguien se equivoca, pero… ¿qué importa? La revolución había dedicado ese día complementaire (21 ó 22 de septiembre, según si el año fuera, o no, bisiesto) a la opinión.

Once años esperó Stendhal para escribir la primera frase de su obra propiamente  literaria… y dejar de ser un inteligente y sensible plagiador.

–¿Podría poner punto y final con una melisa?
–Bien veo, caballero, que está impuesto en el calendario revolucionario.
–Échele un chorrico de grappa. Y cóbrese–digo sacándome el ojo derecho. A este paso llegaré a Barcelona sin órganos.



Al perfume de la melisa, laxante, como siempre, acuden mis Ángles. La cristalería parece interpretar un aria de Cimarosa. Silencio absoluto… ¡pasa un ángel!...No, perdón, cuatro.

–¡Hostia...! ¡El perro!















RELATO VERAZ, EXENTO DE RETÓRICA, DE UN EPISODIO (EN MARCHA) DE CORONAVIRUS.

Quizás pueda ayudar a alguien. Seguiré contando el desarrollo y desenlace... CONTACTO CON PERSONA INFECTADA. Se supone que el...