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domingo, 24 de marzo de 2013

Propuesta para hoy, día 24 de marzo. Mi concepción. Tsvaeteva a Pasternack. 2ª SERIE.





El 24 de marzo de 1951fue sábado, sabadete. Luna llena. 



 No sé si Vds. conocen “El Portús”. Es una cala medio salvaje que está saliendo de Cartagena hacia el sur. Abierta a los vientos africanos. Ahora es un centro internacional de naturismo nudista. Ahí todo el mundo va en pelotas a cualquier hora del día y en cualquier época del año. ¿Frío?… ¡imagínense Vds. en Islandia o en Lübeck!...  Ahí están la mar de bien. No hablen Vds. de inconvenientes: lo tienen todo pensado y asumido. Así que si van, verán rebaños de “bípedos sin plumas” escalando las escarpadas laderas del camping o pastando a la orilla del esplendoroso mar mediterráneo. Así lo quieren. Ellos están vacunados contra el “síndrome de Stendhal(*). Si Vds. no lo están, visiten antes la basílica de la “Santa Croce” de Florencia o la Capilla Sixtina. Sería una lástima que tanta belleza les dejara sin respiración. A propósito de Florencia: no hay ninguna ciudad que le gane en representaciones de la Anunciación: El ángel, la virgen, el palomo, el rayo del espíritu… ¡ya saben Vds.! En ese caso la Anunciación coincidió con la Concepción. Una concepción limpia, virginal, a distancia…
Tal día como hoy, del año 1842, estaban enterrando a Stendhal en el cementerio de Montmartre: «Henri Beyle, milanés. Escribió, amó, vivió 59 años, 2 meses. Murió el 23 de marzo de 1842».

 

Tal día como hoy, del año 1951, no hizo un día radiante. La primavera empezó con un ventarrón del sur, una especie de sirocco que enloqueció a mi padre. Una locura carnal que le hacía buscar las carnes de mi madre (también medio afectada por el sirocco). El cuartel (hoy ruina), bien asentado sobre roca viva, se enseñoreaba sobre la bahía. Era una fortaleza contra el estraperlo y una muestra rezagada de la pasión antisarracena. La fauna, sin contar la abisal ni las aves que surcaban el cielo, era simple, pero peligrosa: alacranes, víboras, cangrejos, saltamontes. Mamíferos (excepción hecha de la “cuartelería”) no había. El 24 de marzo de 1951, dicen, se desató una tormenta que sería recordada durante décadas. Todo empezó con ese sirocco que enloqueció a mi progenitor y dejó sin voluntad a mi futura madre. En aquella desolada geografía  (e historia) los daños de una “galerna” de magnitud cinco (o diez) están limitados por los condicionantes de la naturaleza: los cuatro pescadores del lugar atrancaron las puertas, clavaron  maderas en las ventanas, se empaparon de vino y se echaron a dormir la mona. Los guardias (menos mi padre) hicieron otro tanto. El cabo, armado de binoculares  oteaba el horizonte desde la ventana de la “sala de armas”. La fauna se escondió bajo tierra. Flora no había: son tierras minerales.

He dicho que el hecho se recordó durante décadas…y no fue a causa de la potencia destructora de la naturaleza, sino a causa de la potencia orgiástica de mi padre y de la receptividad salvaje de mi madre. Los gritos, aullidos, alaridos (llámenlos “X”) fueron arrastrados por el huracán y llegaron hasta las calles de La Unión y a los callejones de Alumbres, donde se recuerdan como terremoto de 5’5 Richter

Y de ahí, según las leyes de Mendel, sacadas a la luz pública tal día como hoy, del año 1900 por De Vries, surgí yo: ojos del hermoso color del café torrefacto; pelo alborotado y una tendencia, cada vez más acentuada, a la misantropía.

Miren Vds. lo que me pasó el otro día: Fuimos ido a pasear “Hegel” y yo a la playa. Se puso a jugar con otro pastor alemán y cuando el juego derivaba en pelea callejera, los separé y me volvía a casa ¡con el otro perro! (cosa de genes… ¡son todos iguales!). Ya notaba yo que el perro me seguía a disgusto y mirando para atrás. “Hegel” se ha quedó expectante. Cuando, ya en casa, se negó en redondo a comer el arroz con las bolitas y me enseñó la encía, decidido, pensé que estaba pasando algo raro. Cuando abrí la puerta para devolver el perro a su lugar de origen, me encontré a “Hegel” que, con lágrimas en los ojos, me imploraba acogida.

Mientras De Vries conferenciaba sobre los secretos de los estratos biológicos, Evans, que había comprado las tierras donde pensaba que se había desarrollado la civilización minoica, empieza a sacar a la luz objeto que confirman lo correcto de su intuición: Esa cultura no le debe nada a la cultura griega ni a la romana. Y Freud presenta al mundo otro tipo de estratos.

Había ansia de profundidad.

A “Hegel” esto lo deja frío. No acaba de entender el mérito, ni, en consecuencia, el renombre del tal Evans. Él, dice, excava más y más rápido y sus hallazgos son más valiosos. El otro día, sin ir más lejos, encontró una pala de playa de un hermosísimo verde esmeralda. Y el anterior un “hueso de sepia” que parecía una barquita (“(b)arqueología”).


Mi padre, que después las daría contra los cuatreros, en el momento decisivo, dio muestras de su valentía con  la mujer de sus sueños y frente a los “elementos”.

Mi concepción, pues, fue mitológica. Y los signos de mi nacimiento, bíblicos: una riada se llevó por delante medio pueblo.  Baste con lo dicho… ¡para que no me “menostengan”!

O sea que si van alguna vez al Portús, acuérdense de este cronista y vayan avisados en lo que a las costumbres les he dicho. Si entran vestidos al recinto, vendrá un empleado y:

–¡Largo, Caballero! (*)

Perdonen Vds. la broma de mal gusto.

Quizás no opinen como Brondsky, pero sin duda reconocerán que Tsvetaeva es una de las grandes poetisas del siglo pasado. Su triste final, colofón de su dolorosa adultez, no le añade nada a la calidad de su poesía. Tal día como hoy (1925), recién llegada a París, donde residiría 14 años, escribía estos versos para Pasternak:



“Distancia: kilómetros y kilómetros?
Nos han dispersado, transplantado
nos han ¡y qué bien estamos
en los lejanos horizontes!

Distancia y lejanías?
Des-pegados, des-soldados.
Apartaron manos, crucificaron
sin saber lo que destruían: la unión total.

De suspiros y tendones
nos malquistaron, nos esparcieron
y exfoliaron.
Muro y foso.
Separados, como las águilas.

Conspiradores y lejanías?
No nos desbarataron; nos perdieron
por los tugurios de las latitudes:
disgregados como huérfanos.

¿Cuál es, pero cuál es, marzo?
¡Como a las barajas nos han cortado!
 (Versión de Carlos Álvarez)

Esenin estaba escogiendo la soga. Tsvetaeva aprovecharía la de su maleta de deportada. 

Y es que en la URSS se tomaba muy en serio la poesía.








Propuesta para hoy, día 24 de marzo. Muerte de Enrique Granados. SEGUNDA SERIE



Si antes de embarcarse en cualquier medio de locomoción para un viaje de envergadura, vdes. pronunciaran en voz alta sus miedos y, por una de aquellas, el artefacto se fuera a pique, alguien, superviviente (o no embarcado), convertiría aquellos temores en premoniciones. Algo así pasó con Granados, a quien los viajes por mar le emborrascaban el alma, sistema digestivo incluido: “Este viaje me romperá los huesos”, dijo...y ¡se quedó corto!


En 1914, Granados era una figura mundial, menos en los perseverantes círculos catalanistas que lo acusaban, como es natural, de componer música “española”; no importaba que hubiera nacido en la provincia de Lérida. Tampoco se tuvo en cuenta su Sardana ni su amistad con los prohombres y artistas del país. También en nuestros días, acusados del “affaire” Palau de la Música, dicen que parte de las mordidas se empleaban con la loable intención de evitar que en las fiestas de los pueblos sólo se tocara música andaluza (¡!).
Bueno, eso es agua (¡!) pasada. Ahora lo reivindican hasta en Arenys de Munt: No están los tiempos para dejar pasar oportunidades.
El éxito de sus Goyescas en la sala Playel de París, ya conocida por nosotros, fue tal que la Opera de París le encargó una ópera. ¡Fácil!, se dijo, adapto el material pianístico y le acoplamos un texto. Schindler me presta su casa de Suiza y allí, tranquilito… pero la Gran Guerra lo estropeó todo y todo lo encaminó hacia un desenlace titánico. El Metropolitan Opera House de Nueva York salió al quite. El Met. antiguo, el que asentaba sus reales en Broadway, en la manzana limitada por la 39 y 40 West, aquel que fue sustituido por el actual del Lincoln Center y que fue derribado.
Enrique y Amparo salieron de Barcelona en noviembre de 1915 a bordo de Montevideo, en el que también viajaba Miquel Llobet. Hicieron escala en Cádiz. Lo mismo hicieron por entonces Trotsky y Cravan. El viaje no fue plácido. Cinco días de retraso. Más de una vez el matrimonio se abrazó como en un ensayo genera del momento postrero. Pau Casals, en Nueva York, ensayaba la partitura con la orquesta del Met. Así que, cuando llegó Granados a Nueva York, ya había un trabajo hecho. Casals se había, espabilado, casado con Susan Metcalfe, por lo que, digo yo, tendría las puertas, de esa insigne institución, siempre abiertas. Allí residiría hasta el final de la guerra europea.
Granados y Casals se prodigaron en recepciones y cócteles. Nunca le faltó al leridano su vasito de granadina, pues los americanos son así de ingeniosos.


Y como no podía ser de otra manera (¡les dije que me pegaran un tiro cuando usara esta ridícula expresión fatalista!), el empresario dio su opinión: “¡Paice que farta argo!… ¿no vendría bien un interludio entre Los requiebros y El baile del candil? ¡¡Sea!!, asintió el maestro. El resultado fue lo que conocemos como Intermezzo que, a la postre, ha resultado la pieza mas celebrada del conjunto. El éxito fue atronador… pese a que el músico lo consideró obra de “mala fe, vulgar, de cara al público...” y para colmo, dijo, “¡me ha salido una jota!”. Casals le respondió: “Perfecto. ¿No era aragonés Goya?
La composición puede considerarse como ilustraciones musicales de ciertos tapices de Goya, por quien el lleidetà sentía un amor insumergible, por así decir. No remiten al Goya tenebroso, si no al de San Antonio de la Florida. Fue tanto el éxito, como he dicho, que hasta el presidente de la nación, Wilson, lo invitó a la Casa Blanca... y así se lo comunicó a su amigo Viñes. Había compartido escenario con el mismísimo Caruso (I Pagliacci de Leoncavallo).
Los ingredientes que conforman la fatalidad se iban dando cita. La recepción presidencial tendría lugar el 7 de marzo. Ellos tenían el billete de vuelta para el día 8: un viaje directo a Barcelona. Pospusieron el regreso para el 11 de marzo: con escalas navales en Falmouth y en Dieppe y de Dieppe, en tren, a Barcelona. Las premoniciones continuaron el día 9 en la fiesta que le ofreció el embajador español: viajar en un barco aliado, por muy civil que sea, no ofrece ninguna garantía. Lo que le faltaba por oír a Enrique (el verde). Se debatió entre las prisas y el pánico. Ganaron las prisas, y el matrimonio se embarcó el 11 de marzo. Amparo apretaba contra su pecho una copa de plata con más de cuatro mil dólares, como recuerdo del acontecimiento. En el muelle, sus amigos sacaron los pañuelos y, como si estuviera esperando la señal, el barco se puso en marcha.
Llegados a las costas inglesas, se acercan a Londres. Un poco por turismo y otro poco por negocios. Enrique aprovecha para hacerse una mascarilla de arcilla, que, miren por dónde, se hubiera convertido en mortuoria… si el salobre líquido no la hubiera reducido a fango. Pero no se preocupen, ronda por ahí otra que se subasta a partir de 1.200 euros… no está muerto, pero lo parece. Aquí viene a cuento una mención de último viaje de Mahler.




El 24 de marzo o sea tal día como hoy,, del año 1916, zarparon de Folkestone. El Sussex, un vapor de la Compañía de los Ferrocarriles Franceses, se dirigía a Dippe. Allí, como he dicho, tenían a intención de viajar en tren a Barcelona. Eran las 13:15 cuando el barco soltó amarras. Aún no había pasado ni hora y media, cuando un torpedo alemán lo partió por la mitad: la proa se hundió en un santiamén y la popa, desquiciada, vagó solitaria hasta que fue remolcada, en contra de su voluntad suicida, al puerto de Boulogne. 


Fatalidad siguió urdiendo. Si los Granados hubieran estado en su camarote jugando a la canasta o echando un polvete, la desgracia les hubiera pasado por encima. Pero no, no estaban en su camarote, estaban tomando un digestivo en la parte de proa. En ese momento Enrique se atusaba el bigote y tarareaba El amor y la muerte y Amparo pensaba en su media docena de hijos, la menor de las cuales, Natalia, estaba en plena pubertad y el mayor, Eduardo, en pleno servicio militar, si no le habían pagado el rescate. Los alemanes no respetaron ni ese momento de recogimiento sentimental.


Tras la explosión, dicen, Enrique se encontró, sin saberlo, en una lancha salvavidas y Amparo, intentando mantenerse a flote, luchando contra las cuantiosas prendas de nombres imposibles y contra las amargas aguas del canal de la Mancha. Enrique, que no sabía nadar y tenía pavor al agua, se lanzó a una muerte segura. Amparo, atrapada por el abrazo impotente del marido, le siguió a las profundidades, dicen. No renació, pese a su apellido.
Ahora viene la razón por la que me he extendido en esta efeméride. ¿Recuerdan vdes. a H.H. Crane, ahogado en aguas del Golfo de Méjico? Pues, bien, su padre, había alcanzado cierto renombre como inventor del “salvavidas”. 
¿Recuerdan las desgracias “boxeísticas” de O. Wilde? ¿Sí? Su “sobrino” tuvo a bien vengarse con las mismas armas. 
Enrique II, tercer hijo del músico, llegó a ser campeón de España de natación en 100 metros libres y pionero del estilo crawl. Fue olímpico como jugador de waterpolo: En Amberes consiguieron empatar contra Italia (Pasaron ronda por el gol de oro) y perder contra el reino Unido por 9 a 0. En París, no pasaron de los octavos: perdieron 9 a 0 contra Suecia. Su nieto, Enrique III, compitió en las Olimpiadas de Helsinki. No superó las series.


La familia Granados se ha hecho un nombre, eso es indudable, en el campo de los deportes acuáticos y la natación en general.









RELATO VERAZ, EXENTO DE RETÓRICA, DE UN EPISODIO (EN MARCHA) DE CORONAVIRUS.

Quizás pueda ayudar a alguien. Seguiré contando el desarrollo y desenlace... CONTACTO CON PERSONA INFECTADA. Se supone que el...