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domingo, 24 de marzo de 2013

Propuesta para hoy, día 24 de marzo. Muerte de Enrique Granados. SEGUNDA SERIE



Si antes de embarcarse en cualquier medio de locomoción para un viaje de envergadura, vdes. pronunciaran en voz alta sus miedos y, por una de aquellas, el artefacto se fuera a pique, alguien, superviviente (o no embarcado), convertiría aquellos temores en premoniciones. Algo así pasó con Granados, a quien los viajes por mar le emborrascaban el alma, sistema digestivo incluido: “Este viaje me romperá los huesos”, dijo...y ¡se quedó corto!


En 1914, Granados era una figura mundial, menos en los perseverantes círculos catalanistas que lo acusaban, como es natural, de componer música “española”; no importaba que hubiera nacido en la provincia de Lérida. Tampoco se tuvo en cuenta su Sardana ni su amistad con los prohombres y artistas del país. También en nuestros días, acusados del “affaire” Palau de la Música, dicen que parte de las mordidas se empleaban con la loable intención de evitar que en las fiestas de los pueblos sólo se tocara música andaluza (¡!).
Bueno, eso es agua (¡!) pasada. Ahora lo reivindican hasta en Arenys de Munt: No están los tiempos para dejar pasar oportunidades.
El éxito de sus Goyescas en la sala Playel de París, ya conocida por nosotros, fue tal que la Opera de París le encargó una ópera. ¡Fácil!, se dijo, adapto el material pianístico y le acoplamos un texto. Schindler me presta su casa de Suiza y allí, tranquilito… pero la Gran Guerra lo estropeó todo y todo lo encaminó hacia un desenlace titánico. El Metropolitan Opera House de Nueva York salió al quite. El Met. antiguo, el que asentaba sus reales en Broadway, en la manzana limitada por la 39 y 40 West, aquel que fue sustituido por el actual del Lincoln Center y que fue derribado.
Enrique y Amparo salieron de Barcelona en noviembre de 1915 a bordo de Montevideo, en el que también viajaba Miquel Llobet. Hicieron escala en Cádiz. Lo mismo hicieron por entonces Trotsky y Cravan. El viaje no fue plácido. Cinco días de retraso. Más de una vez el matrimonio se abrazó como en un ensayo genera del momento postrero. Pau Casals, en Nueva York, ensayaba la partitura con la orquesta del Met. Así que, cuando llegó Granados a Nueva York, ya había un trabajo hecho. Casals se había, espabilado, casado con Susan Metcalfe, por lo que, digo yo, tendría las puertas, de esa insigne institución, siempre abiertas. Allí residiría hasta el final de la guerra europea.
Granados y Casals se prodigaron en recepciones y cócteles. Nunca le faltó al leridano su vasito de granadina, pues los americanos son así de ingeniosos.


Y como no podía ser de otra manera (¡les dije que me pegaran un tiro cuando usara esta ridícula expresión fatalista!), el empresario dio su opinión: “¡Paice que farta argo!… ¿no vendría bien un interludio entre Los requiebros y El baile del candil? ¡¡Sea!!, asintió el maestro. El resultado fue lo que conocemos como Intermezzo que, a la postre, ha resultado la pieza mas celebrada del conjunto. El éxito fue atronador… pese a que el músico lo consideró obra de “mala fe, vulgar, de cara al público...” y para colmo, dijo, “¡me ha salido una jota!”. Casals le respondió: “Perfecto. ¿No era aragonés Goya?
La composición puede considerarse como ilustraciones musicales de ciertos tapices de Goya, por quien el lleidetà sentía un amor insumergible, por así decir. No remiten al Goya tenebroso, si no al de San Antonio de la Florida. Fue tanto el éxito, como he dicho, que hasta el presidente de la nación, Wilson, lo invitó a la Casa Blanca... y así se lo comunicó a su amigo Viñes. Había compartido escenario con el mismísimo Caruso (I Pagliacci de Leoncavallo).
Los ingredientes que conforman la fatalidad se iban dando cita. La recepción presidencial tendría lugar el 7 de marzo. Ellos tenían el billete de vuelta para el día 8: un viaje directo a Barcelona. Pospusieron el regreso para el 11 de marzo: con escalas navales en Falmouth y en Dieppe y de Dieppe, en tren, a Barcelona. Las premoniciones continuaron el día 9 en la fiesta que le ofreció el embajador español: viajar en un barco aliado, por muy civil que sea, no ofrece ninguna garantía. Lo que le faltaba por oír a Enrique (el verde). Se debatió entre las prisas y el pánico. Ganaron las prisas, y el matrimonio se embarcó el 11 de marzo. Amparo apretaba contra su pecho una copa de plata con más de cuatro mil dólares, como recuerdo del acontecimiento. En el muelle, sus amigos sacaron los pañuelos y, como si estuviera esperando la señal, el barco se puso en marcha.
Llegados a las costas inglesas, se acercan a Londres. Un poco por turismo y otro poco por negocios. Enrique aprovecha para hacerse una mascarilla de arcilla, que, miren por dónde, se hubiera convertido en mortuoria… si el salobre líquido no la hubiera reducido a fango. Pero no se preocupen, ronda por ahí otra que se subasta a partir de 1.200 euros… no está muerto, pero lo parece. Aquí viene a cuento una mención de último viaje de Mahler.




El 24 de marzo o sea tal día como hoy,, del año 1916, zarparon de Folkestone. El Sussex, un vapor de la Compañía de los Ferrocarriles Franceses, se dirigía a Dippe. Allí, como he dicho, tenían a intención de viajar en tren a Barcelona. Eran las 13:15 cuando el barco soltó amarras. Aún no había pasado ni hora y media, cuando un torpedo alemán lo partió por la mitad: la proa se hundió en un santiamén y la popa, desquiciada, vagó solitaria hasta que fue remolcada, en contra de su voluntad suicida, al puerto de Boulogne. 


Fatalidad siguió urdiendo. Si los Granados hubieran estado en su camarote jugando a la canasta o echando un polvete, la desgracia les hubiera pasado por encima. Pero no, no estaban en su camarote, estaban tomando un digestivo en la parte de proa. En ese momento Enrique se atusaba el bigote y tarareaba El amor y la muerte y Amparo pensaba en su media docena de hijos, la menor de las cuales, Natalia, estaba en plena pubertad y el mayor, Eduardo, en pleno servicio militar, si no le habían pagado el rescate. Los alemanes no respetaron ni ese momento de recogimiento sentimental.


Tras la explosión, dicen, Enrique se encontró, sin saberlo, en una lancha salvavidas y Amparo, intentando mantenerse a flote, luchando contra las cuantiosas prendas de nombres imposibles y contra las amargas aguas del canal de la Mancha. Enrique, que no sabía nadar y tenía pavor al agua, se lanzó a una muerte segura. Amparo, atrapada por el abrazo impotente del marido, le siguió a las profundidades, dicen. No renació, pese a su apellido.
Ahora viene la razón por la que me he extendido en esta efeméride. ¿Recuerdan vdes. a H.H. Crane, ahogado en aguas del Golfo de Méjico? Pues, bien, su padre, había alcanzado cierto renombre como inventor del “salvavidas”. 
¿Recuerdan las desgracias “boxeísticas” de O. Wilde? ¿Sí? Su “sobrino” tuvo a bien vengarse con las mismas armas. 
Enrique II, tercer hijo del músico, llegó a ser campeón de España de natación en 100 metros libres y pionero del estilo crawl. Fue olímpico como jugador de waterpolo: En Amberes consiguieron empatar contra Italia (Pasaron ronda por el gol de oro) y perder contra el reino Unido por 9 a 0. En París, no pasaron de los octavos: perdieron 9 a 0 contra Suecia. Su nieto, Enrique III, compitió en las Olimpiadas de Helsinki. No superó las series.


La familia Granados se ha hecho un nombre, eso es indudable, en el campo de los deportes acuáticos y la natación en general.









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