Si
antes de embarcarse en cualquier medio de locomoción para un viaje
de envergadura, vdes. pronunciaran en voz alta sus miedos y, por una
de aquellas, el artefacto se fuera a pique, alguien, superviviente (o
no embarcado), convertiría aquellos temores en premoniciones.
Algo así pasó con Granados, a quien los viajes por mar le
emborrascaban el alma, sistema digestivo incluido: “Este
viaje me romperá los huesos”,
dijo...y ¡se quedó corto!
En
1914, Granados era una figura mundial, menos en los perseverantes
círculos catalanistas que lo acusaban, como es natural, de componer
música “española”; no importaba que hubiera nacido en la
provincia de Lérida. Tampoco se tuvo en cuenta su Sardana
ni su amistad con los prohombres y artistas del país. También en
nuestros días, acusados del “affaire”
Palau de la Música, dicen que parte de las mordidas se empleaban con
la loable intención de evitar que en las fiestas de los pueblos sólo
se tocara música andaluza
(¡!).
Bueno,
eso es agua
(¡!) pasada. Ahora lo reivindican hasta en Arenys de Munt: No están
los tiempos para dejar pasar oportunidades.
El
éxito de sus Goyescas
en la sala Playel de París, ya conocida por nosotros, fue tal que la
Opera de París le encargó una ópera. ¡Fácil!,
se dijo, adapto el material
pianístico y le acoplamos un texto. Schindler me presta su casa de
Suiza y allí, tranquilito…
pero la Gran Guerra lo estropeó todo y todo lo encaminó hacia un
desenlace titánico.
El Metropolitan Opera House
de Nueva York salió al quite. El Met.
antiguo, el que asentaba sus reales en Broadway, en la manzana
limitada por la 39 y 40 West, aquel que fue sustituido por el actual
del Lincoln Center y que fue derribado.
Enrique
y Amparo salieron de Barcelona en noviembre de 1915 a bordo de
Montevideo,
en el que también viajaba Miquel Llobet. Hicieron escala en Cádiz.
Lo mismo hicieron por entonces Trotsky y Cravan. El viaje no fue
plácido. Cinco días de retraso. Más de una vez el matrimonio se
abrazó como en un ensayo genera del momento postrero. Pau Casals, en
Nueva York, ensayaba la partitura con la orquesta del Met.
Así que, cuando llegó Granados a Nueva York, ya había un trabajo
hecho. Casals se había, espabilado, casado con Susan Metcalfe,
por lo que, digo yo, tendría las puertas, de esa insigne
institución, siempre abiertas. Allí residiría hasta el final de la
guerra europea.
Granados
y Casals se prodigaron en recepciones y cócteles. Nunca le faltó al
leridano su vasito de granadina, pues los americanos son así de
ingeniosos.
Y
como
no podía ser de otra manera
(¡les dije que me pegaran un tiro cuando usara esta ridícula
expresión fatalista!), el empresario dio su opinión: “¡Paice
que farta argo!…
¿no vendría bien un interludio
entre
Los requiebros
y El
baile del candil? ¡¡Sea!!, asintió
el maestro.
El
resultado fue lo que conocemos como Intermezzo
que, a la postre, ha resultado la pieza mas celebrada del conjunto.
El éxito fue atronador… pese a que el músico lo consideró obra
de “mala
fe, vulgar, de cara al público...”
y para colmo, dijo, “¡me
ha salido una jota!”.
Casals le respondió: “Perfecto.
¿No era aragonés Goya?”
La
composición puede considerarse como ilustraciones musicales de
ciertos tapices de Goya, por quien el lleidetà
sentía un amor insumergible,
por así decir. No remiten al Goya tenebroso, si no al de San Antonio
de la Florida. Fue tanto el éxito, como he dicho, que hasta el
presidente de la nación, Wilson, lo invitó a la Casa Blanca... y
así se lo comunicó a su amigo Viñes. Había compartido escenario
con el mismísimo Caruso (I
Pagliacci de
Leoncavallo).
Los
ingredientes que conforman la fatalidad se iban dando cita. La
recepción presidencial tendría lugar el 7 de marzo. Ellos tenían
el billete de vuelta para el día 8: un viaje directo a Barcelona.
Pospusieron el regreso para el 11 de marzo: con escalas navales en
Falmouth y en Dieppe y de Dieppe, en tren, a Barcelona. Las
premoniciones continuaron el día 9 en la fiesta que le ofreció el
embajador español: viajar en un barco aliado, por muy civil que sea,
no ofrece ninguna garantía. Lo que le faltaba por oír a Enrique (el
verde).
Se debatió entre las prisas y el pánico. Ganaron las prisas, y el
matrimonio se embarcó el 11 de marzo. Amparo apretaba contra su
pecho una copa de plata con más de cuatro mil dólares, como
recuerdo del acontecimiento. En el muelle, sus amigos sacaron los
pañuelos y, como si estuviera esperando la señal, el barco se puso
en marcha.
Llegados
a las costas inglesas, se acercan a Londres. Un poco por turismo y
otro poco por negocios. Enrique aprovecha para hacerse una mascarilla
de arcilla, que, miren por dónde, se hubiera convertido en
mortuoria… si el salobre líquido no la hubiera reducido a fango.
Pero no se preocupen, ronda por ahí otra que se subasta a partir de
1.200 euros… no está muerto, pero lo parece. Aquí viene a cuento
una mención de último viaje de Mahler.
El
24 de marzo o
sea tal día como hoy,,
del año 1916, zarparon de Folkestone. El Sussex,
un vapor de la Compañía de los Ferrocarriles Franceses, se dirigía
a Dippe. Allí, como he dicho, tenían a intención de viajar en tren
a Barcelona. Eran las 13:15 cuando el barco soltó amarras. Aún no
había pasado ni hora y media, cuando un torpedo alemán lo partió
por la mitad: la proa se hundió en un santiamén y la popa,
desquiciada, vagó solitaria hasta que fue remolcada, en contra de su
voluntad suicida, al puerto de Boulogne.
Fatalidad siguió urdiendo.
Si los Granados hubieran estado en su camarote
jugando a la canasta o echando un polvete, la desgracia les hubiera
pasado por encima. Pero no, no estaban en su camarote, estaban
tomando un digestivo en la parte de proa. En ese momento Enrique se
atusaba el bigote y tarareaba El
amor y la muerte y
Amparo pensaba en su media docena de hijos, la menor de las cuales,
Natalia, estaba en plena pubertad y el mayor, Eduardo, en pleno
servicio militar, si no le habían pagado el rescate. Los alemanes no
respetaron ni ese momento de recogimiento sentimental.
Tras
la explosión, dicen, Enrique se encontró, sin saberlo, en una
lancha salvavidas y Amparo, intentando mantenerse a flote, luchando
contra las cuantiosas prendas de nombres imposibles y contra las
amargas aguas del canal de la Mancha. Enrique, que no sabía nadar y
tenía pavor al agua, se lanzó a una muerte segura. Amparo, atrapada
por el abrazo impotente del marido, le siguió a las profundidades,
dicen. No
renació, pese a su apellido.
Ahora
viene la razón por la que me he extendido en esta efeméride.
¿Recuerdan vdes. a H.H. Crane, ahogado en aguas del Golfo de Méjico?
Pues, bien, su padre, había alcanzado cierto renombre como inventor
del “salvavidas”.
¿Recuerdan las desgracias “boxeísticas” de O. Wilde? ¿Sí? Su “sobrino” tuvo a bien vengarse con las mismas armas.
Enrique II, tercer hijo del músico, llegó a ser campeón de España de natación en 100 metros libres y pionero del estilo crawl. Fue olímpico como jugador de waterpolo: En Amberes consiguieron empatar contra Italia (Pasaron ronda por el gol de oro) y perder contra el reino Unido por 9 a 0. En París, no pasaron de los octavos: perdieron 9 a 0 contra Suecia. Su nieto, Enrique III, compitió en las Olimpiadas de Helsinki. No superó las series.
¿Recuerdan las desgracias “boxeísticas” de O. Wilde? ¿Sí? Su “sobrino” tuvo a bien vengarse con las mismas armas.
Enrique II, tercer hijo del músico, llegó a ser campeón de España de natación en 100 metros libres y pionero del estilo crawl. Fue olímpico como jugador de waterpolo: En Amberes consiguieron empatar contra Italia (Pasaron ronda por el gol de oro) y perder contra el reino Unido por 9 a 0. En París, no pasaron de los octavos: perdieron 9 a 0 contra Suecia. Su nieto, Enrique III, compitió en las Olimpiadas de Helsinki. No superó las series.
La
familia Granados se ha hecho un nombre, eso es indudable, en el campo
de los deportes acuáticos y la natación en general.
No hay comentarios:
Publicar un comentario