Asteriscos * remiten a efemerísticas razones. vean Vds. las propuestas para el 25 de abril , la del 5 de mayo y la del 27 de mayo (inédita). SEGUNDA SERIE.
1.
http://kinomoriarti.blogspot.com.es/2014/05/propuesta-para-hoy-dia-5-de-mayo.html
El día 13 de mayo del año 1882, Nietzsche, procedente de Basilea, es recibido por Rée, Lou y su madre, en la estación de Lucerna. La visita a Overbeck ha sido rápida, un respiro para su agitado corazón y una retirada para intentar poner las cosas en claro: “los buenos oficios romanos de Paul Rée en su favor le parecían insuficientes y quería conversar el asunto personalmente conmigo” (L.A.S.).
Con
seguridad Rée, tras acompañar a Lou y a su madre a Zurich, se encontraba en la
estación de Locarno el día 16 de mayo de camino a su finca familiar de Stibbe,
cerca del Báltico y Friedrich se encontraba de vuelta en Basilea, antes de
recalar en Naumburg. Es de suponer que el filósofo llegaría cansado, así que lo
que paso a relatar ocurriría el día 14
de mayo del año 1882.
Cuando
legó el tren y el filósofo puso el pie en el andén, realizó al pie de la letra
lo que sus amigos, divertidos, habían conjeturado que haría.
Dejó
su maleta de viajante de comercio sobre el enlosado, se ajustó las gafas y giró
la cabeza como la niña del exorcista. Localizado el grumo, fue hacia él. Saludó
primero a la señora madre, a quien entregó une
petit fleur*, después a su amigo y,
finalmente, con ojos de miope cordero degollado, retuvo la mano izquierda de
Lou entre las suyas, sudadas por la excitación. Los tres se miraron y una
sonrisa, cómplice e idéntica, envolvió la escena como un regalo de Pascua. Y
sin soltarle la mano la condujo, decidido, al exterior… tal como había estado
ensayando en Basilea con el profesor y teólogo Overbek, paisano, por cierto, de
Lou, y allí, en el exterior, le presentó el plan que traía estudiado. Cuando se
separaron Lou tenía marcados (a fuego) los dedos de Friedrich en el dorso de su
mano izquierda.
Al
día siguiente, pues del día 13 desconozco la continuación, se vieron después
del desayuno y nuevamente, Nietzsche, atrapó la mano de la jovencita, que,
mirando hacia atrás, se dejó arrastrar míticamente.
Quedaron
para comer todos juntos.
Tomaron
el camino hacia Tribschen y retrocedieron diez años en el tiempo. Allí, a la
sombra de la que había sido casa de Wagner (financiada por Luis II), un
Nietzsche vergonzosamente nostálgico y sentimental, le volvió a pedir la mano
que, para martirio de la joven, aún se mantenía apresada, en la húmeda garra
del superhombre. Lou le explicó cuál
era su idea de la “trinidad” que pretendía: una comunidad libre, dedicada al
pensamiento, ajena a la posesión de la carne… Nietzsche no lo veía claro.
Tampoco, en realidad, él era imprescindible, de hecho fue un imprevisto y,
finalmente, un obstáculo infranqueable. Aunque, de momento, aceptó la idea.
Friedrich lloraba sin pudor acordándose de que, en este momento, del año 1869, mientras en París, Renoir y Monet,
en les Grenouilleres del Sena, inventaban el impresionismo, él “(…) una mañana primavera…se encaminó por un
romántico sendero hacia la encantadora Triebschen, que está situada en una
mágica soledad al pie del Pilatus y sobre el lago de los cuatro cantones.
Delante de la casa se paró y escuchó un acorde dolorido, continuamente
repetido. Era, como mi hermano me descubrió más tarde, el pasaje del tercer
acto de Sigfrido: “Herido me ha quien me despertó” (…)” Y se dejó
impresionar.
Wagner
estaba ocupado en el Sigfrido y
esperaba un niño, a quien endosaría el heroico nombre. Nietzsche había sido
invitado y tendría habitación reservada y mesa servida (a cambio de algo, como
es natural)… hasta la desgraciada primavera del 72. Nietzsche estaba, por
entonces, con el “Origen de la Tragedia”,
que, a todas luces, no parecía tener fin. Ahora, el primero, se encontraba
atareado preparando el festival que, este año, incluiría la primera
representación de “Parsifal” (¡la
puntilla!), y vislumbrando la muerte, en su paradójica casa (Wahnfried). El segundo, estaba deseando
que este momento no tuviera fin y retornara eternamente. Lou, violenta, no
sabía qué hacer… así que levantó la sesión, no sin antes prometerle una
estancia en Tautenburg. Sobre la arena de la playa lacustre quedaron unos
jeroglíficos que el filósofo había estado dibujando con su ridículo bastón,
como Arquímedes, inmediatamente antes de ser atravesado por la espada del
enemigo.
De
vuelta tomaron una cerveza Löwengarten. La idea fue de Lou: pensó que era la
única manera de conseguir que Friedrich
le soltara la mano.
Antes
de comer se lavaron las manos. Nietzsche, se divisaba el Pilatus desde la ventana, pensando en la inocencia del devenir. Los demás, por razones de higiene. Aprovechando
que era el 25 de Floreal, día dedicado a la carpa, comieron pescado del lago.
Rée, conocedor de los gustos de su amigo, y con ganas de humillarle, le pidió, a
los postres, un chocolate calentito. Media taza quedó prendida del mostacho. No
hubo aguardientes. Nunca los había.
Dejaron
a la señora madre en casa y salieron a dar una vuelta por las calles de
Lucerna. Pasaron por la puerta de un prestigioso estudio de fotografía y a
Nietzsche se le ocurrió una idea que de tan pueril, resultó genial (o al
revés). La concreción de la idea fue una fotografía reveladora y verdaderamente
lamentable: Sobre el fondo borroso del Jungfrau, envuelto en mortíferos
matorrales, una carreta rústica, a todas luces, demasiado pequeña para el
propósito. Sobre ella, Lou inclinada y apartada de la vertical (para salir en
la foto) sostiene, en la mano izquierda, y sin mucha decisión, las riendas, que
acaban en los brazos de la pareja masculina convertida en pareja de cabestros.
Con la mano derecha sostiene, con amenaza poco creíble, una pequeña fusta
coronada por un ridículo mazo de lilas. Los tres visten de oscuro, como en un
entierro de Courbet. Los hombres lucen pajarita y la dama un cuello blanco, de
puntilla. Rée es consciente del ridículo mayúsculo. Lou está deseando saltar
del carromato y matar al ingenioso. Sólo Nietzsche muestra emoción: mira el lejano
y elevado horizonte que les espera. Fue como una premonición: de la “trinidad” anunciada, el iluminado estaba de más.
Si
tratas con mujeres, no olvides el látigo, diría el filósofo más tarde. Y digo
yo si no lo querría para ponerlo en manos de la amada y saciar, así, su deseo
de sacrificio. La fotografía, desde su primera aparición (1937) ha sido
reproducida hasta la saciedad, que se dice.
Esa
misma tarde el grumo se disolvió y cada cual siguió su curso. Seguiré
informando.
2.
No
se lo van a creer, pero así sucedió y así se lo cuento a Vds. Salí de la
consulta con el urólogo a las 6’15. A las 6’30 ya estaba yo en la barra de la
Bodegueta tomando una copa de cerveza. A
mi lado un cliente que más parecía un paciente, compartía conocimientos con uno
de los camareros del local. La conversación era de enjundia, sólo al alcance de
especialistas en historia de los borbones y sus derivaciones. Salió a relucir
lo del cable en la pista de esquí de Canadá y otros infortunios ventajosos para
la actual línea dinástica e, incluso, el nombre del pretendiente a la corona
francesa. El cliente que parecía un paciente de urología, sentado en un
taburete se doblaba sobre un plato de ensaladilla rusa a cuya vera descansaba,
noble, una botella de vino de la casa y un vaso medio vacío.
–Me dejan Vds. boquiabierto. Sus
conocimientos exceden con creces lo que el vulgo supone a clientes como
nosotros.
–Así es. Las calles de nuestras
ciudades son recorridas a diario por sabios ignorados.
–¿Puedo meter cuchara?
–Si habla metafóricamente, sí. Si
lo que pretende con esa ambigua construcción es zamparse mi ensaladilla, no.
–La metáfora es mi medio natural,
caballeros.
–¡Sea!
–Permítanme que empiece de forma un
tanto brusca: ¿saben Vds. qué día es hoy?
Se
miran, consultan el móvil, para no errar y responden al unísono:
–14 de mayo.
–¿No les dice nada esta fecha?
El
cliente carga el tenedor pensativo. El camarero se acoda sobre la barra.
Ninguno responde.
–Pues…es el día de Ravillac. El día
en que ese místico enloquecido asestó dos puñaladas al primer Borbón.
Y
asi, poco a poco, fui introduciendo la historia que paso a contarles.
**********************************************************************
Hay
castigos que exigen un crimen. Ravaillac sabía de antemano lo
que la vida le tenía reservado y, como lo sabía, actuó antes de que el destino
se le viniera encima sin descubrir, pese a su gran inteligencia, las causas de
su desgracia. Es algo general, aunque en el caso de Ravaillac fuera absolutamente
hiperbólico. Estamos abocados a la desgracia y actuamos como si no pasara nada.
Si Vds. supieran que alguien va por Vds.
(no, no soy yo), actuarían antes del desenlace y acabarían con la amenaza. Eso
es exactamente lo que ocurre: Van a por nosotros, oigan… ¡van a por nosotros! y
nos quedamos de brazos cruzados esperando a que la amenaza se consume, cuando,
en realidad, la cosa se va consumando poco a poco. Algo así como el experimento de la rana.
No
entraré en la catadura moral del
sujeto. Tampoco en la del rey. Pero la Gran Revolución Francesa lo dejó bien
claro: le cortamos la cabeza al rey… ¡por serlo! Fue un acto ontológico. El
pobre Ravaillac dio razones y nunca pidió clemencia.
Bien.
El caso es que Ravaillac, natural de Angulema (cuyo “duque” sería objeto de una
insensata investigación por parte de Bouvard
y Pécuchet), tuvo una infancia realmente desgraciada, a la que había que
añadir las tropelías de los hugonotes o, quizás, su desgracia estuviera unida a
las tropelías de los calvinistas. Lo cierto es que lo pasó mal de verdad.
Huyendo de la miseria y la ignominia, se largó (andando) a París: 425
quilómetros. Cuando llegó dijo que sufría alucinaciones, ora procedentes del
infierno, ora, directamente de la divinidad. De las ampollas no dijo nada. El
hambre y la devoción, por este orden, lo condujeron al convento de capuchino de
la calle Saint Honoré (que después recalarían en la rue Charlot…ja, ja, ja) o
al que la orden del Císter tenía en la misma calle… tanto da: quería comer y
dotar de un fundamento teórico su sed de
venganza. Sin embargo, y pese a su religiosidad ruralmente fanática, no soportó
el exceso de austeridad: no había venido a París a pasar más necesidad que en
su casa natal. Así que se volvió al pueblo, donde encontró que su madre y
hermanos habían sido abandonados por el cabeza de familia. Hambre, mendicación,
cárcel… y nuevas visiones, que se fueron concretando: matar al rey de Francia,
al “Buen Rey” Enrique IV, que había
traicionado a la cristiandad por una misa. El bueno de Enrique había empezado
la práctica de la “real politic” y
centrado sus objetivos en “una gallina en
el puchero de cada hogar”.
Inauguró la putera saga de los
Borbones (y lo de putera no es un
juicio moral, he dicho que no entraría en juicios morales y no entraré. Es una
descripción bastante exacta del comportamiento del linaje) y su belfo
inconfundible. Había sido objeto de más de una decena de atentados que (en
resumen y después de tanto esfuerzo en vano) lo dejaron mellado para toda la
vida, mella que costó un descuartizamiento: era el precio del diente.
Y
así, mellado, fue a visitar a su íntimo amigo (y ministro de finanzas) que
estaba tan enfermo como las finanzas del reino.
Ravaillac,
agotadas las ideas en los innumerables intentos anteriores, decidió recurrir a
la socorrida puñalada trapera y familiar: lo haré “a mi manera*”, dijo para sí. Días antes del fatídico, según se
mire, día 14 de mayo del año 1610, el pelirrojo vagaba por las arenosas orillas
del Sena maldiciendo la catadura del rey falsamente apóstata e intentando
apartar los adjetivos de su discurrir. Tomó posada en los alrededores del
mercado. Y allí robó (¿) el arma del crimen. Tuvo que ponerle una nueva
empuñadura. Armado con ese precario medio, de la decisión que brotaba de su
miseria y religiosidad y del apoyo moral de los jesuitas, armó un plan simple
(y común) pero que, a la postre, resultó eficacísimo.
El
rey, sobre imponente carroza real, de camino a las Tullerías que, por entonces
estaban siendo objeto de reformas y ampliaciones, tendría que pasar por la
estrecha, cuatro metros, rue de Ferronnerie.
Dos carromatos, similares al utilizado para la denigrante fotografía mentada,
impedían el tráfico pesado. Cuando se detuvo el futuro catafalco, el tenebroso
pelirrojo se abalanzó sobre el rey y le asestó dos puñaladas históricas: A la
primera, el rey respondió con un vulgar “me
han herido”; a la segunda, estuvo a la altura de la historia y lanzó un
patriótico “¡no es nada!”… al tiempo
que la sangre de la yugular, en un salto prodigioso, se mezclaba con el agua de
los Inocentes. Ravaillac se dejó
prender. Cuando lo mataron (¡eso es poco!) ya estaba muerto….
¡Ya
les contaré el 27 de mayo!...y es que, como he dicho, hay castigos que merecen un crimen.
La
primera medida fue abandonar las Tullerías y la segunda, ampliar la calle.
Naturalmente tras dar buena cuenta del pelirrojo.
Den
un salto y plántense en Le coeur couronné,
un bistró un tanto perrero que hay junto al número diez de la calle del
regicidio que, por supuesto, luce una plaquita en memoria del hecho. El
ayuntamiento de París habrá gastado una verdadera fortuna en la conservación de
la “memoria histórica”. Cualquier día me encontraré una placa que recordará mi
estancia en cualquier tugurio de la metrópolis. Tomen asiento a una mesita de
la inmensa terraza y pídanle al camarero que, además de adelgazar, les traiga
un pernod. No le pidan una sonrisa,
no le pidan un gesto amable… ¡les sajaría el cuello como un Ravaillac
cualquiera! Díganle que van de mi parte…el tipo de los caracoles. Ahora, con
las lluvias de mayo, los caracoles saldrán de las alcantarillas y se dirigirán directa
y disciplinadamente a la cazuela del Corazón
coronado. Es su temporada alta: productos de la tierra, anuncian.
Al
pobre Ravaillac, como les contaré en su día, lo redujeron a partículas
elementales, pero a Enrique IV le arrancaron el corazón, por lo demás, bastante
hecho polvo. ¡Cuántos corazones yacen fuera de sus cuerpos, a la espera de que
desplieguen su capacidad taumatúrgica! ¡Víscera asquerosa donde las haya!
Pese
a su enemistad con los jesuitas, o quizás por eso, su corazón fue conducido a La Flèche,
prestigiosa institución escolar donde Descartes, a la sazón, se encontraba
entre sus arcadas, llenando su espíritu (¿) de dudas tácticas. ¿Fue el futuro
filósofo-científico, tal como afirma Baillet, uno de los 24 pupilos elegidos
para conducir el regio corazón hasta la capilla? Lo dudo: su “nobleza” no era
lo suficientemente noble como para tal desempeño. Lo cierto es que, por lo
menos, presenciaría el cortejo y oiría los claros clarines y los negros clarinetes*… Y allí sigue (el corazón).
No sólo perdió la víscera (y la vida, como es natural), sino también el
recipiente del entendimiento: Perdió cabeza y corazón.
Revolución
/ Contrarrevolución…la cabeza dando vueltas de aquí para allá…
Últimas
noticias afirman que la cabeza, confirmada su pertenencia mediante estudios
genéticos, está depositada en un banco. Desconozco a qué tipo de interés. Y
¿saben Vds. a quién está destinada?... ¡a Luís Alonso de Borbón!, sí, sí, el
hijo de Alfonso de Borbón, hermano de Gonzalo, hijos, ambos, de Jaime de
Borbón, hermano, que lo era, de Juan de Borbón, padre del ex rey Juan Carlos y, por lo tanto abuelo, de nuestro querido
Felipe. El primo segundo de Felipe sexto sigue pretendiendo la corona de
Francia.
Si
han acabado los caracoles y, por una de aquellas, le ha quedado algún
remanente, acérquense a Garches, esa parte de parís a la que nunca vamos, y
visiten el Centro Cultural dedicado a Sidney Bechet. Por suerte no se estancó
en el corte y confección. Una vez tuve todos los discos que gravó para Blue Note. Desaparecieron con el segundo
expolio.
3.
“Dos cadáveres incinerados en un
automóvil… La noticia venía fechada el 14 de mayo, en Chaumont”
(El amigo americano”). Póngale música de Lou-Rée.
Puede,
aunque ya saben Vds. que no fuera así, que algún espabilado quisiera hacer
negocio con la casa aseguradora… pues tal día como hoy, se celebra en
Sudamérica en general y en Perú, en particular, el día del seguro.