(Los
asteriscos (*) remiten a “razones efemerísiticas”).
Mi
padre, que tal día como hoy, del año 38, pasaba nostálgico la navidad en
cualquier posición del “frente del Segre”, me hablaba de paseos siniestros y azaharosos
por entre los limoneros. Todos acababan con ruidos secos y con un sonido como
de saco de patatas al ser descargado de un camión. Así que siempre he tenido algo contra los
paseos. No soy paseante. A veces “flaneo”,
pero eso es más bien incursión aventurera, azarosa. Yo voy (y vengo)…aunque, a
veces, en el camino, me entretenga.
El
paseo tiene algo de vintage, como las
postales. En realidad casi nadie pasea: obedecen órdenes médicas o exigencias
estético-sociales. Nadie envía postales.
–Así que me utilizas como terapia,
¿eh?
–Como conciencia lógica, diría.
–¡¡Es lo mismo!!
–Cualquier día te cambio por un “Robot (*)Universal Rossum”
–Tarde o temprano tomaría
conciencia de la explotación… ¡y me las pagarías!
–¡¡Salamandra *!!...
–Sólo te falta decirme
“¡carroña!”…como al perro Salamano.
–¡Sweets dreams!*
El
día es magnífico… sino fuera por estas pequeñas discusiones. Hemos ocupado el
sitio que ocupamos ayer, bajo las palmeras y Hegel, cabizbajo, se prepara para
una tarde perros.
Como
no me gusta mezclar, pido una copita de Jameson.
El camarero (camarera) le pone a Hegel un recipiente con agua. Gracias. Cojo el
vaso con la elegancia natural de Bogart (*) y no con la chula displicencia de
Dean Martin (*) que, por cierto, ha dejado dicho que lo que bebía no era
güisqui sino té frío. Así que el mapa de Cariñena que pacientemente se fue
dibujando en sus mejillas era pura coquetería.
Dejando
aparte el Dry (estilo Buñuel), no soy amante de los cócteles. Si lo fuera,
hubiera pedido un Chicote (*):
coctelera, tres cubitos de hielo, cucharada de Grand Marnier, media copa de
vermut rojo y media de ginebra seca. Se sirve en vaso de cóctel con un trocito
de espiral de piel de naranja.
Chicote
logró la mayor colección de botellas (llenas) del universo-mundo, que el mismo
Onassis quiso comprarle por una millonada. Cuando murió fue a parar a las
garras del caradura de Ruiz Mateos. Al final se encontró en una nave de Las
Rozas… Sic transit gloria mundi.
Dio
más vueltas que el corazón de Macià *. El pobre Tarradellas tuvo que soportar
su hedor durante decenios y al final resultó ser el de un pobre desgraciado al
que habían partío el corazón. Abierta
la tumba para recolocarlo, resultó que nunca le habían robado el órgano vital. Cosas
de la masonería que, en eso, se parecía a Goethe * a quien, por cierto, una
jovencita le rompió su viejo corazón en Marienbad, igual que otra jovencita
(Ch. Volpius) se lo había curado decenios antes. Pese a lo remirado y amante
del orden como me lo imagino, tuvo un hijo natural con la Volpìus: Julius
August Walther von Goethe, que vivió lo suficiente para ver a su padre haciendo
el ridículo en el balneario, pero no para sacarle la mascarilla mortuoria… que
de haber estado Alma Mahler…El tal Julius nació un día como hoy, de ¡1789!
(mientras su padre, aparte de seguir los avatares de la Revolución Francesa,
escribía “La Selva Negra” y daba pasos hacia un neoclasicismo italianizante).
Y murió en ¡1830!, el año de las tres revoluciones: “La Sinfonía Fantástica”,
“Hernani” y la que pintó Delacroix…¡para horror del padre!
No
contento con lo que había conseguido en la corte de Weimar y en el campo de las
letras, se lanzó a rebatir, sin éxito, la teoría de los colores de Newton*.
Por
su (de Chicote) local de la Gran Vía pasaron tutti quanti podían pagarse el gusto. Incluido, naturalmente, Dean
Martin y Sinatra en los tiempos que disputaba por su “novia” con un torero
catalán.
No
es banal el detalle de que fuera Chicote (¡desde los tiempos de Besteiro hasta
la Transición!) el “encargado” de la(s) barra((s) del
Congreso de los Diputados.
O
me doy prisa o me dan las uvas.
La
tarde va cayendo. Yo sigo su ritmo. El perro duerme. A partir de este momento
todo se desliza hacia abajo.
Cualquier
acontecimiento puede ser contado de diferentes maneras, depende del estilo y,
por qué no, del humor con que te levantes. A mí me ha salida esta:
Ese
hombre que, tal día como hoy del año 1956, encuentran muerto en la nieve lleva
27 años recluido en clínicas mentales, 23 de los cuales en Herisau,
Appenzell-Ausserrhoden, Suiza…ese extraño país lleno de recelosos pajaritos de
madera, es Robert Walser, escritor de escritores, y lleva 23 años sin escribir
ni una línea (“he ingresado para estar
loco, no para escribir”) Su elegancia, su finura, su delicadeza… su ironía,
su ternura… su silencioso e intrascendente parloteo, su discreción y armonía, todo,
ha quedado desfigurado por una ligera capa de nieve que le cubre el cuerpo. Su
desprendimiento se manifiesta en el sombrero, que yace apartado, como velando
el cadáver. El índice y el corazón de la mano izquierda amarillean por su
afición a los cigarrillos Maryland… Y a punto estuvo de quedar sepultada su
profundidad.
Le
gustaba el invierno, la soledad (por llamarlo así)… y no por atrabiliario,
aunque un poco receloso sí que era, sino a causa de la simplicidad y
recogimiento del paisaje invernal.
Prefería
servir a ser servido.
Tú
ibas y él volvía (paseando).
El
mundo para él, estaba entero en el camino que conduce de Herisau a Saint
Gallen, que conocía con los ojos cerrados, como yo el de mi casa al condis.
La navidad del 54
la había celebrado con un paseo por los
prados y bosques que hay de camino a las ruinas del castillo de Herisau. Iba en
compañía de su “tutor”, el benefactor
(y poco reconocido) Carl Seeling y, naturalmente hablaron de von Kleist, que
parecía formar parte del menú de navidad. Walser estaba de acuerdo con el
rechazo que Goethe sentía por el romántico. Siguieron paseando y Walser dejó
caer:
–“En general, las gentes llamadas
“malas” no son en absoluto tan malas como las llamadas “buenas””–
Y lo ilustró con ejemplos.
La Navidad del 55,
bajo una ligera lluvia e inmersos en una espesa niebla, se dirigen a Saint
Gallen y naturalmente vuelve von Kleist y su “Cántaro roto”. Goethe fue el responsable de su fracaso en Weimar.
Los silencios son cada vez más prolongados. Y la conversación, entrecortada,
pasa de un tema a otro, según el paisaje y sus componentes iban pasando ante
sus ojos.
La navidad del 56,
o sea, tal día como hoy, el perro dálmata de Carl, “Áyax”, se encontraba enfermo y Carl no quiso dejarlo sólo.
“Debido a su penoso estado, había aplazado
el siguiente paseo con Walser de Navidad a Año Nuevo…De pronto sonó el
teléfono. El médico jefe me dio la noticia de que, poco después del mediodía,
Robert había sido encontrado muerto en un campo nevado… el mismo en que las
navidades del 54 habíamos pasado horas inolvidables. Esa noche no quise ver más
árboles de Navidad. Su luz me dolía demasiado”.
–No, si aún tendré yo la culpa…
–¿No estabas durmiendo?
–No puedo. Te leo el pensamiento.
Ya
en “Jakob von Gunten” (1909) había dejado escrito:
“La verdad es que nunca he sido
niño y por eso estoy convencido de que en mí quedará siempre un componente
infantil. He crecido en edad y en estatura, pero la esencia no ha variado. (…)
Tal vez nunca llegue a echar ramas ni hojas. De mi esencia y mis orígenes
emanará algún día quién sabe qué perfume, me convertiré en flor y exhalaré un
ligero aroma, como para mi propio placer, y luego inclinaré la cabeza. (…) Mis
brazos y mis piernas se irán debilitando extrañamente, mi espíritu, mi orgullo,
mi carácter, todo, todo se quebrará y marchitará, y yo estaré muerto¸bueno, no
exactamente, muerto sólo en cierto modo, y tal vez siga viviendo y vegetando
así durante sesenta años”. No fueron tantos. Los
suficientes.
Y
en la muerte de Sebastián, joven y ya poeta, presintió la suya propia: Lean Vds.
el capítulo séptimo de “Jakob…”, del que me atrevo a citar: “¡Con qué nobleza ha elegido su tumba! Yace
en medio de espléndidos abetos verdes, cubiertos de nieve (…) Yacer y
congelarse bajo unas ramas de abeto sobre la nieve: ¡qué espléndido reposo! Es lo
mejor que pudiste hacer. La gente está siempre dispuesta a hacerles daño a las
aves raras como tú….” Y así se extiende en heladas visiones premonitorias.
Y yo recuerdo el final de “Los vividores”,
esa magnífica película de Altman,
–¡Posadera!
–¿He oído algo improcedente?
–En absoluto, querida joven. He
querido llamar su atención para que me sirviera una copita. Quiero ver el
último rayo de sol cruzar el güisqui y abrirse iridiscente sobre este florido mármol
de Crevillente.
–Habla Vd. como un poeta. ¿No será,
acaso, poeta?
–¿Poeta? Más bien un bebedor
compulsivo. Cuando se pasa le da por los “rodolíes”
–¡¡Hegel!!
La
comida de Navidad fue especial y él tenía hambre. Nunca rehuyó una buena comida
ni un buen espirituoso. Comió choucroute
con carne, salchichas con mostaza y remató con una copa de merengue con nata
montada. Vean Vds. cómo lo cortés no quita lo valiente. Apuesto a que tomó un
par de copitas de aguardiente de trigo. Se sintió algo pesado y esperaba a su “tutor”
para dar el acostumbrado paseo navideño… y poder hablar de von Kleist. “Áyax” estaba enfermo y Carl, como he
dicho, se quedó para hacerle compañía.
Decidió
dar el paseo en solitario: Salió del sanatorio, bajó por la Degerheimerstrasse,
pasó por el túnel que salvaba la estación y se dirigió, por Wachtenegg, a las
ruinas del castillo. Una hondonada separa la cima del Rosenberg de las ruinas. Baja
con precaución, haciendo cuña con sus zapatones, como los esquiadores
prevenidos.
“El sol brillaba pálido (…) con
ternura melancólica y titubeante. (…) De pronto, los latidos de su corazón
empiezan a renquear. Se marea. Sin duda es un síntoma de la arteriosclerosis
senil de la que el médico le habló en una ocasión, advirtiéndole que se tomara
los paseos con calma. Repentinamente, recuerda los espasmos en las piernas que
le han asediado en anteriores paseos. ¿Vendrá ahora uno de ellos? ¡Qué molestas
son esas cosas, qué neciamente inoportunas! Ahora… ¿qué es esto? Cae
abruptamente de espaldas, se lleva la mano derecha al corazón, y se queda
quieto. Con la quietud de los muertos. El brazo izquierdo yace extendido junto
al cuerpo, que se enfría con rapidez. La mano izquierda está un poco
agarrotada, como si quisiera aplastar con la palma el áspero y breve dolor que
ha asaltado al caminante como una pantera al acecho. Un poco más arriba está el
sombrero. La cabeza, ligeramente inclinada a un costado, ofrece ahora al mudo
paseante una imagen de total placidez navideña. Tiene la boca abierta; es como
si el puro y frío aire del invierno aún penetrara en él (según
la fotografía sacada por la policía).
Así lo encuentran, poco después,
dos chiquillos que han bajado patinando en sus trineos de madera desde la
granja Burghalden, de la familia Mauser (…) Una mujer que ha subido desde el
valle con su perro para hacer una visita navideña (…) ha contado que era
curioso lo inquieto que Bläss estaba hoy. Había intentado, entre ladridos,
soltarse de la correa para correr al prado, en el que había algo extraño,
inusual. ¿Qué puede ser? ¿Id a ver, chicos!”
Walser
como literato quedó estancado (¿) en 1933… ¡y es una suerte!
Si
no es petulante, acepten mi consejo: lean a Sebald y a Vila Matas.
La luna se esconde de vergüenza
No
puede acabar así un día como el de hoy…CONTINUARÁ.
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