Aquella primavera había empezado a
circular por Valencia la mimética expresión: “¿Qué pasa contigo, tío?”
a la que el interpelado respondía (cada vez con más decisión y conocimiento): ¡Nada!..¡Un
“rollo”!...reparen vds. en la complicidad entre el entrevistador y el
entrevistado.
O bien aquello otro de: ¡Como se
entere la ”vanguardia”!... dicho en
plan de chirigota.
Época de clandestinidad a la que
muchos de nosotros éramos incapaces, por naturaleza, de someternos. La cosa era
seria, sin embargo. Pero un vientecillo poético recorría nuestros corazones. No
tanto por las perspectivas políticas, sino por el presente: libros, música,
alucinógenos, mujeres (o lo que se quisiera), días que corrían sin horarios y
cargados de emoción y sentimiento. Viajes sin un duro…Los pájaros del cielo no
cultivan y se alimentan... Así nosotros: aves del paraíso.
Me refiero al año 1973.
Les voy a contar a vds. “mi primer viaje a Madrid”. Que fuera el
primero no influye PARA NADA en el desarrollo de los acontecimientos.
La Organización nos había (a otro y a
mí) advertido acerca de ciertas imprudencias y aconsejado, por el bien de
todos, que desapareciéramos durante unos días
del “campo de batalla”. Precisamente éramos lo que
entonces llamábamos “técnicos de distrito”…es
decir, los encargados del desarrollo técnico de las manifestaciones y, sobre
todo, de la “autodefensa”. Por ese
motivo nos pasábamos todo el día de farmacia en farmacia comprando perclorato
sódico y ácido clorhídrico. Y de vez en cuando…una cajita de
anfetaminas…Teníamos todas las tarimas de la universidad rellenas de botellas
inflamables y los pantalones siempre con agujeros…que cubríamos con floreados
remiendos.
Añadir a lo anterior que poseíamos
(¿quiénes?...les contaría y no pararía) un bar, el más popular (entre nosotros)
de Valencia. La cosa económicamente no pintaba bien, así que hicimos una
espectacular huída hacia adelante y nos agenciamos una casa de comidas, algo
más cara que Cáritas, y un camping en un naranjal de Cullera a kilómetros de la playa y
destinado a los “vagabundos de la
osa mayor”…¡TODO! ¡pero TODO!…se fue
al garete… (esa es otra historia que les contaré, en otra ocasión, con
detenimiento).
Salimos de la estación de Valencia el
viernes 13 (¡¡) de abril. Entonces no existían los magníficos trenes actuales y
los vagones se dividían en compartimentos para seis-ocho personas. Se podía
fumar…¡y se fumaba! Se comía y se
soplaba de lo lindo…mucho más que en un ventorrillo caminero. En un viaje de esa envergadura (6 ó 7 horas) te podías pimplar perfectamente
una botella de Terry de malla… o una caja de cervezas (o ambas cosas).
El Wamba, por hijo de ferroviario,
tenía “quilométrico”. Yo, no; pero
tenía un amigo, hijo de factor, que también gozaba de ese privilegio. Así que
le pedí el “quilométrico”, y el
DNI, puse unas fotos mías encima y saqué
dos fotocopias. Me disponía a viajar con
dos fotocopias de documentos falsos y con un billete conseguido de forma
fraudulenta. El de la ventanilla se limitó a sellar el “billete” que había rellenado con los datos del hijo del factor.
La policía tampoco es que anduviera
sobrada de adelantos tecnológicos…
Cuando llegó W. con un abrigo negro
que le cubría hasta los zapatos, dando la impresión de que en lugar de andar,
rodara, como un féretro empujado desde atrás….Yo ya estaba allí. Y no sólo yo: estaban también nuestras
inseparables, que habían ido con una pancarta de cuatro metros a despedirnos y
a desearnos un feliz viaje: “Feliz Semana
Santa”.
La consigna era: ¡Discreción!
Como era normal entre nosotros,
hicimos como que no las conocíamos. Y ellas tampoco a nosotros. Así que:
alguien despedía a alguien. Nadie, sin embargo, se daba por aludido. Agitaban
la pancarta mientras nosotros, con sendas bolsas de las olimpiadas de México,
subíamos indiferentes al tren.
Olvidaba decir que las inseparables
iban disfrazadas de Jorge Cafrune (¿lo recuerdan?).
Nos inclinamos por (el “quilométrico” no te daba derecho a plaza
numerada) un compartimento que parecía discreto: estaba ocupado por dos señores
de pinta normal y decente. Leían el periódico (cada cual el suyo) y sonrieron
cuando definitivamente nos decidimos.
--Buenos días!
--Buenos días, chavales!
-- ¡Hola!
Cada cual dijo lo que le pareció bien.
Ocupamos plaza de ventanilla. Los
señores ocupaban, enfrentados, los asientos más alejados de la tronera. W. se despojó de la caja negra, por lo demás,
inútil…¡era un día espléndido!
Fue sentarnos y empezar a desfilar
por el pasillo una cuerda de guardias civiles con traje de servicio y “naranjero” dispuesto. Uno de ellos, echó
una escrutadora mirada al interior. Sacamos los celtas con filtro y nos
camuflamos entre la humareda.
Dudamos…pero el tren se puso en marcha y se disolvió la duda… y condensó
la inquietud.
A la altura de Requena abrió la puerta el revisor. Miró
familiarmente y se puso a hablar con los dos señores de las esquinas. Hizo el
rictus del escepticismo: combinación prodigiosa de boca (los labios se juntan,
se aprietan y se proyectan), arco ciliar (se eleva) y un levísimo giro de
cabeza (con una casi inapreciable inclinación).
Los señores:
--Bueno…¡Ya caerá esa cabrón!
Nosotros estábamos envueltos en humo
espeso y como sucedió con San Martin de Porras (W. se apellidaba Porras) el contraluz
nos hizo invisibles. Entre el revisor y nosotros se extendía una nube
resplandeciente y milagrosa.
En Cuenca nos dio tiempo a bajar y
subir con cuatro botellas de cervezas
frías.
La procesión de los civiles
continuaba a un ritmo cada vez más lento. En una de esas pasadas, el cabo,
bigotudo, entró y se sentó entre W. y el individuo que tenía a su derecha.
Aproveché para invitar a fumar. Sólo cogió el mostachudo; en vista del éxito ofrecí
cervezas:
--No, gracias…¡estoy de servicio!. Era evidente que la mala suerte se había cebado en él.
--Te lo agradecemos, chaval, pero nosotros también estamos de servicio.
W. cogió una botella y se la amorró,
mientras abría los ojos como un Pantocrátor.
--Dicen que lo han visto por Salamanca.
--¡Y por Sevilla!
--Este cabronazo corre más que un galgo.
Oíamos el diálogo, pero mirábamos
atentamente cómo el paisaje se desvanecía (eruridicianamente) a 50 por hora.
El viaje acabó sin más incidencias.
Bajamos en Atocha…W se metió en el ataúd, nos pimplamos dos copuzos de coñá y nos dirigimos a una casa del barrio de
Embajadores. Allí nos esperaba un amigo de un amigo: ¿recuerdan vds. a Demis
Roussos? ¿sí? Pues bastante más bajo,
con pantalones y la voz una octava más alta. La barba, cerrada como las puertas
del cielo, le arrancaba en las pestañas y le llegaba, sin solución de
continuidad, hasta el pecho. Como un
pañuelo negro en torno al cuello, luto por la constatable injusticia de la
naturaleza.
--Hombre…¡Por fin habéis llegado! Dijo abrazándonos por
la cintura. Su voz sonaba como una sirena de coche de policía teledirigido. Ahora nos vamos a comer un rabo de toro…Pero antes nos haremos un porrito.
El porro rodó hasta que un olor a uña
quemada ocupó toda la habitación.
Dejamos las bolsa olímpicas y raudos
nos dirigimos a no sé dónde. El Wamba rodaba dentro de su particular féretro. “Voz de trueno” marchaba a pasitos
cortos, pero rápidos. Yo, a pasos largos, pero lentos. Todo un repertorio de
locomoción de seres bípedos.
Allí lo conocían y nos sirvieron
abundante y bien. Nos pimplamos dos botellas de Cariñena y unas cazallas. Demis
tenía que trabajar y nos abandonó (antes nos hicimos un porrito). No teníamos
ni puta idea de dónde estábamos ni qué pintábamos en Madrid y, si me apuran
vds. ni quiénes éramos…
Hala…¡A rodar!
Por hacer algo (supongo que tiempo)
entramos en una librería. Estaba especializada en ediciones sudamericanas. Yo, por costumbre, me eché un libro (no
recuerdo el título) al bolsillo de la pelliza y seguí mirando interesado las
novedades. W me hace una señal y sale. En la misma puerta, dos individuos,
cetrinos como la madre que los parió, lo agarran, uno por cada brazo y lo
vuelven a meter en la librería. El Wamba me mira con cara de borrego que llevan
al matadero.
--¡Vacíe los bolsillos sobre la mesa! (mesa “ad hoc”)
--¿Qué bolsillos? ¿Qué mesa? ¿Qué libro?...¿Qué…?
“Por
el canal de Panamá” de Malcolm Lowry. Ed. Era.
Oigo como le piden el nombre y la
documentación. El libro quedó sobre la mesa… y que ya recibiría noticias.
Aprovechando el desconcierto, cojo el libro de la mesa “ad hoc”, me lo meto en el otro bolsillo y salgo decidido, mirando
el inexistente reloj de muñeca y haciendo gestos llamativos con el brazo
derecho. Lo espero como a cincuenta
metros.
(Esta escena me trae a las mientes a
otro que, en París, había robado toda la colección de LPs de los Rollings y
mientras lo perseguían por Saint Denis, iba perdiendo todas aquellas joyas. Sin
esos pequeños hurtos no podríamos haber subsistido con dignidad y puede que
tampoco sin dignidad)
Sólo recuerdo que dormimos en una
cama. El siguiente recuerdo ya pertenece al “Domigo de Ramos”: El sábado ha desaparecido.
Lo primero que hicimos ese infausto
domingo fue fumarnos un porro y enjuagar el cielo (¡el único!) del
paladar con unas copas de cazalla…y ¡hala!...¡a rodar!
W, en efecto, rodaba; “Demis” trotaba
y yo…a mi paso acostumbrado. En zig-zag llegamos al rastro. Derribamos varios
tenderetes…iniciamos trifulcas que acababan en la barra de un bar y guiñábamos
los ojos a aquel magnífico sol de aquella mañana de Domingo de Ramos de 1973.
Pasaban familias con palmas y ramos
de olivo…parecía un cuadro del aduanero Rousseau. Palmas delicadamente
trenzadas con lacitos de colores; palmas altas y viriles con ese característico
¡plas-plas!...
En una de las incursiones a la barra
más cercana, cuando fuimos a pagar, resultó que éramos uno más: se había colado
subrepticiamente “Charli, de Cuenca”,
flaco como san Jerónimo y elocuente como el “Crisóstomo”.
--Pero, tío ¿qué pasa contigo?
--Ná…¿qué va a pasar?...¡es un rollo tomar la cerveza solo! Así que como
os he visto tan homogéneos y con esos ojirris…
Arrojó sobre nuestras cabezas trozos
vegetales: hojas de palmera y de olivo…mientras nos aclamaba con aquello de :
¡¡Hosanna!!...etc…etc. Pidió otra
ronda y pagó “Demis”. La siguiente la pagó Charli. La siguiente…la siguiente…la
siguiente…¡la pagaría dios! (que estaba exultante).
Así llegamos a la hermosa “hora del ángelus”…a la Chiricciana
hora…a la hora de Zaratustra…y nos introdujimos en ella dando traspiés(es).
Y haciendo torpes juegos de piernas y
lanzando puñetazos al aire vimos acercarse, como a cámara lenta, a un “mulato-cuarterón”. Cuando estuvo a
nuestra altura desplegó todo un repertorio de golpes de diferente factura que
hacían silbar el aire.
--¡Vamos a tomar una servesa!
Los cuatro nos miramos y seguimos al
negro.
--Hermano, ponga 5 cañicas de esas que ya tú sabes. Y unos recortes de
tortilla…¡Soy Legrá…El puma de Baracoa…Campeón mundial de peso
pluma!...¿Quieren saber vds. cómo derribé a Clemente Sánchez?...Era muy
valiente pero llegó pasado de peso y de preparación. Lo derribé 11 veces…pero
el muy cabrón se levantaba y seguía como un toro. En el 10º, tras unos
“jobs” para mantenerlo a distancia, le
metí un directo de izquierda y una serie de “crochets” que rematé con un “uppercut”.
Ya no se levantó...¡Ponga, hermano, cinco más!
Con la derecha bebía y con la
izquierda hurgaba en sus bolsillos. Consiguió sacar la cartera y, tras apurar
la caña y dejarla en la barra, nos mostró una serie de fotografías que,
empezando en su bisabuela africana acababa en una preciosa niña con chupete,
pasando por mujeres de todos los colores y condiciones. Los ojos le brillaban
(por este hermoso sol de abril).
W. pidió calamares.
Demis pidió callos.
Charlie pidió más callos
Legrá pidió otra de tortilla
Yo pedí la cuenta….y una ronda de
carajillos: al cincuenta por ciento.
A partir de ahí todo fue cuesta
abajo. Parecíamos “el quinteto de la
muerte”. Y, así, bajando, llegamos adonde los leones de piedra. De camino,
el negro había desaparecido. Ahora parecíamos los “cuatro jinetes del apocalipsis”.
Nos sentamos un poco en la placeta
que hay enfrente de los leones. Para tomar un respiro. Charli, lió un porro y
lo fumamos con indiferencia. Luego sacó una pastillita (y una navaja) la partió
en cuatro trozos y nos hizo comulgar en el nombre de Cristo, que en ese momento
estaba siendo aclamado por todo el orbe cristiano.
Al cabo de diez minutos, el banco
echó a volar. Subía y bajaba como una montaña rusa. Nos abrazamos para no caer
en la nada. Éramos una piña desigual, pero compacta. “Demis” gritaba con voz de rata. “W” aullaba desde su ataúd. “Charli”
tocaba un invisible tambor y yo abrazaba al trío con unos brazos que se
alargaban como plastilina.
Los transeúntes daban un rodeo. Los pájaros huían
despavoridos....hasta el aire nos daba la espalda. Nos asfixiábamos. Creo que nos estábamos estrangulando unos a
otros de tanta compactación. Cuando
aterrizamos, era noche cerrada y los leones seguían en su sitio… casi luna
llena. El plenilunio sería el martes.
Nos había crecido la nariz y los ojos
se habían hundido. Nos mirábamos con miedo. Las sonrisas eran demoníacas…¡Nos
dábamos terror! Así que optamos por mirar al suelo. Las palabras sonaban como
pulsaciones calientes. Las voces, en general, eran huecas y parecían provenir de los lugares que habíamos dejado atrás. Nos
seguían y cuando nos alcanzaban estaban exhaustas…Y caían a nuestros pies
formando un mantillo donde florecían imágenes
cortantes como auras de neurálgico.
Charli fue el primero en
levantarse…nos cogimos de la mano y como breugueliana fila nos sumergimos en la
oscuridad más completa. Torcimos a la derecha y, al fondo, vimos una luz que
nos reclamaba.
Entramos en el bar, que parecía una
bodega antigua. La clientela giró la cabeza hacia nosotros y la mantuvo así durante una eternidad. La luz
nos cegó y como atacados por el
arcángel, cubrimos nuestras cabezas con los brazos. A “W”. (al elevar los brazos) se le vieron los zapatitos y se supo que
no rodaba. “Demis” saludó y el
contraste entre el sonido y la imagen produjo en la clientela, fija todavía en
nosotros, un alarido infernal. La mujer de la barra miró fijamente el “as de bastos” que tenía colgado justo
debajo de un vetusto espejo de 5 x 2 metros. Alguna parejita se levantó y
abandonó el local. Nosotros estábamos estancados. Nos faltaba un empujoncito.
Lo di yo. Así que, de nuevo dando traspiés, irrumpimos en aquella cálida
bodega: “Cristo entrando en Bruselas”…personajes de Ensor.
--¡Cuatro botellines, por favor!
En vez de ocupar plaza a lo largo de
la barra, seguíamos en fila india…de tal manera que los quintos fueron pasando
de mano en mano hasta que los cuatro
estuvimos servidos.
--¡Y unos callos!....complementó Charli.
--No servimos comida. Es un bar de copas.
Ahora, después de 40 años, puedo
decir que se respiraba fatalidad. Que todo iba cuesta abajo sin remedio y que
no habría dios que lo parara.
Aquí se abre (o se cierra) un fundido
en negro. Después me veo, apoyada la
cabeza en la barra, vomitando y rodeado de “grises”.
Toda la barra está llena de cristales, restos de un estropicio importante. La de la barra ha descolgado el “basto”.
Miro con la poca atención que puedo reunir y no veo ni a W. ni a Charli,
ni a Demis. Cuando logro enfocar correctamente, diviso a “voz de trueno” sentado en una mesa rinconera departiendo con
alguien….a Charli en el otro extremo
de la barra zampándose algo que parecen callos y a W. que saliendo de dios sabe dónde, con todo el “féretro” destrozado y más blanco que “blanco sobre blanco” viene hacia mí.
--Daaame un cigarrillo…Sus ojos, de par en par, miraban al techo.
--¡Ese, ese es el otro! Grita la mujer a quien quiera (y a quien no quiera) oírla,
empuñando goyescamente el bastón.
Los
“grises” nos sujetan con
fuerza, como si estuvieran apropiándose de algo que está en disputa. Charli
se acerca y queda pegado como los pajarillos en la goma traicionera, cuando por
la noche van a las charcas a saciar su sed.
El vetusto espejo de 5 x 2 yace,
hecho migas sobre el mostrador y parte de la sala.
Cubismo en acción.
Nos esposan y ¡hala! …¡a rodar!
“Demis
Roussos” aprovecha para pedir dinero para la liberación de los presos
políticos.
Nos metieron en una ranchera. Por la
puerta de atrás. Y cuando ya, puesto el motor en marcha, se disponía a rodar…W. abre la puerta, sale como si no
pasara nada, entra en el bar y busca algo que no encuentra. Un policía que lo
ve, sale detrás de él y le da un
mamporro que lo dejó más desorientado que una brújula en un campo
magnético.
--¡y calladitos..eh!...¡que parecéis el “tres de copas”!
Charlie iba más colgado que las “casas colgantes” y nosotros
parecíamos extraídos de “la ciudad encantada”. Cuenca se había
apoderado de todos.
Nos condujeron a una comisaría
cercana (¿).
Entramos en un despacho siniestro,
iluminado por una bombilla desnuda y amueblado con la habitual mesa con su
inseparable silla de madera. Detrás alguien, con bigote fino, nos instó a
vaciar los bolsillos: 1800 pesetas entre todos, hojitas de olivo, una llave, un
rosario con bolitas de nácar (¡¡), un paquete de celtas con filtro, otro de
Ducados…¡y unanavaja! Aún no había decido qué hace con aquello cuando Charli empezó a gritar desconsolado:
--“El rosario de mi madre…¡no!...por lo que más quiera mi capitán,
devuélvame el rosario de mi madre!” (¡¡)
El comisario, inspector, capitán o lo
que fuera no sabía se reir o liarse a hostias con todos nosotros.
--¡¡Cállate!!...¡¡sacad los papeles!!
Empezamos a busca por todos los
bolsillos y no encontramos nada. Estaban en la bolsa de las olimpiadas de
México. Charli tampoco llevaba
ninguna identificación. Declaramos bajo juramento ser quienes éramos mientras
el policía tecleaba en una Olivetti monumental y al ritmo heroico de
correo-exprés nocturno.
--¿Y esto?
--la llave de mi coche
--¿Su coche? ¡hum…hum!...¿Dónde coño lo tiene aparcado?
--Por Embajadores
--¿Por embajadores?...¡hum…hum…! ¿y qué ¡coche! tienes…si puede saberse?
--Un dos caballos furgoneta, mi capitán
--Con que un dos caballos furgoneta…¿me equivoco?
--Pues ¡no, mi capitán!...Hago portes.
--¿Gasta mucho?
--Como un mechero, mi capitán.
--Hace portes ¿me equivoco?...¡no podrá transportar mucho con esa
“furgoneta”!...¿un poco de droga, quizás?...¿me equivoco?
Y se rio de buena gana. A nosotros se
nos torció el morro.
--Bueno, ahora que vamos ligeritos, contadme qué ha pasado.
--Nada!...Una mujer nos quería arremeter con un bastón y nos hemos
defendido…creo.
--Y del espejo…no sabéis nada ¿no? …o me equivoco.
--¿Espejo? …¿qué espejo?...¡Allí no había espejo!
--En efecto…porque lo hicísties trizas, ¡cabrones!
Era yo el que daba la cara y esas
miserables explicaciones.
--Bueno…¡Ya se os notificarán las consecuencias!
Acabado el trámite (¡de la navaja no
dijo NADA!) nos trasladaron a otra salita aún más despojada que la anterior: 4
ó 5 sillas típicas pegadas a la pared y una mesa a la que estaba sentado el
policía de guardia. Escondió la revista que estaba hojeando y nos dirigió una
mirada en la que aún quedaban restos de lujuria.
Entró el “jefe” y le pasó el papel con nuestras declaraciones.
Empezó a hacer las comprobaciones de
rigor: conferencias de larga distancia…espera…llamadas a la central…espera. En
esa espera sonámbula, W, desorientado
como una brújula en un campo magnético, se levanta y, sin decir palabra,
desaparece por una puerta lateral; el lujurioso que lo ve:
--¿Adónde vas, desgraciado? Y levantándose como
si le hubiera picado una cascabel, echa mano a la porra (W. se apellidaba “Porras”) y va en su persecución. Oímos unos
golpes secos y un quejido como de oveja resignada.
--Se está meando, mi capitán. Dijo Charli.
--Pues
que se mee encima. La respuesta salió por la puerta entreabierta.
Cuando volvieron al escenario
principal, W. llevaba los pantalones mojados hasta el dobladillo (esto lo
supimos después…pues, de momento, el abrigo ocultaba la vergüenza).
Ahora parecía una escena de Becket:
en cualquier momento podría aparecer Godot.
….¡¡Y apareció!!
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