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jueves, 27 de junio de 2013

Propuesta para hoy, 27 de junio. Macondo. El tren de Santa Marta.


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“Se acordó de Macondo. El coronel esperó diez años a que se cumplieran las promesas de Neerlandia. En el sopor de la siesta vio llegar un tren amarillo y polvoriento con hombres y mujeres y animales asfixiándose de calor, amontonados hasta el techo de los vagones. Era la fiebre del banano. En veinticuatro horas transformaron el pueblo. “Me voy”, dijo entonces el coronel. “El olor del banano me descompone los intestinos.” Y abandonó Macondo en el tren de regreso, el miércoles veintisiete de junio de mil novecientos seis a las dos y dieciocho minutos de la tarde.”

Fracasado el intento de vender el reloj y el cuadro, se decide a vender el gallo a su compadre médico (y diabético) Sabas.

2
Santa Marta no tiene ni tren ni tranvía. Y la Zona ya no es lo que era. El banano ha dejado lugar a la palma aceitera… siempre a disposición de los intereses coloniales. Y el único tren que circula por Aracataca es un carbonero de decenas de vagones que envuelve la ciudad en una humareda onírica y tóxica. Décadas ya que los moradores tosen resignados y recuerdan cuando las cosas no eran exactamente así.



Hubo un tiempo en que Aracataca (zona vallenata) gracias al tren amarillo, llegó a ser cosmopolita con la misma fatalidad con que Voltaire se hizo misántropo. El municipio se llenó de la “hojarasca humana” propia de las épocas florecientes. De Cali, Bogotá, Medellín, y de la zona de Córdoba y Bolívar, llegaron mujeres (supusieron) nunca vistas, a no ser en revistas de peluquería, y hasta de Sierra Nevada bajaban hordas con escarcha aún en las pestañas a ver el prodigio. Diríanse restos de la peregrinación de Buendía desde Rioacha…

Y, claro está, llegaron porque había clientela.
Hasta de Buenos Aires (Colombia) arribaron varones incrédulos… y se quedaron extasiados ante tanta belleza y tanta banana como florecía en la Zona.

La cosa no duró mucho y la naturaleza (del capitalismo) se cobró lo que era suyo. Pero antes ocurrieron cosas dignas de cien años de soledad, o de vallenato, como gusten.



El dinero y la inteligencia no siempre van juntos, en realidad, raras veces. Los adinerados propenden al milagro: su mera presencia, creen, pone las cosas en su sitio. Joaquín de Mier (da) y Benítez, hijo de asturiano monárquico, es un ejemplo insuperable de estulticia. Propietario de hectáreas y hectáreas de banano, caña y cafetos en la Zona, se hizo además con la exclusiva de la explotación del puerto de santa Marta y de una naviera. Todo estaba controlado. Fue a París y compró un tren con locomotora y todo, como es natural. Embarcó el convoy y lo desembarcó en santa Marta, su feudo. El negocio se avistaba redondo: traer la banana y el azúcar desde la Zona y distribuirlo por el universo-mundo. Faltaban las vías. Cuando llegaron,  Joaquín, ya criaba malvas. Antes las crió Bolívar, precisamente en una hacienda de Joaquín, quien, espabilado, se había unido a las filas de la insurrección. Así que…

“Santa Marta, Santa Marta tiene tren
Santa Marta tiene tren
pero no tiene Tranvía (¡Train-vía!)
si no fuera por la Zona, caramba
Santa Marta moriría.”

… ha quedado como restos de la antigua bonanza y de la fecundia de M.M.M. (Manuel Medina Moscote, de Punta de Piedra, hoy municipio de Zapayán, Magdalena), aunque Francisco “Chico” Bolaños le dispute la autoría. Lo cierto es que cuando Paco, guajiro, llegó a la Zona, la canción ya era famosa en todo el Magdalena. Años antes del nacimiento de García Márquez.

Enchufen el esputofaif y óiganla en la primera versión registrada: Orquesta de Eduardo Arman, Odeón 1945. O en la segunda, ya cartagenera, por la orquesta del Caribe de Lucho Bermúdez (1946).

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Cuando García Márquez, con su madre, regresó al pueblo desde Barranquilla, en el tren amarillo, con la intención de vender la casa familiar, pasó por una finca llamada, creyó recordar, Macondo…, y de ahí el nombre. De eso hace ya más de 60 años. Volvió décadas más tarde a celebrar lo del Nobel y se puso en funcionamiento, de forma coyuntural, “el inocente tren amarillo que tantas incertidumbres y evidencias, y tantos halagos y desventuras, y tantos cambios, calamidades y nostalgias, había de llevar a Macondo.” La idea era hacerlo fijo como un atractivo turístico de primer orden. Los forasteros visitarían la estación, melancólicamente cerrada; la casa del telégrafo, donde ejerció su padre y, naturalmente, el hogar de los García con más estancias que capítulos tiene la novela, sería “La ruta del tren amarillo”. 

De momento la cosa se haría en autobús. 



Pero para que quedara constancia de una voluntad inquebrantable, fabricaron una estructura metálica que sobrevolaba la carretera de entrada: “Bienvenido al mundo mágico de Macondo” con las imágenes de Gabo y del quisquilloso fotógrafo Matiz. Y allí estuvo, soñoliento, a la espera de las hordas de los neo-bárbaros, durante quinquenios… hasta que un camionero despiadado y ajeno al gálibo se lo llevó p’alante. Ignoro si el munícipe lo ha hecho reponer o lo ha dejado en la cuneta como símbolo de los nuevos tiempos.

Este mismo año, después de toscas declaraciones de intenciones, han presentado una memoria completísima sobre el asunto y dentro de dos décadas sabremos, digo yo, el resultado. Las cosas van lentas en el trópico. Sin embargo, no ha faltado, como siempre, el discurso del munícipe que pretende mantener incorrupta la perspectiva. Este año, coincidiendo con el 25 aniversario del “Cien años…”, ha añadido a las perennes promesas de reactivación económica una extravagancia nunca vista por estas latitudes: una explotación “ovinocaprina”.

El acto, como siempre, y van 30 años, ha acabado con el denodado himno:

“…Adelante, adelante
Cataquero, siempre adelante.
Mirando al frente, henchido el pecho.
Viril orgullo siempre adelante…”

La marcha esforzada de los moradores se ve interrumpida por las peligrosas vías, y sus valientes alaridos, amortiguados por los pitidos de la carbonera. Aunque cantan lo que cantan, no dejan de mirar a derecha e izquierda, por si se abalanza el mercancías.

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Llegué a Aracataca un medidodía lluvioso del mes de mayo. Había cogido el autobús en Santa Marta, no antes de que se corriera por toda la población que un gilipollas andaba buscando el tren amarillo


Después de casi dos horas de ver llover por las ventanillas, el conductor, amable, me dejó en la misma puerta de la casa-museo, pues, sin duda, pensó, nada tenía que hacer yo en Aracataca que no fuera ver la casa del prohombre. Los otros cuatro viajeros habían ido despidiéndose con ceremonia en diferentes asentamientos de la Ciénaga.

Una calle larga, ceñida por casas bajas y de colores en algún tiempo deslumbrantes, pero que, en aquellos momentos, parecían brotes de enfermedades desconocidas. Árboles de hoja perenne ocultaban los tejados de uralita. Bien porque fuera plena campaña electoral o bien por la universal desidia sobre el tema, los nombre de los candidatos a los diferentes cargos de la nación resaltaban como marcas de tractores indestructibles. 

Entre la Mano de Dios, que no sabía qué era y Delicias Paisa, me decidí por el segundo, cuya carta-menú, debido a la lluvia, era ilegible. La casa-museo la dejé para después. Frío no hacía; calor, tampoco. La humedad, sin embargo, te destrozaba el ánimo. Entré y tomé asiento dispuesto a resarcirme con alguna bebida estimulante. El amable mesonero me recitó la carta:

Café, chocolate, Aguapanela,
Cholao, Salpicón, Canelazo,
Lulada, Champús, Refajo,
Chicha, Masato, Chirrinchi…
Y acabó esta primera estrofa con un pie quebrado sublime:
Aguardiente y ron.

Y continuó:
Jugos  de mango, Borojo, Zapote,
Feijoa y Curuba…
de Guayaga agria y de Maracuyá,
¡Ah!, y jugo costeño.

Los nombres brotaban de su boca como la hierba de la boca de Flora del cuadro de Boticelli. Era un prodigio de dicción y delicadeza, ateniéndose a las sílabas breves y largas, a la acentuación y al perfume.

Mientras me perdía en esa maraña, cuatro cataqueros golpeaban, mirando al frente y henchido el pecho, fichas de hueso de muerto sobre la superficie de formica de una mesa vecina. Y es que el dominó es religión, aunque no tanto como en el colindante Cesar que goza de honores universitarios. No se trata de pisar la ficha contraria o la de tu compañero, al buen tuntún, el dominó exige una lógica, que es la lógica matemática, y un vocabulario expresivo con el acompañar los extravagantes giros de muñeca.

Cuatro cervezas señalaban los cuatro puntos cardinales.

-¿Qué tanta hambre tiene, compañero?

-Normal

-¿Viene por lo del Nobel? ¿Se quedará esta noche? ¿No trae equipaje? ¿Viene solo? ¿Es la primera vez que visita el lugar? ¿Ha leído “El coronel no tiene quien le escriba”? ¿Sabe jugar al dominó? ¿Ya sabe que Santa Marta no tiene tren? ¿Ha pasado por la hacienda Macondo? ¿Sabe quién fue el fotógrafo Matiz?... ¿Ha visto la estación? ¿Y la casa del telegrafista?...
¿Qué tanta hambre tiene, compañero?

-Normal.

Una nube espesa (y mojada) de carbón pasó de largo por la puerta de Delicias Paisa. Algunos jirones se entretuvieron alrededor de la sonora partida de dominó.

Al grito de ¡te has comido la caja de gaseosas! un trueno restalló en la sala. La mesa de formica se tambaleó y siguieron sonidos como de pedregada. Todo daba a entender que la partida llegaba a su punto álgido. Y así fue. Guardaron los dientes de muerto en su feretrito y, los cuatro, se concentraron en la cerveza. Los perdedores me lanzaron miradas resentidas y estoy por decir que pensaron en que YO era el culpable de su mala suerte, pues no era normal ver por aquel lugar a un individuo cubierto con tan tremendo chubasquero, ni con una bufanda tan estrafalaria. Lo de la gorra orejera lo habían visto por Sierra nevada de Santa Marta y en las regiones andinas.

-Compadre, mientras le aparejo la comida vaya mirando las fotografías. ¡Son de Matiz!

Rodeando las mesas de batalla, como una traca de Candelaria, una serie de fotografías en blanco y negro, decoraba las paredes. Me levanté y me puse a deambular por entre las instantáneas. Me vino a las mientes los paseos (promenades) que intercaló Mussorsky* (el más ruso y rompedor de los cinco) en su visita a los cuadros de su amigo Harmann, recientemente fallecido. Esos paseos (interludios) poco tienen que ver con los paseos vallenatos, pero aquello fue una asociación libre y nada pude hacer para sofocarla. Por cierto ¡vaya fotógrafo!

   



Al poco volvió el Paisa. Transportaba con esfuerzo una montaña en una bandeja de latón.

-Aquí tiene su sancocho trifásico.



Yo no había pedido sancocho en ninguna de sus variedades. Él pensó que me haría gracia esta especie de resumen (ampliado) gastronómico: gallina, pescado y mondongo…y como guarnición una muestra de todas la flora del lugar. Pudimos comer, hasta hartarnos, los cinco que estábamos presentes en esta hecatombe culinaria (el mesonero se conformó con la alegría de vernos zampar). Se retiró y volvió con otra bandeja en la que se enseñoreaba un recipiente tan grande como un depósito municipal de aguas: Y aquí su jugo costeño, dijo.

Otra asociación libre se me impuso…es lo que tienen las asociaciones libres. Imaginé a los marineros del Potemkin* hurgando en los recovecos de la carne de rancho.



Aquello ocurrió un año exacto antes de que el coronel abandonara Macondo, pero sus repercusiones atravesaron el siglo. Lo nuestro repercutiría en una siesta inquieta, abrazados a las mesas de formica.

Cuando salí, había (momentáneamente, como supe más tarde) dejado de llover. Bajo la pizarrita del menú, distinguí, a la luz de la escueta bombilla de la entrada, un charco de agua opalina en el que flotaban algunas letras desoladas. Crucé la calle y me dirigí a la posada de Morelli que pilla justo detrás de la casa del maestro. 



Me abrió el mismo Morelli:

-“Cuando llueve en mayo es señal de que habrá buenas aguas.” Sea bienvenido. 



Me condujo a una habitación (¡triple!) con vistas al patio y desde la ventana pude contemplar a Isabel viendo llover en Macondo, pues, mientras tanto, la lluvia había vuelto con el mismo lento y monótono y despiadado ritmo.



Al día siguiente, lunes, seguía lloviendo y así siguió hasta el miércoles, día en que tomé el autobús de vuelta a Santa Marta… sin visitar la casa del maestro, ni la melancólica estación ni, mucho menos, la casa del telégrafo. En cambio me marchaba convertido en especialista en sanconchos y bebidas tropicales de la Zona.














miércoles, 26 de junio de 2013

Propuesta para hoy, 26 de junio: Hamelín. Malcolm Lowry.


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El capitalismo no sólo significó un desarrollo nunca visto de las fuerzas productivas, sino también, cosa que va de sí, de las colas y aglomeraciones, convirtiéndose éstas en uno de los rasgos fundamentales de las sociedades modernas. La modernidad se caracteriza por ese aumento descomunal de la producción de mercancías y de las colas ¿necesarias? para su producción y consumo: Colas para entrar y salir de las fábricas, colas para bajar a las minas, colas para los comedores colectivos, colas para el Condis, colas para visitar ciudades, colas para espectáculos, colas, colas, colas…Coca-Cola, Pepsi-Cola, Cola-Cao…

"Dondequiera que se les permita, se colocan en fila y avanzan a paso de marcha al encuentro del fuego de artillería y del encarecimiento de las mercancías. Ninguno ve más allá de la espalda del que le precede, y cada cual se enorgullece de ser, de ese modo, uno ejemplo para el que le sigue. Esto lo descubrieron los hombres hace siglos en los campos de batalla; pero el desfile de la miseria, el hacer cola, lo han inventado las mujeres" (W.B.)
…¡y los alemanes!...

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Tal día como hoy de hace muchos años, me encontraba yo en Hamelin, al suroeste de Hannover; había ido a pasar un fin de semana desde Nienburg-Weser, donde me arrojó una carambola del destino. Venía rechazado de Bremen, toqué banda en Hannover y:

 - El último, por favor.

- Soy yo- me respondió un personaje enjuto y cetrino.

- ¿Para qué es la cola?

- Creo que dan trabajo a algo así.

- Algo te darán además de trabajo, digo yo, un jornal, ¿no?

- No sé. Pregunte.

Sin inquirir más, me puse a la cola. Me entretuve mirando las cúpulas verdes y recitando para mí: “Hannover, Hannover”, como si se tratara de un poema de Poe.



Cuando llegó mi turno enseñé un papel que alguien me había dado y que supuse tendría relación con la situación presente. Lo leyeron, me pidieron el pasaporte, me lo devolvieron y me indicaron un rincón que ya estaba ocupado por un par de individuos. Uno de ellos parecido a Kurt Jürgens desdentado y el otro, el cetrino de la entrada que resultó ser de Jaén. El desdentado, sin duda alguna ejercía de jefe, se acercó al mostrador, cruzó unas palabras y volvió al rincón. Nos mostró las llaves de un vehículo y salimos. Subimos a la furgoneta y abandonamos Hannover dirección noroeste, por la carretera de Bremen. Eran las 11’30 de la mañana. Cuando llegamos a nuestro destino eran las 12’30. Kurt quitó el contacto. Bajamos. Estábamos a las puertas de una fábrica rodeada de campos de patatas por todas partes menos por una, precisamente la carretera por donde habíamos hecho acto de presencia.



El encargado (¿quién si no?) nos hizo pasar a las oficinas. Cruzó algunas palabras con el desdentado y nos miró al enjuto y a mí de arriba abajo (cuando debería haber mirado, detenidamente, al desdentado). Llamó a alguien y ese alguien vino. Era Saturnino, el intérprete, natural de Zamora. La fábrica tenía por objeto la producción de marcos (de ventana). A mí, para resumir, se me asignó el trabajo más sucio: empapar los marcos en líquidos venenosos. A cambio, además del jornal, me darían un cuarto de litro de leche. Era la primera vez que veía un tetrabrick que, curiosamente, tenía forma de pirámide.

Así fue como conseguí el primer trabajo en Alemania.

Nos alojamos en un piso de la empresa.

El sábado 26 de junio cogimos la furgoneta y nos dirigimos a Hamelin, donde, a decir del desdentado, habría una fiesta de la hostia. Seguimos la ruta llamada de los cuentos de hadas, que Uds. pueden recorrer en barco por el rio Weser. Entramos en un Imbiss y nos zampamos las salchichas de rigor. A través de las cristaleras veíamos lo que parecía el corazón de la fiesta anunciada: una manada de criaturas vestidas de rata siguiendo en tumulto a un flautista idiota. La comitiva iba seguida de una masa informe de lo que parecían padres y madres embargados por la emoción y quién sabe si por otros motivos. Cuando salimos nos dijeron que había que pagar…Pero ¿oiga? ¿No paga el Municipio? ¿Qué fiesta es esta?...

-Ahora viene lo mejor, dijo el desdentado (y yo lo entendí): cuando los niños-rata se ahogan en el río.





Pero no se ahogaron. Todo Hamelin rezumaba almíbar y mazapán. No era extraño, me dije, que los alemanes gastaran tan mala dentadura. Defraudadas nuestras expectativas, nos dedicamos a pasear por la ciudad que sufría una verdadera plaga de niños-rata. Por todas partes recordatorios del flautista. Hasta nosotros interiorizamos la efeméride en forma de flato. Hamelin se había apoderado de nosotros.  Nos sentamos a una mesita en la Rattenfänger Haus y pedimos cerveza y una botella de Doppelkorn. El camarero iba disfrazado de flautista y la calle estaba atestada de padres con sus hijos-rata, orgullosos de colaborar en este espectáculo inmundo. Era algo tremendo. Los niños iban a ser sacrificados y los padres los cedían en aras de la repetición de la historia. Y en medio de esa marabunta, filas de turistas precedidos de guías ataviados al uso… hacia un destino incierto.



Nos retiramos hacia el río cantando: “¡ohé, ohá….a casa a descansar!”. Un huevo estalló en la cabeza del desdentado, otro en mi cabeza y, sin tiempo a reaccionar, un tercero reventó en la cabeza del canijo. Alcanzado el principal objetivo, la calle se llenó de huevos rotos y de insultos (supuse).

-… ¡Sus muertos!, dijo el desdentado para sí (y yo lo entendí).

- Pero… ¡Alemanes! ¿Qué pasa? ¿Os sobran los huevos?- Fue el cetrino quien se expresó de forma tan épica.

-¿Que qué pasa? ¡Como no os calléis os voy a tirar hasta la mesa de comedor!- Era una mujer recia con un gorro de bufón rojo y gualda, que, incomprensiblemente, había conseguido empotrar su corpachón en el marco de la ventana. Así, supuse, tendrá que estar hasta que venga alguien y la libere… como en un cuento de los Grimm.



Bueno el caso es que por aquella calle (Bungelosenstrasse) habían desaparecido los “niños” (kínder) y desde entonces estaba vetado el cante y todo tipo de expresión musical. Ya lo saben.

El suceso original se pierde en las tinieblas de la leyenda. Y cuanto más se extravía, más evidente se hace su presencia. Nadie sabe a ciencia cierta qué pasó aquel 26 de junio del año 1284: Rapto de niños, emigración de jóvenes, las cruzadas, una epidemia selectiva…

“Algo terrible sucedió en Hamelin. Algo terrible de lo que no se podía hablar, pero que tampoco podía olvidarse; y por eso nació la leyenda del Flautista, que bajo la inocente apariencia de un cuento infantil nos recuerda una trágica historia”. (Hermanos Grimm).

Llegamos a la calle de ¡Los Sudetes!... y en el Weser nos limpiamos los restos coloideos; acabamos la botella.

No fue una visita memorable.

Sólo se salvaron un niño ciego, uno cojo y otro sordo, por razones que dejo a su sagacidad.

De vuelta paramos en un lago cercano a Hannover y nos comimos una anguila ahumada: para quitarnos el mal sabor que nos había dejado la fiesta de las ratas.
Eso ocurría hace muchos años, imagínense Udes. ahora; seguro que los padres, gustosos, en aras del turismo de masas y de un diploma del ayuntamiento, dejarán que sus hijos se ahoguen de verdad… ¡y yo que lo vea!

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Los niños se van, Elvis da su último concierto*, Muhammad Alí se retira*, Eslovenia y Croacia se las piran*…Gauguin se larga por segunda vez a la Polinesia… pero ¿qué pasa?...

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“Oh, Winnie”, exclamó, “¡se ha ido!” “¿Dónde, a Liverpool?”, preguntó la señora Mason. “No, ha muerto”. Y muerto estaba.”
Junto al fiambre, los restos de una botella de ginebra, otra de zumo de naranja y un frasco, vacío, de píldoras de amital sódico.



La desesperada Winnie había salido por piernas la tarde anterior y se refugió en casa de la vecina. El descubrimiento lo hizo a la mañana siguiente.

Desde su expulsión del paraíso canadiense, Malcolm estaba siendo rechazado por las bandas del billar de la vida (¿?): De Nueva York a Sicilia y Strómboli, siempre “bajo volcanes”. Siguió Londres y, finamente, Ripe. La “work in progress” que tenía en mente se había atorado en “Ferry de octubre a Gabriola”. De nada servía trasegar ginebra. El bolo era grueso y áspero.



Aquella tarde, la última, ponían por la radio la “Consagración de la primavera” de Stravinsky y Winnie quería escucharla. Convenció a Malcolm. Pusieron la radio sobre la mesa de camilla y se sirvieron sendos chupitos de ginebra. El ukelele colgaba de un clavo. Todo pendía de un clavo. La vecina-propietaria, abajo, escuchaba una retransmisión de Bach. Winnie, considerada, pidió a su marido que bajara el volumen. Malcolm Lowry no estaba para sutilezas y giró el botón hacia la derecha. El ukelele empezó a crujir y los cristales de la ventana a estremecerse. El hombre de la casa se amorró a la botella. Winnie se la quitó y la estrelló en el suelo. Malcolm se fue tras ella como un pastor alemán al que le acaban de quitar la comida. Cuando ya casi la tenía, Winnie, pudo escapar. Dio un portazo y se refugió donde la señora Mason. Malcolm, que se había librado por los pelos de la lobotomía, pero había sufrido unas cuantas descargas eléctricas, aunque no las suficientes, digo yo, esperó un tiempo prudencial y salió, sigiloso, a agenciarse otra botellita en “The Lamb” (el Cordero), la única tienda-bar de la contorná. 

Cuando volvió jugó con el dial hasta que dio con la Novena de Mahler* (natural de los sudetes): “Sólo en cuanto recuerdo es dulce la vida, y justo eso es el dolor” (Th. W. A.). Y continuó: “Allí donde se halla ésta (la vida inmediata) enteramente presente, allí donde algo es para sí, se revela destinada a la muerte”. Y en diciendo lo dicho, cayó redondo al suelo, no sin dejar antes a la pobre Winnie sin sus cápsulas de amital, condenándola, así, a noches de insomnio.

Mientras arriba se desarrollaba la escena descrita, abajo  se tomaba té con pastas y se desvanecían los últimos compases de la obra de Bach. A la mañana siguiente se descubrió el pastel. Con el fin de asegurarle una parcelita en suelo sagrado establecieron que fue un accidente fatal.

“Malcolm Lowry
Un paria del Bovery
Su prosa florida
Fue vehemente y transida
Vivió por las noches y
Bebió todo el día
Y murió tocando el ukelele.”


Ocurría el 26 de junio del año 1957. Nadie recordó  ese epitafio. A duras penas recordaron el año de su nacimiento.






Por cierto The Lamb está en venta. Piden algo menos de 350.000 libras. Creo que el cordero que cuelga como cebo bien las vale.



Cuando, chino chano, llegó la noticia a Méjico, un terremoto derribó la Columna de la Victoria (alada) y las comunicaciones con Cuernavaca sufrieron graves daños e inconvenientes. En Nuevo Méjico, Buddy Holly and The Crickets grababan “Peggy Sue”.







martes, 25 de junio de 2013

Propuesta para la tarde del 25 de junio. Russel. Marienbad. Little Big Horn.


Yo dale que te dale con los caracoles. El compañero trabajador me ha servido otra fuente  de gasterópodos (por cierto: dextrógiros) acompañado de un cuartillo de calvados y marcha a sus quehaceres. De vez en cuando me dirige una mirada por si se me ofreciera otra cosa. La sala se llena del ruido innoble del “sorber caracoles”. La clientela, que empieza a hacerse notar, mira con recelo a este depredador anticuado.

Decía que Julio Verne…Pues sí el primer perro que tuve (perrita, en realidad) se llamaba “Julio” (por Julio Verne, naturalmente). Se la regalaron, de semanas, a un amigo que hacía el “campamento” en Manises. La tuvo tres días en la taquilla. Aquello, decía, apestaba a mierda de niño…etc…etc. No sé más detalles.  Cuando se la regalaron leía “El rayo verne, perdón, ¡verde!” del autor de Nantes. Así que, falto de imaginación pero lleno de amor, le puso “Julio” a la animalica. Pasó con nosotros cinco meses. El “moquillo” acabó con ella. Y las centraminas…y la “maría”…



Julio Verne, al que leímos mal, es, pour moi, uno de los más grandes creadores (y poetas) de todos los tiempos. “Los relatos de J.V. están maravillosamente penetrados de esas discontinuidades en el modo de la ficción. Incesantemente la relación establecida entre narrador, discurso y fábula se desanuda y reconstituye según un nuevo trazado” (Foucault)… por si tenían dudas de su valía. Faulcault, como  Bambino, nos da una explicación clara y contundente.  Más que Foucault, fue Russel, el verdadero valedor de Verne: su traductor al reino puro del lenguaje.

“En algunas páginas de Verne (…) se ha elevado a las cimas más altas que pueda alcanzar el verbo humano.
Tuve la inmensa dicha de que me recibiera en Amiens (…) Bendito sea este incomparable maestro por las horas sublimes que he pasado a lo largo de toda mi vida leyéndolo y releyéndolo sin cesar

Las máquinas y aventuras de Verne tienen materia; son proezas de la imaginación mecánica y poética. Russel crea máquinas lingüísticas, cuya única finalidad es hacer jugar al lenguaje el juego de la autorferrencia mortal.  Sus máquinas son mecanismos lingüísticos que, partiendo de una palabra o frase, llegan a otra que invierte o pervierte el sentido original. Para Russel la literatura no tiene nada que ver con la “realidad”, tiene que ver con el lenguaje, con las palabras y con todo el mundo “ideal” que ellas abren.  Es un juego de ecos, de sonoridades hermanas, de imágenes ingenieriles en las que siempre está en juego la vida y la muerte. Es el absurdo  mecánico que se deriva de la lógica del lenguaje. Hay más referentes que palabras: el lenguaje siempre ejerce violencia: es como Procusto.

Y no entro en la vida y muerte de ese soñador loco que fue Raymond Rusell. Fue tratado como “caso” por el famosísimo Janet, quien, por cierto, también trató a Foucault. Janet en su “De l’Angoisse à l’extase” describe el “caso” Russel, al que se refiere con el nombre de Marcial (Cantarel, “Locus Solus”). Su vida se ajusta a un guión extravagante de Julio Verne. Él pudo y QUISO. Millonario, emparentado con todas las grandes familias imperiales, acabó, tras una temporada de euforia inducida, de una sobredosis de barbitúricos en el Grande Albergo delle Palme, el mismo donde Wagner había compuesto su “Parsifal”, que daría, DEFINITIVAMENTE, al traste con la relación entre Nietzsche y el músico. Se había retirado (sin duda para morir, como los elefantes,) en compañía de su amiga y confidente Charlotte Dufrène, que ocupaba una habitación contigua. La puerta que comunicaba las dos habitaciones siempre estaba abierta. Aquella noche estuvo cerrada. La mañana del ¡14 de julio! (1935). Charlotte tuvo que empujar fuerte: el cadáver e Raymond estaba tendido junto a la puerta. ¿Quiso salvarse en el último momento? ¿Quiso tener testigos del tránsito?
Lean, si quieren:

·        La vuelta al día en 80 mundos” de Cortázal.
·        Raymond Rusell” de Foucault.
·        Leonardo Sciascia: “Actas relativas a la muerte de R. Russel
Y de ahí serán conducidos, en plan russeliano, a otros manantiales.

“A eso de las cuatro de aquel 25 de junio, todo parecía listo para la coronación de Talú VII, emperador de Ponukelé, rey de Drelchkaff.
Auque el sol iba bajando, el calor seguía siendo sofocante en aquella región de África próxima al ecuador, y todos y cada uno de nosotros nos sentíamos agobiados por la temperatura, que presagiaba tormenta, pero que no modificaba brisa alguna.
Ante mí se extendía la inmensa plaza de los Trofeos…” (“Impresiones de África”. R. Russel).


El argumento es simple y como es simple, pueden informarse Vds.

Tampoco es muy complicado el argumento de “El año pasado en Marienbad”. Se supone que lo importante es el lenguaje (sea cual sea).

Tengo para mí que Russel fue quien verdaderamente situó la literatura en el camino de la “modernidad” (categoría estética). Como Manet, o Courbet habían hecho con la pintura: No importa el qué, sino el cómo.

En algún momento, la “plaza de los Trofeos” me recuerda los espacios de “Marienbad” (el año pasado…)(*). Robbe-Grillet fue amigo de Foucault y admirador de Russel. Cuando vi la película salí del cine-club con una sensación de vacío (y de idiota) como nunca he vuelto a sentirla. He procurado no volver a verla para no ponerme en una difícil tesitura. Peter Greenaway puede decir lo que le dé la gana, pero, a decir verdad, aquello no ayudaba a nuestra evolución intelectual. La sometía a conflictos irresolubles que sólo el tiempo ha disuelto. Aquel sarampión de “voces en off” dejó en nosotros una huella siniestra.


Kafka no lo pasó nada bien en Marienbad y no digamos nada de Goethe, que se volvió a casa con el rabo entre piernas. (En realidad la película no está rodada en Marienbad…).

Cuando quiero perder a alguien de vista lo cito en Mariebad: “el año que viene en Marienbad”. Sé que me lo he quitado de en medio para toda la vida.

El segundo plato de caracoles ha desaparecido. Y el calvados también. Va siendo hora de retirarse. Mis Custodios, discretos, hacen acto de presencia: es un perfume, como saben, de cadera de ángel, de nuca de arcángel…que desarma y te predispone al bien. Los comensales apoyan los cubiertos en los bordes de sus platos, apoyan, contra toda disciplina, sus codos sobre la mesa, entrelazan sus manos y alzan la mirada al techo de escayola. Sonríen como si pensaran en sus años de infancia. El camarero detiene su deambular aleatorio, se concentra, mueve el rabo de contento y sigue a sus quehaceres con una alegría impropia de este caluroso día de junio. Está todo pagado. Ha pagado dios (¿). La propina la dejo yo.

Sobrevolando el espacio aéreo francés pienso en la batalla de  “Little Big Horn” (*): un pueblo con nombres poéticos contra otro con nombres prosaicos. Ganó la poesía. Por poco tiempo.



Aquello de “morir con las botas puestas” me causó pesadillas. Imaginaba a mi padre con las botas de caña y tricornio “colonial”, muriendo bajo un sol de justicia entre las piteras y chumberas de la Garapacha. Imaginaba tribus de indios dando vueltas y vueltas alrededor de mi padre, ya sin munición, pero agarrado religiosamente a un tonelete de vino de Pinoso. Imaginaba las flechas clavándose en el tonelete y veía desperdiciarse el vino ante la mirada perdida y resignada de mi progenitor. Mi padre no defendía ninguna bandera. Por cierto, cuando el día 26 ó 27 de junio llegaron los refuerzos, se encontraron al general Custer, el “matador de mujeres”, en pelotas y despojado de todos los órganos sobresalientes. De las botas… ¡ni rastro!

Yo quería la derrota completa del séptimo de caballería, que lo arrasaran. ¡Ese llegar siempre en el momento oportuno…! ¡Íbamos con los indios! Mi situación, sin embargo, era más compleja. Yo me debatía entre profundos dilemas morales ajenos a la conciencia espontánea de mis amigos. Mi padre pertenecía al 7º de caballería, a las fuerzas del orden; los padres de los demás eran “indios”. Así que mi preferencia por los “salvajes” tenía doble valor.

De la parte yanqui sólo sobrevivió “Comanche”, un caballo. Su vejez estuvo lleno de pesadillas.



Y así sumido en profundas reflexiones, llegamos a casa.

DVD: “Pequeño gran hombre”.

Y con esto me despido de Vds. hasta dentro de unas semanas.







RELATO VERAZ, EXENTO DE RETÓRICA, DE UN EPISODIO (EN MARCHA) DE CORONAVIRUS.

Quizás pueda ayudar a alguien. Seguiré contando el desarrollo y desenlace... CONTACTO CON PERSONA INFECTADA. Se supone que el...