De entre los
muchos pecados que pesan sobre la cabeza de Bruselas,
dos son imperdonables: El genocidio congoleño y la abandonada muerte de Sor Sonrisa. Sobre lo segundo he dicho
lo que tenía que decir. Sobre lo primero, algo he dicho y más que diré; ahora
una pequeña introducción.
1
–Bonjour, monsieur Courbet.
–Bonjour, Monsieur Bruyas. Bonjour, Monsieur Calas et bonjour
beau chiot.
Esto es un
saludo educado, gentil. Lo otro fue un abrupto y prepotente encuentro con un
diálogo propio de guionistas macarras:
–Livingstone, supongo.
–Elemental, querido Stanley.
Courbet se
encontraba en la cárcel acusado de derruir la columna de Vendôme, mientras esos
dos siniestros payasos vagaban por
Africa, bajo el seguro escudo de la bacinilla y los pantalones cortos, abriendo
caminos a la religión y al comercio; el primero predicando enloquecido la
palabra de dios y el segundo, sin escudarse en dios, iba directamente al grano.
Hoy mismo, hace
unas horas, cientos de subsaharianos, amparados bajo chándales y sudaderas de
mercadillo, han embestido contra la valla de Melilla. Doscientos han conseguido
entrar. Un muerto y varios heridos. Las correrías de aquella pareja, y las de
otros inmisericordes, deberían de ser un salvoconducto.
2
–Hegel, supongo.
–¿Supones qué?
–Que eres Hegel, ¿no?
–¿Quién voy a ser, imbécil? Las efemerísticas te van
a idiotizar, si es que no lo estás ya.
Así, con ese
buen humor y amigable talante, salimos al alba del mediodía hacia la cantina
del Día. Hegel tiene cancha libre.
Entra y se acuesta, apoyando el espinazo contra la barra.
–Señor cantinero, supongo.
–No me vengas con tus majaderías. ¿Qué queréis? ¿Lo
de siempre?
–Sí, supongo.
Un carajillo
perrero para mí y un mini bocadillo de jamón para el perro.
–Dé Ud. gracias a que no estoy de humor, de lo
contrario no habría venido y estaría tomándome este brebaje en Ujiji, en
Tanzania.
–Allí estarías bien, mastuerzo, en el Tanganica…
aunque mejor estarías en el Titicaca.
3
En 1869, Leopoldo II, tenía 34 años, hacía 4
que era rey de los belgas, 16 de su boda con María Enriqueta y 10 ó 12 desde
que había repudiado a la infeliz. La mujer se instaló en Spa, famosa por sus
aguas termales y, precisamente, por ser el refugio de María Enriqueta. Allí se
agostó jugando a la ruleta y al bacarrá.
Un viernes de agosto moría Blas de
Cubas; Monet y Renoir, anticomomuneros,
ponían las bases, en Les Granouillers, del impresionismo… y en los
recién creados Estados Unidos de América se patentaba la parafina endulzada
masticable.
Stanley, huyendo
continuamente de su infeliz infancia, lleva años corresponsaleando e intentando convertirse de malo en peor. Su fama
se ha hecho sólida y elástica, como el caucho o el chicle, sin ir más lejos. El
New York Herald le propone ir a la búsqueda de Livinstone, teólogo y explo
(t)rador, que tras haber descubierto (ante el asombro indulgente de los
habitantes del lugar y de algunos de sus colegas que ya estaban de vuelta) los
lagos Victoria y Alberto, las fuentes del Nilo y la cabecera del río Congo, así
como el lago Nyassa y el río Zambezee con sus cataratas (que también ofreció a
la reina Victoria), se había sumido en un misterioso silencio. Recorría, solitario viudo melancólico, las orillas
del Tanganica, que confundía con el Tiberíades, declamando bíblicos versículos iracundos (bonitos y rubenianos endecasílabos). El bochorno continuado amenazaba con
licuarle el cerebro y los mosquitos le producían fiebres vaticinadoras.
Conminaba a los peces al arrepentimiento ante su próximo exterminio a manos (¿)
de las carpas. ¡Arrepentíos!, les
gritaba, y los pececitos asomaban sus cabeza, neciamente, bisbiseantes. Se creía, estaba claro,
continuador de la obra evangelizadora en los reinos acuáticos. En la India el
agua de quinina estaba siendo mezclada con Ginebra. Tampoco pudo catar el opio
chino. ¡Mala suerte la suya!...
Europa, refundada
en Viena, tiene que encontrar-crear nuevos mercados y, sobre todo, materias
primas, entre las cuales, la más preciada, la mano de obra (bueno esto se presta a un umor excesivo, dada la compulsión
por amputar que se impuso…).
La incipiente revolución
industrial…etc, etc… La acumulación (“primitiva”) capitalista tiene que
exportarse. Los viajes exploratorios-explotatorios
se ponen de moda y los
exploradores-explotadores-aventureros-descubridores-misioneros, se convierten
en mitos-timos vivientes. Hasta el monstruo de Frankenstein es conducido por
las erinias a las ditescas soledades
del Ártico. Allí es encontrado por el capitán Walton que busca el paso del
norte que facilite las rutas de navegación… y comienza, así, un magnífico flash back. Mucho podría decirse de la
suerte del monstruo sin nombre y el destino del incipiente proletariado
industrial.
El trasiego de
mercancías impulsó la construcción de canales marítimos. Se abría, así, en
canal, la época más negra del
universo mundo.
Hay que decir,
con Rendueles, que el esclavismo no es un
residuo del mundo antiguo, sino un elemento central del desarrollo capitalista…
Fue la economía industrial la que produjo una expansión sin precedentes del
comercio de seres humanos.
4
Como decía, en
1869 le fue encomendada a Stanley la misión de encontrar a Livingstone. A ese
objetivo final se le fueron sumando otros, accesorios… pero no menos
efectistas; entre los últimos: cubrir la inauguración del Canal de Suez. Tras
Suez, viajó por Constantinopla, Jerusalén, Crimea, India… donde los soldados
británicos, cansados del amargor de la quinina, empezaban a rociarla con
ginebra, hasta recalar en Zanzibar. Wagner componía El oro del Rhin y Tchaikovski Un
sueño sobre el Volga. Está claro como el agua que los ríos tenían su
momento de gloria.
Bueno, pues,
como decía, vuelvo a decir, Stanley aceptó el encargo. Decir, que Stanley se
encontraba, según él, en Madrid, en una pensión de la calle de la Cruz, y en
Valencia, según la verdad, siguiendo las vicisitudes de la política española,
incluyendo las vicisitudes de la malquerida y bienfollada Isabel II… Vean como
ejemplo las acuarelas de Bécquer, que entre cuadro y cuadro iba lanzando Rimas y Leyendas.
Salió para París
tal día como hoy del año 1869. Y
allí recibió instrucciones. Su maleta, a causa del salacot, parecía la boa del principito. Exactamente dos años después
alcanzaría su objetivo.
El proyecto de
unir un brazo del Nilo con el mar rojo era antiguo. Sólo ahora su conveniencia
se hizo necesidad. Los saintsimonianos, apoyados en las virtudes fusionantes del comercio y de la industria, se convirtieron en adalides precursores de estas obras de ingeniería. Enfantin, sin ir más lejos, veía en el Canal de Suez el matrimonio entre Oriente y Occidente. Ismail Pashá, conocedor de las pocas simpatías que Enfantin profesaban por el matrimonio, y de no haber sido por Lesseps, lo hubiera martirizado por su ligereza.
Las obras habían empezado en el 59 y la inauguración tuvo lugar el 17 de noviembre de 1869. Y allí estaba Stanley, Eugenia de Montijo (sin Isabel II), saludando al futuro y despidiéndose de la grandeza de Francia… y todos aquellos que constituían la pútrida espumilla, también llamada crême de la crême. Aida no se representó. En su lugar se había representado unas semanas antes, en el Khedivial opera house, construido e inaugurado para los fastos acuáticos, Rigoletto. No era la primera vez que Rigoletto hacía tal papel.
Las obras habían empezado en el 59 y la inauguración tuvo lugar el 17 de noviembre de 1869. Y allí estaba Stanley, Eugenia de Montijo (sin Isabel II), saludando al futuro y despidiéndose de la grandeza de Francia… y todos aquellos que constituían la pútrida espumilla, también llamada crême de la crême. Aida no se representó. En su lugar se había representado unas semanas antes, en el Khedivial opera house, construido e inaugurado para los fastos acuáticos, Rigoletto. No era la primera vez que Rigoletto hacía tal papel.
Las delegaciones
oficiales viajaron a Port Said en buques de guerra y el resto de las luminosas
personalidades embarcaron en Marsella en barcos de menos empaque. Otros
fletaron navíos charters. De
Valencia, según anunciaba El Imparcial desde septiembre, zarparía un crucero
rumbo a Port Said. Las 1.700 pesetas exigidas fueron el obstáculo definitivo,
aparte de la renuencia a lo extranjero que es propia del lugar. El Pelayo, más económico, no sólo
consiguió llegar a Egipto sino que fue uno de los 120 barcos comerciales que
honraban al Aigle, encabezado por
Eugenia de Montijo, como mascarón de proa y el mismo Lesseps.
La Berenguela, fragata de hélice del glorioso ejército español, superviviente de
la campaña de México, tuvo que dar la nota: Su calado era excesivo para las
poco profundas aguas del canal y no tuvieron más remedio que desartillarla, que
se dice, cargar el carbón a lomos de camellos y animales humanos que, a su paciente paso, a través
del desierto, lo transportaron a Suez... y acomodar parte de la oficialidad en el Pelayo. El ingenio español no tiene
límite… Ni su inquebrantable voluntad de hacer el ridículo. Y así fue cómo los
bravos oficiales españoles atravesaron el canal: Haciendo de tripas corazón y
como vulgares comerciantes de higos secos.
Antes de iniciar
tan egregia travesía, y para mostrar el amor que profesaban a la granadina, por
nacimiento, emperatriz y al folklore inolvidable de la tierra (a pesar
de los 45 días
de travesía), le habían cantado unas
inoportunas coplas:
Con las
bombas que tiran
los fanfarrones
se hacen las gaditanas
tirabuzones
Gran problema es en las Cortes
Averiguar si el consorte
Cuando acude al excusado
Mea de pie o mea sentado…
Isabelona
Tan
frescachona
y don
Paquita
tan
mariquita…
Eugenia a punto
estuvo de cañonear el Pelayo y la Berenguela.
Suez abrió la
veda: Corinto, Panamá, Kiel… hasta llegar al abyecto Canal del Mar Blanco.
Decenas de miles de muertos arrojados como combustible en las calderas de la
acumulación capitalista. Y siempre estuvo presente la crême de la crême.
5
Sin el Canal,
Phileas Fogg, no hubiera podido ganar su apuesta. Tal día como hoy del año 1872, Fogg y Picaporte, seguidos de cerca
por el inspector Fix, van rumbo a Hong-Kong. Parece evidente que si la novela se publicó por entregas en
noviembre y diciembre del 72, fuera ideada en 1871.
Y así nos
plantamos en 1971. Sultanato de Zanzibar, centro ya de distribución de
esclavos. El sultán Majid había afianzado el papel de la isla en el asunto.
Y allí estaba
Stanley.
Las últimas
noticias de Livingstone lo situaban por allá o por las orillas del Tanganica.
No encontrándolo en ninguna taberna del lugar ni en ninguna iglesia, se
dirigió, a desgana, hacia el continente, a la recientemente bautizada Dar es
Salam (“Refugio de Paz”) por el casi difunto sultán Majid.
Mientras Stanley y los suyos atravesaban selvas y
tomaba buena nota de todo, Chicago ardía por los cuatro costados. Sobre sus
ruinas, y con el acicate de la especulación del suelo, se levantaron edificios
nunca vistos (Escuela de Chicago): ¡Edificios de más de diez plantas! Qué digo
diez… ¡más de quince!... sobre pilares de hormigón; estructuras metálicas,
ventanas corridas, e, incluso, eliminación de los muros de carga. Predominio de
la ortogonalidad, la simplicidad ornamental y la limpieza de líneas: Inicio del
futuro. New York.
En Viena, en el Ring, el movimiento de tierras es
incesante: Es el canto de cisne de la arquitectura historicista.
En París, Hausmann, ha simplificado la cosa y ha
introducido un nuevo modelo de gestión del espacio urbano. La Comuna pagará las
consecuencias.
Stanley,
mascando, displicente, savia de manilkara, tomaba nota: elefantes por aquí,
bosques de caucho por allá, minerales preciosos por acullá…
–¡Ah, y babuinos!– y anotó el sonoro nombre para
donárselo a uno de sus descendientes, precisamente al más tonto: Balduino,
granaíno por muerte.
La comitiva parecía un circo ambulante… o un
hospital de campaña en marcha… o la corte errante de un reyezuelo… o la oficina
rodante de un agrimensor sin escrúpulos. Avanzaba dejando una estela de
destrucción y muerte.
Sin embargo, a
Stanley lo que más le martirizaba era el seco, poco delicado, traqueteo de su
carromato. Las ruedas de madera escueta, o recubierta de caucho macizo aunque
ya vulcanizado, eran un suplicio.
Cuando, mermada,
la troupe llegó a Ujiji, cesó el
zarandeo y la risa floja se le desató. Los habitantes del lugar, que aún no
tenían práctica, en vez de una cruz sobre el rostro, pergeñaron, entre gritos
de espanto, la silueta de un reptil. Livinstone, puesto en aviso, se encasquetó
el salacot y fue a su encuentro. Stanley esperaba a la sombra de un magnífico
mango.
–Livingstone, supongo–aulló (con una
media sonrisa de asco que le producía masticar la goma) para dejar constancia;
y le tendió la mano.
–¿Quién voy a ser, si no?– contestó el
residente, cogiendo la mano que se le tendía– ¡Oh, Stanley, Stanley, aquí
está el manantial de la fuerza y del poder que transforman!». Stanley creyó
entender que se refería a las fuentes del Nilo. Y así era.
De la comitiva sólo
sobrevivió el 10 %.
Era el 27 de octubre del año 1871. Acaba de publicarse Rimas y leyendas de G.A. Bécquer. Bruselas se llena de comuneros y
Leopoldo II afila las garras con una educación y elegancia superlativas.
En marzo del 72
se separaron. Stanley volvió a Londres vía Zanzibar y Livingstone se quedó. La
malaria y la disentería se lo llevaron palante.
La pestilencia inundó todo el lago Banweulu. Comenzaba mayo del año 1873. Su
cuerpo fue conservado en sal, como en un episodio de La sinagoga de los iconoclastas, hasta su traslado a la abadía de
Westminster. Su corazón, sin embargo se quedó, literalmente, en África. El club de los corazones solitarios tiene
más miembros que rutas del vino existen. De entre todos me quedo con el Chopin,
sumergido en coñac.
Stanley volvería
para completar lo iniciado y facilitar la misión humanitaria de Leopoldo II.
6
Ya los incas y
los aztecas conocían el caucho y sus amables aplicaciones.
Los españoles,
asombrados por los grandes saltos que daban las pelotitas aztecas, llevaron una
muestra del material a la corte. El grandísimo ingenio hispano utilizó el
material como goma de borrar las
letras escritas con grafito. En Inglaterra la cosa se convirtió en negocio y
vendían los, recientemente mejorados, lápices con su pedacito de goma-caucho incorporado.
Al mismo tiempo
se empezó a utilizar para fabricar moldes y recubrir, ya vulcanizado, ruedas de
carros y carruajes. Se ganó en resistencia, pero no en comodidad. Stanley tenía
toda la razón del mundo. Su maldad inefable estuvo justificada.
La industria del
caucho tenía futuro… pero no mucho.
Desconozco la
razón que impulsa al género humano a masticar y a masticar… desde el neolítico,
sino antes. Los aztecas, los incas… Ya los griegos masticaban la benéfica mastija desde los tiempos homéricos y
por estos lares, la almáciga de lentisco ha curado tremendas diarreas. En este
terreno tuvo oportunidad el ingenio hispano de dar otra muestra de su amplitud
y profundidad. El que fuera presidente de México, Antonio López de Santa Ana,
exilado en Nueva York, llevó consigo una muestra de chicle (savia el árbol homónimo) que entregó a Thomas Adams, su
secretario, con el fin de que mirara a ver qué se podía hacer para convertirlo
en sustituto del caucho y hacer de México una potencia industrial.
–Mira a ver qué se puede hacer–le dijo.
Adams, con una
visión anglosajona del negocio, lo patentó como goma de mascar dando, así,
origen al primer chicle moderno. Era el año 1871. En El Cairo se estrenaba Aida
(la guerra franco-prusiana retrasó el acontecimiento). La parafina quedó
relegada y la heterodoxa fecundia hispana quedó nuevamente de
manifiesto.
Dos años después
de que la Conferencia de Berlín reconociera el Estado Libre del Congo
como propiedad personal de Leopoldo II, en Belfast, Dunlop, un padre afectuoso
y atento, a más de barbudo impenitente, aceleraría la historia. Con el fin de
hacerle a su hijo más llevadero el camino a la escuela, se imaginó una cámara
de aire que separara el caucho y las llantas de su velocípedo. Así se (re)inventó
el neumático.
Y así empezó una
carrera descontrolada por el control de las plantaciones.
Leopoldo II ya
había tomado posiciones.
Por cierto el
velocípedo fue inventado por los días en que Frankenstein y su criatura
desaparecen en los hielos del Ártico.