(los
asteriscos * remiten a razones efemerísticas).
Dejé
a B. introduciéndose en los amarillos, cerca, pues, de su completa
recuperación. Nos bebimos una melita,
nos dijimos adiós, “a lo Burns” y
salí de París por donde había entrado. No me despedí del tunecino. Llovía, lo cual, en mis circunstancias, era catastrófico.
Hacía dos o tres meses que, para robarme una hermosísima maleta de médico de “far west”, habían rajado la lona del 2
CV; una maleta de piel de cocodrilo que
yo, a mi vez, había robado a una amiga confiada. Así que, mientras conducía,
una catarata caía sobre la cabeza del inexistente copiloto. Tenía que parar
cada 25 kilómetros para achicar agua. A ese ritmo llegaría a Barcelona a
primeros de febrero. Como era normal los limpiacristales no funcionaban
correctamente y el parabrisas, como tronera de tanque, quedó reducido a un una
media luna mora.
Tenía que ir moviéndome continuamente para encontrar un
espacio transparente. Llegaría a principios de febrero y con dos hernias
discales, si antes no perecía en una inundación como la que asolaba París en tal día como hoy del año
1910: “Inundación. Lo más penoso es la
estación de Saint Lazare. Hay que temer la falta de agua, de petróleo y las
ratas” (Renard. “Diarios”).
Parecía
una tortura ideada por el mismo Yagoda en los sótanos de la Lubianka.
A la altura de Dijon (eran las cinco de la
tarde) cesó la lluvia. Por delante tenía 800 kilómetros y una oscuridad total.
La media iba a ser histórica. Me propuse llegar a Nîmes sobre las 10 para poder
estar en Barcelona a las 3 de la mañana… No sabía lo que me deparaba el
destino.
Pasado
Aviñón, volvió la lluvia y la tortura. De repente noto un golpe en la parte
trasera del coche y veo un animal extraño que me adelanta, en estampida, por la
izquierda, seguido de un coche negro, grande como de funeraria. El coche negro
pasó por encima del animal que quedó aplastado, inmóvil, en medio del asfalto.
El coche grande paró y yo pité. Sonó como el “acorde de la muerte”. Bajamos. Él, un hombre maduro. Ella se quedó
dentro. Llovía. La escena: un 2CV parado en el arcén; a continuación un bulto
dudoso y abriendo el cortejo el coche funerario que iluminaba el aguacero. Nos
acercamos el uno al otro y nos paramos cuando llegamos al deshecho. Pensé que
parecíamos una secuencia de cine negro.
Fue
entonces cuando me di cuenta de que al Citroen le faltaba el guardabarros de la
izquierda. Lo había arrancado de cuajo. La rueda quedó desnuda y expuesta a las
inclemencias. Parecía un esquema. También comprobé que el coche era alemán. Y,
por último, también me pareció oír que algo desagradable mascullaba: ¿Scheisse?... ¡quizás!
Me
ofreció cien marcos y como me di cuenta de que no quería problemas, le pedí doscientos…
y algunas monedillas para la máquina de café. Como era de noche (y mis faros
parecían candelas) no vi la cara que puso, pero me largó la pasta y se largó
como alma que llevara el diablo. Me llegó un “¡¡Spanisch verdammt!!” y una “ola” virginiana * de agua sucia. Cogí la pieza y la metí en el maletero.
El incidente había destrozado la media. Llegué sin más imprevistos a Nîmes.
Eran las 11’07.
Ahora
viene a propósito aquello de Fichte (*) sobre la nación alemana. Y pensé que la
propuesta del filósofo para salir del estado de postración de su “nación”, la educación, había fracasado
por completo. Los alemanes se habían quedado con los objetivos (Patria) pero
habían olvidado los medios (Educación).
–Creo que simplificas demasiado,
¿no?
–Hegel, que seas de los Sudetes no te
proporciona, “per se”, un conocimiento de la filosofía clásica alemana.
No
olviden Vds. que estamos en el Cul d’Ocata, rememorando aquella fatídica noche.
Allí
tomé un “potage” y un café doble. En
esas maquinitas no sabes nunca cuando va a caer el vaso, cuando el café, cuando
el azúcar, cuando la varilla… resulta divertido. Así que repetí de café.
Subí
al coche y decidido metí primera, con tanta determinación que me quedé con la
barra de cambios en la mano, empuñándola como empuña un torero el estoque de matar.
Recordarán Vds. que el 2CV llevaba las marchas al lado del volante. El
mecanismo era muy simple. Con la barra de hierro y calado hasta los huesos,
entré en la zona donde reflexionan los camioneros y la mostré…así, en general.
Los camioneros siguieron sumidos en sus tristezas y en su sensación de lo
absurdo de sus idas y venidas.
Después fui a la
tienda de la gasolinera. Allí pensaron que se trataba de un loco que iba
a por la caja. Intenté tranquilizarlos pero me salió una voz que ni yo mismo
reconocí. Los signos de calma, se convertían en signos de amenaza. Hubo
momentos de verdadero peligro. Por fin pude hacerme entender; allí en Francia
ese percance era normal. Me entendieron, pero no podían hacer nada.
Llamé
a Mapfre y me dijeron que esperara. Les dije que en aquellas circunstancias no
sabría dónde ir.
Bien
es verdad que los “Discursos * ” de
Fichte deben mucho a las circunstancias históricas, pero no es menos cierto que
la “Ideología alemana” gotea por
todas las junturas sintácticas. Si nos ajustáramos a su idea de “nación”, Catalunya no sería una “nación”. El concepto se aplica a
poblaciones, no a territorios. Una nación es el conjunto de personas que
comparten una lengua, unas tradiciones y unas aspiraciones comunes. Un alemán
prefiere vivir como alemán y criar a sus hijos como “alemanes por antonomasia”
y eso exige una educación centrada en el amor a la “Patria” eterna…pues no hay amor que no aspire a la eternidad, como
bien recalcó Platón.
Serían
“nación” los “catalanes”. Los “murcianos”
que habitamos estas tierras seríamos
parte del “espíritu muerto” que
estaría impidiendo, día tras día, la marcha del “pueblo catalán” hacia el desarrollo sostenido de su infinita
perfectibilidad, instrumento imprescindible para lo cual, sería el “Estado”: garante del verdadero
desarrollo de la libertad del “Espíritu”.
“Si hasta ahora, a lo largo de nuestro
análisis hemos procedido de modo adecuado, de ello tiene que inferirse que sólo
el alemán –el hombre originario y no muerto en un estatuto arbitrario—tiene
verdaderamente un pueblo y tiene derecho a contar con un pueblo, y que sólo él
es capaz del amor verdadero y racional a su nación”
Decía
que los “murcianos” tendríamos que
ser considerados como pertenecientes a otra nación, que, a su vez, nos
consideraría moradores en territorios “irredentos”.
A dios (¿) gracias, las cosas ya no son así (¿o sí?) y “la complejidad de las sociedades modernas” o, lo que es lo mismo,
el proceso de acumulación capitalista, ha hecho saltar por los aires cualquier
atisbo de “pureza” y de “incorrupción”, desvelando aquel ideal
como parte de la lucha de clases.
–Lo que me faltaba por oír… ¡O sea
que soy un irredento!
–Tu nación es el Cul d’Ocata.
–¡¡Y la comida!!
–Sí
El
pastor alemán es una “raza” netamente
alemana, como Wagner. Von Stephanitz, casado con una tal Mari Wagner y capitán
de caballería del ejército alemán, fue, por decirlo así, el padre fundador del
linaje. A partir del 25 de enero
del año 1899, fecha en que llegó a su domicilio “Hektor”, primer inscrito, bajo el nombre de Horand von Grafath, en
el libro de registro de la raza, el linaje se fue homogeneizando en torno a los
rasgos que lo convertirían en inconfundible.
“La complejidad de las sociedades
modernas” puso en peligro su supervivencia al eliminar las funciones para
las que estaba diseñado. Fue entonces cuando el militar lo recomendó al
ejército alemán. Los nazis lo reconvirtieron
y así empezó la “leyenda negra”.
Y
es que Wagner, plenamente contemporáneo de Verdi, quiso crear una “òpera” netamente alemana depurada de los
elementos latinos: arias, recitativos, bel canto… falta de unidad y propuso una
“obra de arte total” en la que la
música, espesa, aterciopelada, mórbida, fluía sin interrupción siguiendo a
cierta distancia las palabras del libreto. Wagner arrancó la ópera del suelo y
la lanzó al siniestro territorio de los dioses mitológicos (perdonen por la
redundancia). En ese cometido, y dada la distancia, estiró la tonalidad hasta
límites inauditos, pues la profundidad del alma germana no podía contentarse
con las armonías tradicionales.
Mientras,
en Italia, Verdi (*), su exacto contemporáneo, hacía lo contrario: como
Sócrates, intentaba poner la ópera al alcance del “pueblo”. Fue dueño de una capacidad inventiva sin igual y de un
dominio de la melodía que denotaba un estrecho contacto con el gusto popular y
sus tradiciones; su nombre fue un grito de guerra: ¡¡Verdi!! (Viva Emmanuel, Rey De Italia).
¿Recuerdan Vds. la escena inicial (“Quizás
la única verdaderamente memorable”) de “Novecento”,
aquella en la que una especie de arlequín anuncia la muerte de Verdi? Aparte de
ser una hermosa manera de contextualizar (tal
día como hoy, del año 1901), es un homenaje en toda regla a una música
(y a la “comedia del arte”) y a un
personaje que nunca olvidó sus orígenes humildes. Su entierro se convirtió en
una explosión de patriotismo inolvidable. Los cientos de miles que abarrotaban
las calles de Milán, en contra de su deseo de un entierro discreto e íntimo, se
animaron a cantar el “Va pensiero!”, convertido desde la época de
la unificación en canto de batalla, como lo sería durante la segunda guerra
mundial.
“¡Vuela pensamiento, con alas doradas,
pósate en las praderas y en las cimas
donde exhala su suave fragancia
el dulce aire de la tierra natal!
¡Saluda las orillas del Jordán
y las destruidas torres de Sion!
¡Oh, mi patria, tan bella y perdida!
¡Oh recuerdo tan caro y fatal! (…)”
Y no es que Verdi no supiera seguir el
camino wagneriano (lo demostró en sus últimas obras), es que no quiso
despegarse del gusto y sentir de su gente: En “Othello”, sin ir más lejos (no se puede), presenciamos la lucha
entre el “principio del lirismo” y el
de “la modernidad” disonante. Desdémona contra Othello. Como, en cierta manera, se repite entre Elektra y Crisótemis en la ópera de R. Strauss.
http://kinomoriarti.blogspot.com.es/2014/02/propuesta-para-la-tarde-del-9-de.html
Los de Mapfre me llamaron dos o tres veces para asegurarse de que seguía allí, bajo los luceros.
http://kinomoriarti.blogspot.com.es/2014/02/propuesta-para-la-tarde-del-9-de.html
Los de Mapfre me llamaron dos o tres veces para asegurarse de que seguía allí, bajo los luceros.
“Elektra”
se estrenó el 25 de enero del
año 1909 y significó el comienzo de la colaboración del músico con el
poeta-dramaturgo Hoffmannsthal, también reconvertido,
así como el límite formal al que llegó Strauss. Se estrenó en Königliches
Opernhaus de Dresde, ciudad natal del cuidador de perros. Es la única obra en
la que Hegel aúlla, pero sus aullidos, por otra parte, no desentonan con la
disonancia general de la tragedia. Tomó de Wagner todo lo dicho más la técnica
del “leit-motiv”, que te va
advirtiendo del desarrollo del “programa”.
Aquí se mezcla de forma intempestiva, Weininger, Wedenind, Wilde, el “ángel azul”, Klimt, Kokoschka, Schiele,
Schnitzler, Musil, Ibsen, Strindberg, Nietzsche y todos cuantos vieron a la
mujer como “hembra predadora” y
fatal, bajo la batuta erecta de Freud. Hoffmanstahl se veía casi a diario con Schnitzler,
al que Freud calificó de mi “doble”
(o algo parecido).
La escenografía reproduce la “Puerta de los leones” de Micenas. No
hacía mucho que Schliemann había descubierto la máscara de Agamenón y lo que ha
pasado por ser su tumba. Ya saben Vds. que la ópera va de la matanza ocurrida
en la Micenas de Agamenón. Clitemnestra y Egisto se deshacen de Agamenón, y
Elektra, su hija, sueña (sin dormir) con la venganza, que será cumplida por
Orestes, su hermano, etc, etc. Si en Sófocles la cosa acaba en el Areópago con las Erinnias convertidas en Euménides
y con el perdón, gracias al voto decisivo de Atenea, del parricida, aquí la
cosa acaba como era de esperar, con una danza histérica, paroxística, de
Elektra, que sucumbe (muere, quiero decir) bajo el peso de la venganza cumplida
(y de la pasión erótica). Tampoco hacía mucho que se había descubierto el
electrón y por entonces se estudiaban las propiedades de los rayos catódicos
que resultaron ser… ¡electrones! A Thomson, por este motivo, le dieron el Nóbel
en 1906.
“Elektra”
es un continuo crescendo de disonancia metálica y neurosis que supera el
atrevimiento de Salomé. La primera intérprete de “Elektra” afirmó que no volvería a representar el papel “ni por 3.000 dólares” (de la época) “Era algo espantoso…Éramos un hatajo de
mujeres desquiciadas…No hay nada más allá de Elektra…Constituye el punto final, y creo que el propio Strauss lo
sabe” (E.S-H).
Ya el “acorde de Elektra” (“Acorde
de la muerte”); Mi mayor / Do sostenido mayor, tocados simultáneamente,
pero reacomodados de manera enarmónica, pone los pelos de punta. Y de hecho,
Hegel se eriza como si viera fantasmas y aúlla como si “llevara un buitre en sus
entrañas”
Tras el estreno de “Salomé”, Guillermo II afirmó convencido: “Lamento que Strauss haya compuesto Salomé. Normalmente le tengo mucha
simpatía, pero con esto va a causarse un perjuicio enorme”…A lo que, se
dice, el músico replicó años más tarde: “Con
este perjuicio pude construirme mi villa en Garmisch”. Y es que K. Kraus
llevaba alguna razón: “Strauss es más una
sociedad anónima que un genio”. El Káiser ya no asistió a la segunda-
No creo que Fichte soñara con un Reich
como el que encabezó Guillermo II, pero “el
que siembra vientos…”, y mucho menos
en lo que se reconvirtió. Los nazis
no supieron qué hacer con el músico y el músico tampoco se aclaró demasiado. Finalmente
los sobrevivió (por poco). Él, al que Goebbels había dicho que era el ayer.
Cuando ya el café me salía por las
orejas, aparecieron los de Mapfre. Pues nada…y les enseñé el estoque. Antes de
ponerse a la faena se tomaron sendos cafés (pues iban dos). Abrieron el capó,
engarzaron a barra en la pieza adecuada y me hicieron firmar un papel. ¡Ya
podía marcharme! Les pregunté la hora y me respondieron: la 1’30 de la madrugada
del domingo 27 al lunes 28 de enero de 1980. Les agradecía la completísima
información y subí al coche. Puse primera y dejé atrás Nîmes.
Cuando me acercaba a la frontera, en la
Albera, se abrió el cielo y cayó la de dios (¿) y dios mismo. El coche quedó
completamente inundado, el agua salía por las juntas de las puertas. Y así hice aparición en la garita de los guardias
fronterizos franceses. Los gendarmes me indicaron que siguiera y arreglara lo
que tuviera que arreglar en territorio español (¿). Sí, he dicho arriba que
esto parecía una tortura ideada en los sótanos de la Lubianka. Sí, lo he dicho.
Y en presencia de la Guardia Civil parecía que iba a redondearse la cosa. No
fue así. Me permitieron parar bajo la marquesina y me ayudaron a achicar el
agua. Y no se conformaron con ese detalle, sino que me invitaron a un copuzo de coñá para entrar en calor.
¿Qué quieren que les diga? así fue la cosa: me ayudaron a achicar el agua y me
invitaron a coñá. Cuando quise continuar viaje el coche se negó a ponerse en
marcha. Dijeron no sé qué del delco. Miramos el delco. No pasaba nadie, sólo,
muy de vez en cuando, un camión. Les
pedí que me dejaran llamar y me indicaron una cabina. Llamé a Mapfre y dijeron
que no me moviera del sitio que enseguida estarían aquí. Les dije que estaba
con la Guardia Civil.
A Babel lo asesinaron tal día como hoy, del año 1940. Siempre
estuvo bajo sospecha, desde los tiempos en los que seguía, en calidad de
cronista (le faltaba imaginación, decía), al primer regimiento de caballería de
Budionni (la “caballería roja”)…
(¡cómo echo de menos mi gorra!). Hasta que murió (1934), Gorky lo protegía.
Muerto éste quedó a la intemperie. Se apegó a Yagoda: “quiero estar cerca del olor a la muerte”, le confesó a Mandelstam.
Caído en desgracia Yagoda, le sucedió al frente de la KGB (o como se llamara
entonces), Yezhov y las cosas empezaron a complicarse. Asesinado Yezhov, subió
Beria, y fue bajo Beria que el “maestro
del silencio” tocó fondo. De nada le valió que hubiera loado a Stalin en el
Primer Congreso de Escritores del 34. De nada le valió su reconocimiento
internacional. Por encima estaba sus contactos con los trotskistas. Detenido el
26, fue vuelto a torturar y fusilado justo a la hora en la que yo salía de
Nîmes del día 27 de enero, 40
años antes: “No soy un espía. Nunca
permití ninguna acción contra la URSS. Me acusé falsamente y me forzaron a
acusar a otros. Solamente pido una cosa: ¡déjenme terminar mi trabajo!”
Viene al pelo lo siguiente: El 25 de
enero, del año 1858, se unieron en matrimonio Victoria, princesa de Inglaterra,
hija de la Reina Victoria con Federico III de Alemania. No tendría interés la
cosa si no hubiera sido por el hecho de que fue la primera vez que, en ceremonias similares, sonó la “Marcha nupcial”, que el apestado
Mendelssohn, como música incidental, añadió a su juvenil y jovial “Sueño de una noche de verano” (sólo superada por el “Falstaff” de Verdi). De nada le valió en su patria reivindicar su germanidad protestante, pudo más el
libelo sobre la música judía del infame Wagner. Verdi, por el contrario,
siempre apreció el refinamiento del judío. Strauss, en honor a la verdad, nunca
comulgó (en su interior) con esas manifestaciones hiperbólicas de
antisemitismo.
Pues bien, Victoria y Federico fueron los
padres de Guillermo (después II).
Federico murió en 1888, año en el que
Guillermo apartó a su madre y fue entronizado. Victoria murió en 1901, algunos
meses después de la muerte de Verdi y de la conmemoración de sus bodas de oro:
30 como joven esposa y 20 como viuda.
–¿Qué te parece, Hegel?
–Ummm…Muy poco interesante. Supongo que, en compensación, me aparejarás una
buena comida.
Llegaron los de Mapfre con las luces azules. La lluvia había arreciado.
Pararon, iban dos, bajo la marquesina, miraron a su alrededor, recayeron en el
2 cv. y en mí que estaba departiendo con la benemérita.
–¡Buenas! ¿Qué ha pasado?
–Pues que no arranca el coche.
–¿Ha intentado ponerlo en marcha? ¿Ha
mirado si tiene gasolina?
Las preguntas fueron tan directas y sagaces que hasta la Guardia Civil
creyó estar asistiendo a un curso práctico.
–Creemos que es cosa del delco–terció, a
coro, la benemérita.
–¡Vamos a echarle un vistazo!
El vistazo se convirtió en una deconstrucción
del vehículo: delco, bujías, bombín de arranque, manguitos, batería. Cuando la
aurora de rosados dedos asomaba por oriente el coche estuvo montado y yo me
disponía a introducir la llave en el contacto. La expectación se mascaba en el
ambiente. Giré la llave y… ¡Nada! Ni el más mínimo rumor; ni el más mínimo
chasquido que hubiera encendido en nosotros la mecha de la esperanza. ¡¡Nada!!
–Pues nada. Vamos pa Barcelona.
Y así fue. Subimos el coche a la plataforma de la grúa, me despedí de la
pareja y me incrusté como pude en la cabina.
Eran las 10 de la mañana cuando hacíamos entrada en la Ciudad Condal. No
era la primera vez que faltaba al trabajo.
–Bueno, Hegel, ¡Vamos a organizarnos!