Voy a contarles una de las más tenebrosas y humillantes páginas de mi
vida. El “hecho” ocurrió tal día como
hoy…de eso estoy seguro: era un 30 de noviembre, día de san Andrés; porque
Andrés, con su R- 10, nos llevó a Orihuela y nos invitó a unas cervezas. El año
era el 68 o el 69. Tengo datos que hacen imposible que fuera el 67 o el 70. En
todo caso, observen que el mayo francés “rescoldaba”;
el “Che” acababa de ser asesinado; lo
de Menphis aún llenaba editoriales y Vietnam… Yo tenía 18 años, 17 en el mejor
de los casos…
Contextualizo para resaltar lo sombrío del “hecho”.
Yo ya no vivía en el pueblo de las cabras y agotaba mi estancia en el
otro. Faltaban pocos meses para que desapareciera: “Hoy me veis, mañana no me veréis…porque me voy…” del padre y de la
madre.
Tenía una novia guapísima. Nos veíamos a diario: en el autobús. Le
guardaba sitio. En Murcia comíamos juntos y demás. A la vuelta ella se quedaba
en su pueblo y yo seguía 6 kilómetros más.
Por entonces se rumiaba en el pueblo de mi novia el caso escandaloso de
unas chicas, la mitad del grupo de mi novia, que se habían fugado con los
integrantes de un “campanudo” conjunto
instrumental, tipo “Los Canarios”.
Habían conseguido un largo contrato nada menos que en Irán y, seguramente,
ignorantes de que Irán (aún) no era un país islámico, decidieron llevarse las
chicas y varias cajas de coñá. Las
chicas no tardaron en volver, pero ellos volaron y ya no se les volvió a ver el
pelo (que era mucho). El asunto se rumiaba, se regurgitaba y volvía a ser
rumiado. Finalmente, con tanto trasiego, se difuminó euridicianamente.
Acrecentó, sin embargo, la idea de que “las
jóvenes de ahora son unas putas”. Idea que acabó por imponerse al proceso
de mitificación que había empezado en algunas mentes inconformistas.
Ya tenemos el contexto (casi) completo: Un mundo atravesado por
antagonismos de envergadura, al borde de la revolución mundial y un pueblo
sacudido por la hazaña de unas jovencitas que se dieron el gusto de ir y volver
a Irán ¡en una semana!
Bueno el caso es que el tal Andrés tuvo a bien invitarnos a unas cervezas
en un bar que conocía en Orihuela. Una especie de taberna a lo “Lone Star” con una máquina de discos y
demás. La especialidad de la casa eran las patatas asadas al horno, el conejo
con tomate, y la sangre frita con cebolla. Nos subimos tres parejas en el R-10, que, como
vds. sabrán, era más estrecho que el R-8. Yo vestía mis tres piezas azul plomo
surcado de infinitas rayas blancas, aquel terno que me confeccionó mi vecino,
sastre, según las estrictas directrices de mi madre. Llevaba reloj de 21
quilates que había costado la friolera de 2.500 pesetas, y 25 pesetas en el
bolsillo (que daban para un paquete de tabaco, “46”, y una caña con ensaladilla).
Perico iba embutido en unos pantalones de “pata de elefante” y “cintura
de avispa”, con trabilla. Andrés, por su trabajo, siempre vestía traje de
corte tradicional. Las chicas: falda cortita de pliegues, jersey estrecho hasta
el ombligo y “trenca”. Era domingo,
por la tarde.
Cenamos de la especialidad de la casa. Y bailamos al ritmo de “Ob-la-di
ob-la-dá” y de los éxitos de “Shoking
blue”. Se bailaba diferente: Unos dábamos saltitos sobre la pierna derecha
y después sobre la izquierda (las adelantábamos un poco para amortiguar); Las
manos, abiertas, se posaban como mariposas en la rodilla correspondiente al
tiempo que todo el cuerpo era recorrido por temblores palúdicos.
Otros, seguían el modelo “esquiador”:
brazos paralelos al cuerpo y formando un ángulo de 90º y entonces hacías como
si bajaras un vertiginoso eslalon gigante. Los menos, bailaban por “rumba”.
Los “paisanos” acudían en masa:
¡a reírse!...¡de forma incontenible! Daban golpes con la mano en la barra y se
les saltaban las lágrimas. El mesonero no paraba de echar patatas al horno, matar
conejos y pelar cebollas: se lloraba de risa.
…¡si hubieran sabido lo que vendría después!...
“El tiempo volaba” y “sentías que ya llegaba la hora”: era el
momento de los besos y de recoger las cosas. La clientela habitual intentaba
prolongar la rechifla y te pagaban la última.
De vuelta en el pueblo, tomamos una cerveza y cada oveja con su pareja.
Acompañé a la dama a su casa, como un caballero, y me dispuse a hacer la
caminata acostumbrada…Era una noche apacible, la luna marchaba hacia llena y yo
marchaba feliz y rebosante de amor.
No llevaba ni medio kilómetro cuando empecé a sentir retortijones, como
si me hubiera tragado un gato rabioso. ¿Quizás nos habían dado felino por
conejo?
Quienes hayan conocido aquellas carreteras, recordarán que estaban
flanqueadas por acequias de riego y que a las casas, distantes unas de otras
decenas de metros, se entraba por puentes construidos con troncos (o cañas) y
barro. De vez en cuando un carril salía y se perdía entre los limoneros…pero
sólo de vez en cuando…
Los retortijones iban a más y mi resistencia a menos. Estaba a punto de
quebrarse.
Aceleré el paso no sé con qué intención. Desaceleré sin saber por qué. Me
retorcía. Metía los cuartos traseros hacia dentro y andaba como Jerry Lewis. Lo
intenté todo. Los retortijones se estaban resolviendo en lo propio. Empezó el
sudor frío y la desazón. No podía desahogarme en ningún sitio que fuera “propiedad pública”. Todos los
puentecitos que la luna me permitía distinguir conducían a “propiedad privada”. De vez en cuando una
mortecina luz pasaba a mi lado y se perdía en el horizonte. No podía intentar
lo que entonces se llamaba “auto-stop”
(no sé ahora): No sólo no hubiera podido evitar lo inevitable, sino que,
además, el anonimato…etc…etc
Sólo había tres soluciones:
·
Cruzar
uno de aquellos pontones que conducían a “propiedad
privada”.
·
Desahogarme
en plena comarcal 320
·
O…
Me decidí por lo primero.
Aún no había cruzado el pontón (1 m.) y ya llevaba los pantalones por la
rodilla. Como picado por una tarántula me oculté detrás de un macizo floral…
¡eran rosales! y ¡empezó a subirme una
calma!…al tiempo que bajaba el producto de los retortijones.
Miraba la luna y lloraba de agradecimiento.
Fueron sólo segundos de placidez. Una sombra salió de la casa enarbolando
un tronco de naranjo y gritando. ¿¡Quién
va!? ¡¡Ladrones!! Los perros empezaron a ladrar, los grillos a “grillar”,
las ranas a croar, los gatos a “maullar”, las culebras a hacer pffffs…pfffs y
yo a dar alaridos que querían pasar por disculpas. El universo-mundo se llenó
de bramidos. La sombra, ¿al azar?, se iba acercando. Daba mandobles a diestra y
siniestra. Me levanté y salí como lanzado por una catapulta.
El terno se rasgaba en las infinitas espinal del rosal (no hay amor sin
espinas)…una espina por cada una de las infinitas rayitas blancas…
Con la mano derecha sujetaba mis prendas inferiores y con la izquierda
peleaba con el macizo floral. La luna acabó de delatarme. La masa sombría se
acercaba peligrosamente y cuando iba a descargar el tronco de naranjo sobre mi
cabeza, cayó cuan larga era sobre el providencial “centro de mesa”…Yo ya estaba, a medio vestir, en “zona pública”. No podía parar de correr
y la “sombra” de gritar. Y como todo
lo que puede empeorar, ¡empeora!: unas “largas”
venían a toda hostia. La sombra huyó despavorida y una avalancha de vergüenza y de oprobio me empujó hacia
la cuneta…con tan mala fortuna que fui a parar al fondo de la acequia (¡recuerden
que las carreteras estaban flanqueadas por acequias de riego!). Intenté
agarrarme (¿asirme?...¡es poco!) a los matojos de la cuneta y el valioso reloj
quedó enganchado en un “matojo”
resistente y mal intencionado, puesto ahí por una inteligencia burlona y enemiga.
Así quedé: de pié, hundidas las piernas, hasta media canilla, en el cieno
pestilente y con el brazo izquierdo en alto, mostrando la hora a los imposibles
transeúntes.
En aquel momento me pasó por las mientes: “He aquí mi hijo bien amado en quien pongo todas mis complacencias”. Y pasado el impulso religioso, aquello de
“mark twain!”: “marca dos!” (brazas) típico grito de los negros en los “riverboats” del Misisipí que se refería
al calado mínimo para una navegación segura. De ahí lo tomó Samuel L. Clemens
(nacido tal día como hoy, del año 1835).
¡Faltaban 5 kilómetros para llegar!
¡Y aún no disponía de Ángeles
Custodios!
La bilis negra hizo que olvidara el resto del trayecto, que supongo lleno
de presentimientos nefastos. Parecía recién salido del video clip de “Thriller”, editado tal día como hoy del
año 1982.
Di golpes en la puerta trasera, mi madre se levantó a abrir y volvió a la
cama. Tengo que repetir aquí que mi madre no me dejó NUNCA las llaves de casa:
“Tú llama, hijo mío, llama” y las
puertas del cielo se te abrirán... En fin…pasó la noche y el día siguiente, y
el siguiente…así hasta el sábado. Pese al intervalo de séptima, aún oí aquello
de: “Paíce que han entrao al robar en la
casa del tío Perete”. Y, como aún no habían llegado los moros, “habrán sio los gitanos”. Peor hubiera
sido oir: “Paíce que han entrao a cagar a
la casa del tío Perete”. No lo hubiera soportada. Hubiera confesado allí
mismo, en la puerta del estanco.
Como no hay mal que por bien no venga: el traje quedó definitivamente
arruinado. Sólo se pudo aprovechar el chaleco. Me negué en redondo a parecer un
crupier. Mi madre lanzó una amenaza (que
fue una profecía) “al dente”: “¡No tendrás más ternos!”. Por lo que hace al reloj, en cuanto pude me desprendí de
él: se lo regalé a un amigo; lo vendió y se compró tacos de goma para las
muletas (para seco, para mojado y para la nieve) y aún le sobró: era cojo.
Y, como dios escribe a ciegas en lo que cree que son renglones, gracias
al “hecho”, llegué a comprender la
inconveniencia de la propiedad privada… ¡y me encaminé hacia la revolución!
Tampoco fue obstáculo, ni consciente ni inconsciente, para que siguiera
una brillante carrera académica, centrada en la Filosofía en general y las
cuestiones epistemológicas en particular.
Para acabar:
·
La
vida de Mark Twain estuvo marcada (principio y fin) por el cometa Halley: Dos “entes” tan extraños merecían andar a la
par.
·
Y la de J. Swift por la niña Esther Johnson (posible
hija de sir Williams Temple, de quien J.Swift, nacido tal día como hoy del año
1667, era secretario) que volvió, mujer, a reaparecer en su vida bajo el nombre
de Stella y…