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En 1888 Olavarría, provincia de Buenos Aires, aún no
era la “ciudad del cemento”. Había
una sucursal bancaria, una Sociedad Rural,
y la inevitable Sociedad de Damas y
Caridad que se hacía cargo del Hospital. En total, unos 800 moradores, de
los cuales la mayoría eran italianos que ya empezaban a organizarse. La Caridad bien entendida empieza por la Iglesia, así que se construyó una
capilla que, con el tiempo, se convertiría en la Iglesia de San José.
Su primer
párroco fue el inestable Pedro Castro Rodríguez, gallego de Santiago. Había
nacido en 1844, como Nietzsche y, también como el filósofo, a los 26 empezó su
vida pública. Llegó a América como eclesiástico católico, pero se pasó a los
protestantes. Se casó. El cepillo no daba para mucho y el trabajo menos. Se
arrepintió de lo hecho y pidió al obispo que le permitiera reingresar en el
seno de la catolicidad. El obispo le devolvió las potestades y lo destinó, como
coadjutor, a Azul. Allí se dirigió discretamente la pareja y allí nació,
discretamente, su hija, a la que falto de imaginación o por un exceso de
orgullo de raza, bautizó como Petrona. Era el año 78. Pedro los envía,
discretamente, de vuelta a Buenos Aires y los visita (discretamente) de uvas a
peras. En el 80 es nombrado párroco, el primero, de la Iglesia de San José de
Olabarría y se abría ante él toda una vida de delicias.
La Iglesia se encontraba justamente donde ahora se
encuentra el Teatro Municipal. Ocupaba un lugar central entre la escuela 1, de
varones, y la escuela 2, de mujeres. Y ahora entre un Carrefour y un Día, que la
acerrojan como una sentencia judicial. Echen a suertes (a desgracias), entren al local afortunado y compren 25 centímetros de chorizo
gallego, una teta, una barra de pan y una botella de Mencía. Crucen la calle,
ingresen en el parquecito, elijan un banco desde donde se divisen los dos
edificios, el teatro y la nueva iglesia, y zampen. No les puedo ofrecer nada
más. Abríguense.
Tal día como
hoy, del año
1888, el cura Pedro, cuya vida, tras 8 años de alboroque, veíase abocada
nuevamente a la ruina, mandó llamar a la familia, no sin antes conminar a su mujer
a que vendiera sus bienes (24.000 pesos) y los depositara, a su nombre, en el
banco de Azul. A las 5’30 de la tarde esperaba en el andén la llegada del tren
de Buenos Aires. A esa misma hora, Nietzsche bajaba del tren en Chiavenna, hizo
noche, y al día siguiente tomó la correspondencia para su última estancia en
Sils-María. A partir de entonces todo lo que hacía… lo hacía por última vez.
Estaba ocupado en El Caso Wagner y en
su lucha contra el romanticismo alemán.
Rufina y Petrona bajaron del tren y vieron la mancha
negra que, desde el otro extremo del andén, las reclamaba. La niña se mostró
reacia a besar a aquel ser descuidado (por la ansiedad). Rufina le dio dos
besos, uno por mejilla. Él se limitó
a rozarla con la nariz, como dicen que hacen los esquimales. A su manera
también luchaba contra el romanticismo. Las condujo a casa, descansaron un poco
y se asearon para la última cena.
Sirvió, como corresponde, el sacristán que, dijo, parecía estar oficiando un velatorio.
Había preparado un asado de res y manjar de leche condensada para la niña. Los
ojos de cura iban de la carne a la cara de Rufina y de la cara de Rufina a la
carne de res, como si estuviera jugando al juego de las diferencias. La niña
miraba el dulce de leche. No se habló.
El ruido de los cubiertos y de los platos
ululaba por Valdivia.
Mientras Petrona daba cuenta del manjar, Pedro se levantó y salió. Rufina, ocupada en hurgarse los
dientes, no pudo articular insulto alguno y le lanzó una mirada insultante.
Pedro la esquivó y salió como un murciélago a la fría calle que bautizarían
como Valdivia. Se acercó a la botica, pidió, frotándose la barriga como en una
película muda, bicarbonato y se echó a bolsillo un frasquito de Atropina que,
se dijo en un arranque lírico, rimaba con Rufina. Podía haber robado arsénico y
no lo hizo. Esto, llegado el caso, jugará
a mi favor, pensó. Salió. Los vientos de Valdivia arrebujaron los hábitos que tomaron el aspecto de hilillos de noche
condensada. Subió.
El sacristán ya había recogido.
-¿De dónde
vienes?- preguntó Rufina
-De la
farmacia… ¿de dónde voy a venir? ¡Me pones de los nervios!
-Y… ¿qué tal
la boticaria?
La cosa discurrió por los cauces matrimoniales normales.
El sacristán se largó y el cura echó en un vaso un buen pellizco de
bicarbonato, removió con una cucharilla y se lo bebió de un trago, como si
fuera orujo de su tierra natal. Hizo una mueca sacrificial y preparó otro
vasito para la mujer. Vació medio frasco de Atropina, removió con la misma
cucharilla y se lo dio a la mujer para que se calmara. La mujer lo bebió con
aprensión y sin quitarle los ojos de los suyos. Él vio como las pupilas
femeninas se ensanchaban y su cara palidecía.
Ella intuyó una oleada de alegría
en los ojirris del eclesiástico y se
sintió perdida.
Bueno, la cosa iba según lo previsto. Lo que el cura no
calculó fue la cantidad. Un resto de piedad (y racanería) le contuvo la mano… Debería haber vaciado la botella, se dijo. La mujer,
destrozada y cagándose por una pata, gritaba como posesa. Los vientos de
Valdivia se habían calmado. Los gritos llegaban hasta el otro extremo del
poblado. Pedro cogió un martillo y se lio a martillazos contra la cabeza del
amor de su vida. Petrona, testigo del destrozo, no salía de su asombro y cuando
pudo salir quedó enviscada en el terror y en las garras de su padre, que apetrándola contra su pecho viril le sacó hasta la última gota de
aire. La niña quedó como una flácida hoja de acelga y azul.
La desgraciada trinidad se había desgarrado. Dios
había vuelto a la unidad primigenia, pero, siguiendo las leyes de dialéctica, a
un nivel diferente: La desolación.
Lo que siguió es previsible. Escondió el martillo
detrás de la imagen de san José carpintero. Hizo limpieza. Lavó la ropa y
pidió un ataúd amplio…. que resultó ser tan engañoso como la caja de Pandora. Como era cura dominaba
la materia. Tenía 44 años, los años que tenía Nietzsche cuando le dio el
patatús.
El sacristán fue quien levantó la liebre. La
inhumación de los cadáveres, dos meses después, tuvo lugar el día en que la
niña hubiera cumplido 10 años. Cárcel y tal.
Se consideró que su hazaña no era fue motivo para la
canonización.
Murió en la cárcel en el año 1905. En Viena estaban
ocupados en la representación de la Caja de Pandora y teorizando sobre la mujer-niña-puta-devoradora.
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http://kinomoriarti.blogspot.com/2013/05/propuesta-para-hoy-dia-2-de-mayo.html
http://kinomoriarti.blogspot.com/2014/01/propuesta-para-hoy-dia-1-de-enero-ano.html
La dulce y simpática Irma de la película de Wilder nos arrebató para siempre. Pero quizás Udes. no sepan algunos detalles que arroparon su gestación. Por cierto,
se estrenó tal día como hoy, de año
1963.
Empecemos por el medio, como aconsejara Deleuze.
El bueno de Billy quiso contratar a la Taylor, pero estaba enredada en una
tórrida relación con Richard.
Quiso a Marilyn, pero se suicidó (¿). Repitió, dadas
las circunstancias, con Shirley.
Quiso a Laugton para Monsieur Moustache, pero murió… Pero
esa es otra historia.
Quiso a Gene Kelly
para Néstor y tuvo que repetir con Jack Lemon, que nunca falla. Así que
después de tres años volvieron a trabajar juntos y Lemon cogió la manzana y mordió
(pagando, claro), dando comienzo al espectáculo.
Irma, la duce era una comedia musical de éxito antes de que se convirtiera en una joya. En Billy actuaría como la magdalena (¡que no era tal!) actuó en Proust. Le recordó la existencia de aquella encantadora y entregada Irma Karczewska que aparecía en el reparto de “La caja de pandora”.
Tenía 17 años cuando la descubrió K.K. Una niña, como quien dice, pero con una experiencia
y un ansia de mujer de mundo: Una “mujer-niña”,
que respondía, con creces, al ideal de mujer sexualmente liberada que aún
conserva la inocencia.
Kraus, como Freud, estaba por la separación de la
sexualidad de la función reproductiva, sobre todo si era él el beneficiario.
Veía en la represión sexual la explicación de muchas alteraciones psicológicas
posteriores. Freud le agradeció el apoyo que desde La Antorcha le prestaba… Hasta que dejó de hacerlo. Y es que K.K.
despreciaba el uso extensivo que algunos epígonos hacían de arte interpretativo
del maestro. Tampoco estaba de acuerdo con la exclusividad de la sexualidad en
la génesis de la “neurosis”. La ruptura se produjo en 1908.
Tal día como
hoy, de año
1908, Kraus escribía: “Las
impresiones sexuales de la infancia no pueden subestimarse en modo alguno, y
hay que rendirse ante e investigador que demuestra cómo la sexualidad comienza
el día del Examen final en la enseñanza primaria. Pero convendría no llevar las
cosas a ciertos extremos”
Esto marca el comienzo del distanciamiento entre los
dos, ayudado por las simplezas hermenéuticas de algunos que se reclamaban del
psicoanálisis.
Y aquí interviene Wittels, un brillante escritor-analista
que llevó las conclusiones de Freud a un extremo inaceptable, por vulgar y por
falta de fundamento: Freud habló de sublimación,
Wittels no la contemplaba. Freud proponía una contención consciente y encauzada,
pues sabía que la civilización se mantiene sobre esa represión. Wittels, no.
Paradójicamente, acabó como adalid de la ortodoxia en su exilio americano.
La mujer-niña, en palabras de Wittels: “Se trata de
una muchacha que posee un gran atractivo sexual, desarrollado con tanta
precocidad que se ve forzada a iniciar su vida sexual siendo todavía una niña
en otros aspectos. Durante su vida sexual sigue siendo una niña hipersexuada,
incapaz de comprender el mundo civilizado de los adultos”.
Su serena y omnipresente sensualidad sin lujuria
muestra que es una criatura libre de neurosis. Freud pensó que, en realidad,
era un andrajo. Un manjar solícito, con algunos
caprichitos, pero, en fin, París bien
vale una misa.
Bien, vale…se busca a la niña en la mujer… pero… ¿Qué se busca en la niña? Freud dijo algo de homosexualidad latente y tal.
Irma, creada
por Kraus en sustitución de Annie, fue compartida por todos, pues todo el
círculo participaba de la imagen de la mujer- puta, dueña de su cuerpo y sus deseos. Una mujer, que por la
naturaleza de su potente sensualidad, no puede entrar de lleno en las
sinuosidades civilizatorias. La vestían como a una princesa. Le daban lo que
pedía y pedía más de lo que le daban.
En Venecia tuvo oportunidad de desplegar todos sus
encantos. Pidió que le subieran a la habitación un piano de cola. Kraus
accedió: “El ave de paraíso es
maravillosa… pero no hay que esperar de ella que toque el piano. Simplemente no
sabe” (P. Altenberg, por aquellos días).
No consintió tratos con Tiziano, ni con Bellini, ella
los deseaba con Siegfried Wagner que, ajeno, paseaba por la playa bebiendo los aires
que Isadora, displicente, arrojaba de sí. Wittels la cuidaba como médico,
enfermero y amante. Kraus, como padre incestuoso. Wedekind, los envidiaba a los
dos. Altenberg le cantaba en su tonalidad preferida.
Irma, la dulce, desembocó en un mar de matrimonios de conveniencia (¿para quién?).
K.K. tenía abiertos pleitos en diferentes frentes. Uno
de ellos era contra la revista berlinesa en la que trabajaba un joven que
después sería conocido como Billy Wilder. Se le encargó escudriñar en la vida
privada del narigotas y tomó nota.
“La
esperanza es esa puta que va vestida de verde” (B. Brecht).
Rufina había aprovechado
un retal sobrante de la sotana de marido.