“Una tarde (era el veinte de enero de mil
ochocientos treinta y nueve), estando en su oficina, Bouvard recibió una carta.
Levantó los brazos, poco a poco su cabeza
cayó hacia atrás y se desplomó desvanecido sobre el suelo. (…)
Hizo llamar a Pécuchet. Este
apareció.
–¡Mi tío ha muerto! ¡Heredo!
–¿No es posible!”
La
carta llegó seis días después de que saliera del estudio del notario de
Savigny-en-Septaine, Tardiel. El tío había muerto el 10 de enero.
Otra
vez echa mano Flaubert a ese “Deus ex
machina” que libere a los personajes de la sujeción a la necesidad. En
efecto, sin esa herencia, esa pareja de idiotas hubieran seguido siendo
idiotas, pero su idiotez hubiera sido más discreta y, seguramente, no hubiera
acabado en asco existencial. O sí. Pero no hubiera hecho falta ese absurdo
recorrido por toda la ignorancia acumulada.
Allá
por las selvas colombianas, tal
día como hoy del año ¿1956?, el coronel
sale de casa abrazado al gallo, herencia de Agustín, en quien todos han
depositado sus esperanzas. La moneda está en el aire. Sigue en el aire. ¿Estará
condenado el coronel a seguir esperando la carta que nunca llega? ¿Amanecerá el
día en que el cartero le traiga la buena nueva? ¡MIERDA!...Esta incertidumbre
me matará… ¡si antes mi mujer no me “arrastra
al infierno”!
Hace
años, mi amigo cojo y un grupo de artistas desarraigados que empleaban todo su
ingenio y empeño en la construcción de marionetas y que habían asentado sus
reales en una casa abandonada de san Pere
més baix, se hicieron con un perro galgo. No me pregunten las
circunstancias. Las desconozco. Quizás lo robaran en las cuadras del canódromo
de la Gran Vía… ¡a saber! El perro tenía casta. Todas las tardes lo llevaban a
correr a las playas de la Barceloneta y lo alimentaban milagrosamente. Ellos amanecían cada día más
flácidos y amarillos. El perro, sin embargo, mejoraba su estampa a ojos vista.
Así
que depositaron en el bicho todas las esperanzas del grupo, que, por cierto, no
eran muchas. El cánido los sacaría de la miseria. Una tarde fría de enero, en
la playa, un doberman loco se le
lanzó a la yugular y el pobre galgo se desangró sobre la arena, como un noble
astado. El cortejo, encabezado por quien portaba el deshecho y cerrado por el
cojo, es lo más triste de lo que tengo noticia. ¡Mala suerte la nuestra,
dijeron!
La
fecha no se nos olvidará a nadie: fue el 20
de enero del año 1979.
“Es opinión común que la era del
Pop Art data de la exposición individual de Jasper Johns en la Galería Leo
Castelli, del 20 de enero al
8 de febrero de 1958, con pinturas de banderas americanas, letras del alfabeto,
hileras de números y dianas de tiro”. (Tom Wolf).
Esto
sólo es cierto si se cree que los USA son el centro del mundo. No sólo centro:
AMO. Por entonces extendía sus tentáculos por todo el Cono Sur.
Ya
desde el 52,”el Grupo Independiente”
inglés estaba lanzando mensajes que rompían claramente con la seriedad y
espiritualismo de los habituales del Cedar y del Greenvillage… Y en 1956, dos días antes de que Pollock (“Jack el destilador”) se estrellaran
contra aquel inoportuno árbol, tuvo lugar la seminal: “This is tomorrow” en la Whitechapel Art Galery de Londres. Y allí
sí, se establecieron “oficialmente”
las bases del nuevo movimiento. (Ver propuesta, inédita).
En
Colombia se estaba en plena “Violencia”,
precisamente García Márquez sitúa, de forma oblicua, la acción de la novela en
los últimos tiempos de eso que se ha dado en llamar “La Violencia”.
García
Márquez daba las últimas puntadas al “El
Coronel…”, que acabaría tal día
como hoy (¿por qué no?) del
año 1957, en París.
Esta
mañana voy lanzado. No me para ni Hegel, que sigue durmiendo. ¡Raro!
Mosqueado salgo a la terraza y constato la razón por la que el perro no tenga
prisa y sigua durmiendo a pierna suelta: Se ha despachado a gusto: Sigue siendo
un cachorro que sólo entiende lo que le interesa.
En
cuanto oye el ruido de la nevera, levanta las orejas y abre los ojos. Se
levanta ágil, como si hubiera estado disimulando y de un salto se planta ante
la luz amarillenta que mana del electrodoméstico. Parece el anuncio de la “Voz de su Amo”. Le corto unas rodajas de
chóper, comida POPular donde las haya, y yo me preparo mi acostumbrado
refrigerio: tostadas con aceite y orégano griegos, más un carajillo al 50% “con remolque”.
–¡He dormido de un tirón!... ¡Yo no
he sido!
Miren
Vds., un domingo de verano, cuando el termómetro roza los 35º, ir a pasear a
las pestilentes aguas del Canal de San Martin no es una buena idea, se mire por
donde se mire. Y esos dos descerebrados, provenientes de direcciones opuestas,
casi chocan en el único banco que había justo en medio del Boulevar Bourdon. El
uno vendría de la Rue San Martin y el otro del Jardín des Plantes, dijo.
El
primero, llevado por su afición dominguera, habría paseado la ratabouille por la rue Rívoli que, por
entonces, estaba siendo prolongada hasta la de Saint Antoine. Habría subido
hasta Bastilla para ver cómo daban los últimos retoques a la columna dedicada a
los héroes de Julio. Pasaría por el 41 del Boulevard Bourdon y le vendría a las
mientes que allí fue donde se levantó la primera barricada durante la
insurrección del 32. Y, por asociación, derivaría en el siniestro pensamiento
de que frente a su casa, frente a la parroquia de Saint Merri, se defendieron
los últimos “Miserables” de París. Un
escalofrío le recorrió el cuerpo. Imploró con todas sus fuerzas que París
mantuviera la calma durante algunos decenios y le asegurara una jubilación
tranquila…de la que le separaban dos años y pico.
Ya
de bajada, habría analizado la calidad de los materiales y la eficacia del
diseño del Canal de Saint Martín. Hacía más de una década que había sido
abierto, pero los defectos de tan magnas construcciones se muestran con el
tiempo. Y Pécuchet, soltero por necesaria devoción, estaba dispuesto, era escribano,
a redactar, a la mínima, un escrito al Ayuntamiento de París.
Lo
intolerable del asunto, y eso lo digo yo, es que esa magna obra de ingeniería
acuática fuera pagada con un impuesto especial ¡¡sobre el vino!! Otra muestra
más, si es necesario, de la arbitrariedad del poder.
El
segundo, venía, viudo como era, del “Jardin
des Plantes”, de echar una cabezadita melancólica a la sombra medicinal de
uno de aquellos árboles prodigiosos. Después intentaría dar con el nombre y
propiedades de ciertas plantas, poniendo a prueba su afición. Cruzó el río por
el puente de hierro Austerlitz (que por entonces había cambiado el nombre por
el de Pont du Jardin-du-Roi), cruzó
la pasarela del canal y desembocó el boulevard Bourdon, héroe (¿) de
Austerlitz, donde se gestaría la amistad fatal. Hubiera estado dispuesto a
enviar un escrito al Ayuntamiento a la mínima. ¡También era escribano!
Pues
eso, que casi chocan en el único banco que había en el boulevard Bourdon.
La
amistad fue un coup de foudre y a
partir de entonces sólo se distinguieron por la gorra, el uno, y por el
sombrero, el otro: ¡y porque llevaban etiqueta…que si no!
Quedaron
unidos para siempre. Como Flaubert dejó inconclusa la novela, no sabemos hasta
dónde llegó ese “para siempre”. Una
novela semejante no puede tener final. La insensatez y estulticia no tiene
fondo. La idea propuesta es la más adecuada: dedicar el resto de sus vidas,
tras transitar insatisfactoriamente por todos los saberes, a copiar, a escribir
lo escrito.
Para
sellar a fuego la relación, Bouvard propone cenar juntos. Pécuchet conoce un
local por el Ayuntamiento y hacia allí se dirigen. Esquivan el miserable Marais
y sus “aguas negras”.
Bajan
hasta el final del canal y toman el Quai Morland, pues han de saber Vds. que,
por entonces, lo que ahora es el Boulevard Morland, era Quai, y daba, como es
natural, directamente al río. Al cabo de unos años convirtieron el brazo de río
en Boulevard; así, lo que era Quai, se convirtió en Boulevard y lo que era isla
(Luviers), en continente. La Biblioteca del Arsenal daba directamente al río.
En
la isla, cedida a empresas madereras, se amontonaban los troncos que el Sena
arrastraba y allí se serraban y se convertían en material útil para la
construcción… y en leña para calentar los inclementes inviernos de París. París
estaba en obras, fue la primera oleada edilicia. La segunda vendría con
Haussmann y la tercera y, y más dañina, en los años sesenta con la definitiva
expulsión de la clase obrera del centro y la construcción de estructuras que impidieran
su fácil acceso al corazón (duro) de París.
Baudelaire
acaba de ser expulsado del internado de Louis –le –Grand por “tragapapeles”. Se le readmite como
externo y sigue, mal que bien, el curso de Filosofía. Quiere preparar el examen
de final de Bachillerato.
“Escuchad una historia, simple y sin aderezos,
De amor de adolescentes, de amor tímido y fresco,
Como el que cada cual tuvo en sus años jóvenes,
Y que a mí me recuerda las primeras jornadas
De una pura y hermosa primavera en que, tibios,
Los suspiros del viento van
entreabriendo flores (…)”
Tiene
18 años… ¿qué quieren Vds.?
Mientras
estos dos amables desnortados se dirigen al Ayuntamiento, Baudelaire, ya libre
y alojado en la rue Vieux-Colombier, va definiendo su futuro: de momento coger
la primera blenorragia (con Sara, “la
judía”). El mismo día de agosto en
que pasa (miserablemente) el examen
de bachiller, su “padrastro” es ascendido a general. Así son las cosas: unos
nacen con estrella y otros buscan estrellarse.
Pasan
por la puerta de la biblioteca y cruzan una mirada cómplice. En la rue Petit
Musc, Bouvard, más procaz, echa una
mirada maliciosa (¿hay más miradas?) a la panadería que frecuenta Víctor Hugo
y, de paso a la panadera… por quien el “Coloso de las Letras” se ha hecho
cliente del establecimiento. No hay suerte. Se ve que Hugo ya ha comprado la baguette.
Siguen
por la rue de L’Hôtel de Ville, antes Mortellerie. Y es que esa tenebrosa calle
lleva escrita la infamia. Considerada como la madriguera el cólera, fue maldita
por todo París. En la última epidemia, la del 32, morían como ratas. El mismo
general Lamarque, cuyas honras dieron lugar a los hechos citados, la palmó en
aquellos días y por esa causa. Los moradores de la calle se plantaron y
exigieron que le cambiaran el nombre. Era insoportable vivir día y noche en una
calle que exhibiera la muerte en su topónimo.
Así
llegan a la siniestra plaza de la Grève, que desde el 30 lleva el nombre de
“L’Hotel de Ville”. Junto con el nombre ha desaparecido la guillotina. Ahora
está en Saint Jacques. No son dados a la crueldad, pero recuerdan (cada uno
para sí) las decapitaciones que han presenciado. Y el bullicio, la alegría, que
despertaban. Ahora es una especie de almacén de parados (“faire la grève”) que pasan el día a la espera de una miserable
oferta de trabajo. Las obras exigen mucha mano de obra.
Aquí,
en el hermoso mes de mayo de ese mismo año, Barbès (y Blanqui) llamó a la
insurrección… ¡y es que París no tiene
fin! Esa insurrección no tuvo mucho
recorrido. El coronel Aupick, experimentado, se encargó de imponer el orden. En
verano ya lo habían ascendido a General. Mientras el militar hacía lo que tenía
que hacer, su “hijastro”, escribía a su hermano: “Durante estos días de disturbios, mamá vivió con una inquietud
horrible, me costaba muchísimo trabajo conseguir que viera las cosas un poco
menos negras”. Resultó herido en una
pierna y decidieron, el matrimonio, pasar una temporada en Bourbonne-les-bains.
Baudelaire siguió en le Vieux-Colombier.
Por
fin llegaron adonde fueran. Cenaron. Tomaron unas copitas y constataron que lo
suyo iba en serio. Así que Pécuchet, alegre, propone ir a continuarla a su
casa, en la mojigata rue Saint Martin, continuación de la antigua rue des
Arcis. Allí van descubriendo sus más íntimas afinidades. Bouvard recordó que
desde el nº 8, en el cruce entre las calles Brocherie y Planche Mibray, fue
desde donde Delacroix imaginó la escena de la “Libertad guiando al pueblo”.
–Se deduce de la perspectiva de las
torres de Nôtre Damme”– dando una muestra primeriza de su
inclinación al conocimiento y a la erudición.
–Él, por entonces, tenía el estudio en el Quai Voltaire–replicó
Pécuchet que no quería ir a la zaga.
Fue
oir esto Bouvard y propuso rematar en su casa del Quai Béthum, justo al lado
del puente de la Tournelle. Dicho y hecho. Su regocijo era tal que no habían
obstáculos. Por fin habían encontrado estas almas solitarias (y preñadas de
excentricidades), la media mitad de la que habló Aristófanes. Y hacia allá se
dirigieron. Cruzaron la pasarela de la
Grève (puente de Arcole), continuaron por el Quai de Napoleón (“aux fleurs”) y el puente (aún de madera)
de San Luís y siguiendo el Quai d’Orleans, desembocaron en el pretigioso (y contradictorio)
de Béthum. Pécuchet llegó con la lengua fuera: le costaba seguir a Bouvard.
Cuando
la pareja abandone París para dedicarse al disparate, Baudelaire alquilará un
bajo en el nº 22 del mismo malecón.
Bueno,
a lo tonto tonto, ha llegado la del “ángelus”. Un Dry buñuelesco y hacer la lista para el Condis: Cebollas dulces, queso
rallado, pollo, mantequilla, tocino y huevos. ¡Hala, Hegel…una vueltecita! Ato
al perro en el hierro de la puerta y entro en el antro.
Las
cebollas están podridas, el pollo a punto de caducar, los huevos son del 3, el
tocino tiene chorreras (a lo Pollock)… Con todos esos desperdicios pretendo
hacer una comida homenaje: repetir el primer ágape de la pareja en su recién
adquirida granja, allá por Calvados: sopa de cebolla, pollo a la plancha
cubierto de lonchas de tocino braseado y huevos duros.
Esta
tarde seguimos.