Alguien fue mi
amigo durante varios años. Las circunstancias, y un poco que puse de mi parte,
convirtieron la amistad en recuerdo. El tal tuvo sus buenos 15 minutos de fama.
Era un tío seguro, asertivo y, como tal, ignorante. Pero el muy cabrón siempre
me hacía caer en ese juego idiota de que te tocan la camisa, tú miras para
abajo y él te da un golpecito en la nariz. Cuando entraba a Zeleste raro era el día que no me
esperaba junto a la barra para indicarme la inexistente mancha en la camiseta y
castigarme con su humor perrero. Yo
intentaba devolverle la jugada pero él, avispado, nunca picaba. Estuve semanas
ideando la manera de hacerle agachar la testuz, pues de eso se trataba, y
arrearle un golpe de carnicero de oficio que lo dejara tirado y convertido en
objeto de rechifla de los modernos de Barcelona.
Por fin llegó la
noche ansiada. Entré. Él me esperaba (o no), pero allí estaba y vino hacia mí
con la sonrisa y seguridad acostumbradas. Me adelanté:
–¿Sabes? Ha nacido un niño en una de las islas de la
Polinesia con un solo ojo: ¡en el parietal! ¡Un caso único!
El tipo se quedó
en silencio, como pillado en falta. Se repuso y contestó con soltura y gracejo:
–Y…entonces ¿cómo leerá?– y agachó la
testuz para ilustrar la suposición.
En ese momento,
cuando miraba el incesante desfile de zapatos, le arreé un golpe (con el puño
cerrado) justo donde la columna vertebral se fusiona con las estructuras
encerradas en el cráneo, que lo tumbó. Un grupo de jovencitos pasó por encima
de su cadáver. Desde ese momento se
acabaron las bromitas y la amistad.
Más adelante
entenderán Vds. el por qué de esta “parábola”.
Aquella misma
noche, animado por mi victoria (y por su humillación), estuve
simpatiquísimo y cuando uno desprende simpatía las cosas van rodadas. Allí
estaba P. tomando gintonics a pares y
acompañado de una canaria pelirroja, casi amarilla. Sólo le faltaba piar para
que no pudiera ocultar su procedencia. Les señalé con mi mano dolorida el bulto
yacente y me bebí un gintónic. El “amigo” se recuperó con dificultad y
desapareció.
A lo que voy. En
un momento dado se me ocurrió que podríamos coger el coche e irnos a París. Era
el 10 de abril de 1980. Por no sé qué razón yo no trabajaba al día siguiente.
P. tenía horario flexible y la amarillo-canario estaba de vacaciones o algo
así. A las dos del medio día del 11 de abril estábamos en la Place Republique. No me pidan
explicaciones detalladas. Tampoco a grandes rasgos. Sólo puedo decir que a las
dos del medio día del 11 de abril
estábamos en la Place de la Republique
de París en casa de mi amigo B.
No era la
primera vez (ni fue la última) que daba rienda suelta a mi naturaleza lunática.
Los viajes a Andorra, de madrugada, atravesando los altos de Tossa, eran
frecuentes: cada vez que tenía una pequeña desavenencia, siempre en plenilunio,
con mi novia de entonces, cogía el “dos
caballos” y desaparecía en la noche rumbo al paraíso fiscal. Volvía con un
cargamento de alcohol, tabaco y algunos quesos…y con la rabia petrificada.
Desde entonces Andorra ha sido para mí el paraíso de los amantes desgraciados.
Porque, oigan, ¡qué poca gracia tiene Andorra la Vella!
En otra ocasión,
verano del 92, habiendo decidido huir de los fastos olímpicos, me refugié en la
“Magdalena”, Santander. Acompañé a
una amiga que daba unos cursos de traductología
en la afamada Universidad de Verano. Tras una semana vacía, la cosa se puso tan
espesa que, antes de una cena que se presentaba especialmente miserable, cogí
el coche y me lancé a la carretera rumbo a las montañas de Palencia, como
huyendo de las Euménides. Ya sé que
el 2 cv. falla en las subidas y que se defiende muy bien en el llano…pero en
las bajadas…¡se comportaba como los electrones!: ubicuamente excitado. Así que
a las doce ya estaba saliendo de
Palencia hacia Quintanilla de Onésimo. Como eran las fiestas de San Roque, el del
perro, la alegría reinaba por doquier.
Me comí unas chistorras con unos calimochos que me hicieron olvidar los
sinsabores. Seguí hasta Peñafiel…. Allí seguía el bullicio dedicado a San
Roque, así que volví a zamparme un par de chistorras y a pimplarme unos
calimochos. Salí de Peñafiel a las 2 de la mañana. Había luna llena y decidí
que no estaría mal visitar Belchite a la luz plateada de la luna de agosto. En
Calatayud seguían los últimos estertores dedicados a San Roque y unos
desnortados me hicieron parar y me lanzaron por la ventanilla del vehículo una
botella. Pensé que era un cóctel molotov y me encomendé al santo. Era
calimocho. Aquella zona, como habrán comprobado, es el feudo de San Roque. El
santo y su perro Melampo eran
naturales de Montpellier, rica en vinos y en vendimias; puede que esta sea la
causa de la gran devoción que se le profesa por estas tierras. La explicación,
a todas luces, se queda MUY corta: su patronazgo debería ser universal.
En Cariñena ya
se olía a vino nuevo.
En Belchite, a
las cinco y media de la mañana, empezaba a clarear por la parte de Fraga y la
luna se hacía traslúcida por la parte de, precisamente, Cariñena. Entre dos
luces dispares: dorada, la una; de mortecina plata, la otra, se recortaba la
silueta inconfundible de las ruinas de Belchite. El desierto exhalaba un olor
salobre y mineral. Recorrí las calles dando tumbos y cuando me pareció bien me acomodé en la parte trasera del 2 cv.
como un pavo se acomoda en una bandeja de horno. A las 10 de la mañana ya
estaba rustido y me puse en marcha hacia Barcelona. Recordé que era mi santo
que, por entonces, coincidía con el santo del Languedoc.
Y es que la luna
llena siempre ha ejercido sobre mí un efecto anfetamínico, licantrópico, diría.
Otra luna llena
cogí el “Samba” (había cambiado de
coche) y me planté en Florencia, tan sólo por el placer de recorrer la ciudad
del Arno y sus plazas…en coche. Entonces se podía. Entré en la plaza de la
República por el arco; seguí hacia Santa
María del Fiore; por via Calzaiuoli
llegué a la plaza de la Signoria; por
la via dei Gondi y Borgo dei Greci entré en Santa Croce. La luna estaba en todo su esplendor. Florencia se me
entregaba como se entregaría un pobre indefenso ante una pistola en las sienes.
Fue una violación en toda regla. Crucé el Arno por el Ponte alle Grazie. Giré a la derecha y decidido a una victoria sin contemplaciones,
me dirigí a la “Piazza del Carmine”.
Antes de que
amaneciera salí bordeando el río a coger la autopista de Pisa.
Después de 30
horas frenéticas estaba de vuelta en Barcelona.
No paré en
Génova, donde vivía mi novia de entonces.
Cuando me
desperté había sobre la mesa un poético envoltorio azul de “Bacci” y un paquete de espaguetis
negros.
Pero, señores,
es que hay más. Mi agitación, mi desasosiego, cuando la luna entra en su fase
plena, no se calma si no es con el movimiento y el ruido monótono del motor de
cuatro tiempos. No entraré en los viajes extemporáneos y desesperados debidos a
otras razones diferentes a las astrales: esa es otra historia.
Yo he visto la
luna llena de agosto brillar sobre la cima alba del Mont Blanc.
He visto temblar
de emoción las columnas dóricas del Templo de Basses, inundadas por la luz
mercurial de una inmensa luna de Febrero. Fue antes de que convinieran en
cubrirlo. La nieve tapaba por completo el Krepis
y las columnas parecían surgir de
paradójicos cumulonimbos.
He visto el faro
de Hércules jugando con los fantasmales y últimos reflejos de Selene.
He visto, desde
el “Puente 25 de abril” reflejarse la
luna en las aguas del Tajo y desembocar
en el Atlántico.
He visto… he
visto… pero siempre precedido por ese hervor de la sangre que me hace recorrer
kilómetros y kilómetros… ¡ese es el castigo!
Bueno, a lo que
iba. Estábamos, día 11 de abril,
en la Place de la Republique. París. B. propuso subir a Montmartre a cumplir con un rito. Así que subimos. Antes no había
demasiados problemas con el aparcamiento. Aparcamos por los aledaños de la
plaza del Tertre, ya, por entonces, ridícula. La mole inmisericorde nos
amenazaba continuamente.
Si Andorra se había convertido en el paraíso de los
amores desgraciados, el “Sagrado Corazón”
ha llegado a ser el lívido monumento a los amores falsos y desvergonzados (por
no hablar directamente de fascismo). Nos condujo a una taberna y pidió una
botella de Clos. No me pregunten cómo
se las apañó para conseguir un bien tan preciado. Si ha sido capaz de ser
invisible al fisco y esquivar el trabajo asalariado durante decenas de años,
conseguir una botella de vino se me presenta como un problema menor. Llegó la
botella acompañada de cuatro frágiles
vasos. Escanciamos el vino y:
–¡Por
la república libre de Montmartre!
Bebimos sin
entender la trama. Cuando se acabó el Clos
nos sirvieron algo de comer y vino, menos historiado, pero, sin duda, mucho
mejor. Y aquí B. se explayó. Y lo que contó aquella tarde se lo cuento yo a
Vds. este 11 de abril del 2013.
Montmartre
siempre ha tenido una historia muy suya. En otras “propuestas” me he referido al barrio. Así que, ahora, me limitaré a
la efeméride que me ocupa:
Tras la masacre
de la Comuna y pasadas las inmediatas
consecuencias, se desató una oleada de artística excentricidad cotidiana que
multiplicó por varios enteros la tradicional singularidad de sus habitantes. Y
es que ver París a tus pies, embutido en la bruma, debe de inculcar un
sentimiento de ridículo del mundo y de liviandad. La Butte era el cielo donde iban a parar, en cuerpo y alma, los
tocados por el ala del “ángel de la
bondad y la libertad”, cuyo más
señero representante en la tierra fue, sin duda, Depaquit.
Cuesta arrancar
la historia.
Al comienzo de
la primavera del año 1920, acabada la guerra y puestos en evidencia los
culpables, enterrados los muertos y sorprendidos los supervivientes, tuvo lugar
en “Le Lapin Agile” una votación
histórica: se decidía acerca de la declaración de Independencia de la Comuna de
Montmartre. La votación fue multitudinaria y acaparadora la mayoría favorable a
la secesión. El segundo paso, tras semanas de celebraciones, fue la elección de
un alcalde. Se confeccionaron estrategias y listas electorales que las desarrollaran
y se organizaron mítines a los que asistían miembros de todos los partidos
“rivales”. Se simulaban discusiones con el único fin de ponerles fin en la
barra de una bar. Los hubo que hoy defendían en público a unos y al día siguiente se manifestaba a favor de los otros.
En fin, aparte
bromas, se presentaron (que yo sepa):
Los “cubistas” con Picasso y Max Jacob a la
cabeza, cuyo grito de guerra era: "Un
gratte-ciel, deux gratte-ciel, trois gratte-ciel!"
Los “dadaístas”, encabezados por Breton, Tzara y Picabia; su propuestas
estrella era que la numeración de las casas y el nombre de las calles se
rigiera por el más absoluto azar, y su aullido: “A dadá! A dadá! A dadá!”.
Los “salvajistas” que querían convertir “Le Sacre-coeur” en piscina municipal.
Y los “antirascacielistas” cuya alma mater era el mentado Depaquit,
acompañado por Poulbot, Valadon (la madre de Utrillo) y otros: que se oponían
por todos los medios a que Montmartre
se convirtiera en un remedo de la 5ª avenida, además de hacer público el
siguiente programa (tal como consta en el libro oficial de actas):
·
Construcción
de toboganes para descender de la Butte.
·
Instalación
de aceras rodantes para trasladarse de un bristró a otro.
·
Prohibición
de morir en el territorio de la Comuna Libre de Montmartre, bajo pena de muerte.
·
Declaración
de paz en caso de declaración de guerra.
·
Supresión
de los meses de diciembre, enero y febrero. ¡Nunca el invierno!
·
Supresión
del agua. Las fuentes deberán eyacular vino tinto, rosado o blanco, según el
gusto de los habitantes.
Todos coincidían
en “hacer el bien de una forma alegre”.
La elección tuvo
lugar tal día como hoy, del
año 1920. Depaquit fue declarado alcalde y el resto constituyó una alegre y
colaboradora oposición. Lo primero que hizo fue reafirmar la independencia
respecto del Estado Francés. Lo segundo establecer la capital en la Place du
Tertre. Lo tercero crear un comedor popular (“Soupe Populaire”). Lo cuarto uniformar a los funcionarios según la
“moda” de Aristide Bruant. Lo quinto
encargar un himno al músico-poeta de la Butte, Lucien…. Siguieron, de forma
frenética, desfiles, ferias de arte, y otros eventos que consiguieron, no sólo,
mantener el ánimo, sino elevarlo por encima de la “mala sombra” del “Sagrado Corazón”.
Estableció la
sede oficial en la Place du Tertre,
donde se encuentra actualmente la Oficina
de Turismo de Montmartre. Y desde allí fue embelleciendo sus propuestas.
Depaquit no era
un desconocido. Al contrario. Pueden informarse Vds. y se enterarán de sus
relaciones, de sus actividades y de su natural desternillante. Describir esa
tríada daría para un volumen del tamaño de la Biblia (en papel ídem).
Pero, en fin,
algo hay que decir. Su fama se asentaba en su actividad de dibujante satírico y
en su afirmación, fuera de toda verosimilitud, de que ÉL había sido el que
había vengado a Ravachol destrozando el restaurante Véry del Boulevard Magenta. Esa primera fama fue aumentando como
bola de nieve y cuando lo enterraron, un
14 de julio, el sepelio sepultó los fastos del “Día nacional”.
Entre sus
posesiones descubrieron una “obra de
teatro” a la que Satie, su vecino, puso música. Fue representada por los
mismísimos Ballets Rusos sobre un
decorado de André Derain: “Jack in the
box”. Era el año 1926: Alguien
cruzaba y volvía a cruzar el escenario con un gran reloj. Nadie sabía la
función del aparato ni la intención del “actor”.
Pasó el primer acto. Concluyó el segundo. El argumento seguía inamovible. El
público aventuraba metafísicas bergsonianas o creía intuir la inminencia de la
muerte. Sólo al final del tercer acto se desveló el secreto: ¡El “actor” era relojero!
Bueno, y ahora
vuelvo a la “parábola” inicial: Había
un tabernero renombrado por su estricta contabilidad y por su negativa absoluta
a fiar a nadie, bajo ningún concepto. No había manera: “Hoy no se fía, mañana tampoco”.
Un día Depaquit, que había pasado semanas ideando una artimaña, pasó por
delante de la taberna, de forma evidente, con ganas de ser visto. Cargaba con
una maleta fúnebre. Andaba cansino y resignado y con el abrigo sobre los
hombros como sobre un muerto de la Gran Guerra. El tabernero no pudo evitar preguntarle
por las, sin duda, graves circunstancias que se cernían sobre él. Mi padre se
ha muerto, respondió el futuro alcalde, mientras se enjugaba una solitaria,
pero gruesa, lágrima. El mesonero, conmovido, le invitó a entrar y sacó una
botella de vino y dos vasos. Bebieron juntos por el alma del difunto. La
segunda botella fue para que tuviera un buen viaje y la tercera para que
volviera pronto. Cuando se despedían, el tabernero le preguntó por la fecha del
entierro. Depaquit contestó:
–Mi
padre se ha muerto, sí. ¡Pero hace 12 años!
¿Ven Vds.?
¿Y qué decir de
Poulbot? Amante de fiestas y desfiles,
organizaba cada año un falso casamiento para consolar a la “novia” por no haber pasado todavía por
el ayuntamiento. La algarabía y los “¡Viva
la novia!” Se prolongaban hasta el amanecer. Se bebía, se bailaba, se
comían perdices…y la “novia” se
retiraba henchida de gozo y gratitud. Poulbot ha pasado a la historia del “arte” por sus reproducciones de los “titis parisinos” (“enfants de París”),
imaginados según el modelo de “Gravoche”
Thénardier de “Los Miserables”: niños
alegres, astutos, atrevidos, inteligentes. Poulbot dedicó parte de su vida a
atenderlos. Si van por allí acérquense a la “casa de los poulbots” y
compren uno…puede que los beneficios sean destinados a la atención de la
infancia.
Cierto conflicto
surgido entre Poulbot y su casero fue resuelto por la tremenda: la tropa de
Depaquit, con los uniformes de la Comuna del 71 y armados de verdaderos “chassepots”, lograron disolver el
conflicto. Una unidad de la Guardia nacional, bayoneta montada, enviada desde
Montparnasse, se unió, desorientada, a los “insurrectos”,
ante la estupefacción de los verdaderos agentes, que intentaban mantener la
cosa en los límites de una típica broma de barrio. El desconcierto y las
corredizas se prolongaron durante toda la noche y sólo se firmó la paz una vez
que las tropas de Poulbot hubieron atacado “le
Moulin de la Galette”.
No es de
extrañar que Montmartre se convirtiera rápidamente en un centro de interés
turístico internacional.
Así eran las
cosas: ANARTISMO en estado puro.
Ah! ¿Lo del
vino! El “Clos de Montmartre” procede
de las pocas viñas que se cultivan entre rue
de Saint Vincent y la rue des Saules,
junto a “Le Lapin Agile”. Se plantaron en 1930 por orden
de la alcaldía de la “Comuna Libre de
Montmartre”, destinadas al futuro
como recuerdo. No se producen más de 1.000 botellas al año y su calidad no es
excepcional, pero cada botella está tratada con mimo y, por supuesto, vendida
de antemano. Las ganancias van a obra social, dicen.